Por Ana Cristina Franco
Mi pelea empezó en prekínder, cuando la Tía Evelyn sacó una hoja de papel con la imagen de un baño y preguntó: ¿qué ven aquí? Sé que Dios vio lo mismo que yo esa mañana soleada: un escusado, una tina y un lavabo. Quería ser la primera en responder, pero me callé al escuchar el coro de compañeritos diciendo: ¡Un martillo! Pensé que la Tía Evelyn les explicaría que ese era el dibujo de un baño y que solo yo había tenido la astucia para descubrirlo. No fue así. ¿Se habían puesto todos de acuerdo para tomarme el pelo? A partir de ese momento, supe que, si quería sobrevivir en este mundo cruel, debía fingir que veo martillos donde solo hay baños.
En primer grado tuve mi segunda decepción. Solo la escuela es capaz de convertir una ciencia tan sublime como las matemáticas en una tarea detestable: copiar cien veces en el cuaderno la secuencia “1, 2, 3, 3, 2, 1” era el ejercicio más brillante que se le ocurrió a la Maestra. Había que huir y una niña de siete años, la niña más rebelde que haya conocido jamás, me cultivó en el arte de La Fuga. Cuando la clase estaba por empezar me guiaba hacia el baño. Allí, mojaba su cabello negro en el grifo de agua para reavivar sus churros y después sacaba de su mochila vestidos con los que nos disfrazábamos mientras convivíamos en el baño el día entero. Afuera, nadie quiso darse cuenta.
La secundaria fue bella. Hasta ahora suelo tener sueños en los que por alguna razón debo regresar al colegio, y vuelvo de esos sueños llorando. Ver el reloj marcando las ocho de la mañana y saber que faltan nueve horas para que te liberen es una de las peores sensaciones que puede experimentar un ser humano. Ni bien los profesores anotaban las primeras lecciones, yo sacaba el cuaderno y me ponía a dibujar. Dicen que el colegio sirve sobre todo para establecer relaciones con los compañeritos, pero yo no pude. Nunca me llevé bien con los aniñados ni me identifiqué con los “alternativos”, cuya rebeldía consistía en fugarse para fumar marihuana. Los estupefacientes no me van, además, sostener un diálogo con individuos que alcanzan a emitir sonidos guturales, haciendo esfuerzos sobrehumanos, era un poco difícil. La verdad mi etapa de anarquía alcanzó su cúspide a mis tiernos siete años.
Me gradué en un colegio “alternativo”. Quedaba en un galpón de cuyo nombre no me quiero acordar. Defendí la tesis sentada en la vereda de la esquina, comiendo una funda enorme de K-chitos que me invitó mi profesor, quien afirmaba haber escrito grandes novelas y admiraba a Borlles (así lo pronunciaba él). Después, mi mejor amiga y yo fuimos donde la directora y le preguntamos si ya estábamos graduadas. “Claro mijas, el viernes para hacer la ceremoña, ya voy a mandar a pedir el champán, y para que les digan a sus papitos…”. El magno evento tuvo lugar en el garaje. Nuestros padres, arregladísimos, se sentaron con sus mejores galas en sillas de plástico Pica. Mi amiga y yo éramos las únicas que se graduaban. Un hombre al que llamaban Troni nos dio el “título”. Cuando lo abrimos, felices, descubrimos que era una página arrancada de la revista Familia. “Tranquilas, el verdadero ya les damos después”, dijo. Con sendos birretes, cantamos el himno nacional. Nuestros padres lloraron de emoción y orgullo. Ahora que lo pienso fue un acto acorde con el sistema educativo: tan falso como todos los años en el colegio.