“Ahora bien, la embriaguez me parece, entre los demás, un vicio zafio y brutal…
Los demás vicios alteran el entendimiento; este lo trastorna y aturde el cuerpo”.
Montaigne, Ensayos.
Cuando transitamos por épocas de radicalización, de viralidad, de inmediatez y de banalización, el minucioso y elegante pensamiento de Michel de Montaigne (1533-1592) conserva saludable su original potencia y mantiene sus velas abultadas de aire fresco. Fundamentalmente porque en Montaigne se cruzan todos los caminos que valen la pena, desde la sabiduría de los mundos clásicos, hasta el humanismo renacentista —a fuego cruzado con las guerras religiosas en Europa— pasando por la posterior Ilustración y por la hipermodernidad que vivimos de momento.
Cuando los líderes mundiales coquetean con la chifladura, cuando las instituciones se resquebrajan bajo nuestros pies, cuando la visión única amenaza con abrirse paso a puñetazo limpio, es necesario tener a mano las páginas de Montaigne, siempre salpicadas de sagacidad, de razón y de sentido común. Leer a Montaigne es como hacer larga e irresponsable sobremesa con un viejo amigo; pasar y retroceder sus páginas, con tardanza y cuidado, es como reconocerse en el espejo. Montaigne, por los siglos de los siglos, conserva la sensación de que alguien de confianza nos habla sabiamente desde los recovecos de la historia.
Así, por ejemplo, lo entendió Stefan Zweig (su ensayo sobre Montaigne fue una especie de despedida de la vida), tras huir a Brasil como último refugio de la barbarie nazi, que él consideró, ahora vemos que con sobra de razón, un punto de quiebre de la civilización occidental: “Leo a Montaigne como a un descubrimiento”, le escribía el vienés a su amigo Jules Romains, “Ciertos autores se nos revelan solo a cierta edad y en momentos escogidos”. (En George Prochnik, The Impossible Exile. Stefan Zweig at the End of the World. Mi traducción).
Michel Eyquem de Montaigne fue un filósofo, escritor, humanista y moralista francés del Renacimiento, autor de los Ensayos y creador del género literario conocido en la Edad Moderna como ensayo. Ha sido calificado como el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos. Su obra fue escrita en la torre de su propio castillo entre 1580 y 1588 bajo la pregunta “¿qué sé yo?”.
La cercanía y la fuerza del pensamiento de Montaigne se explican porque este bordelés, a un tiempo culto y sencillo, hurgó profundamente en los temas que nos son más caros, co-mo el valor de la amistad, el plomo de la pedantería, el peso de las palabras o los riesgos de la búsqueda de la gloria. Y escudriñó en la materia humana, pues, sin pompa ni ceremonia y con notable ánimo de modestia: en sus Ensayos trasluce una intención de travesura, un propósito de no tomarse a sí mismo muy en serio, de pensar libremente y sin ínfulas de tipo alguno. Por eso también Montaigne reformuló —muchos sostienen, sin rodeos, que inventó— el concepto del ensayo, en el sentido de un texto introspectivo y experimental, destinado a ser reescrito y borroneado una y otra vez, una tentativa de reflexión posiblemente predestinada al fracaso.
Los suyos son unos textos siempre vivos, enemigos naturales del ampuloso tratado, antídotos de las rigideces de la cátedra y revulsivos de las ficciones de los políticos. Las suyas son miles de puntillosas páginas y, a pesar de ello, Montaigne jamás peca de las vanidades del conferenciante o de quien pontifica; más bien parece entablar pláticas libres y deliciosas con sus lectores, a siglos y kilómetros de distancia. Montaigne todavía espera las respuestas de sus contertulios, encerrado en su torre. En este punto me lanza un capotazo el afrancesado Jorge Edwards: “Escribir en el tercer piso de la torre de Montaigne, mirando de vez en cuando el paisaje por los boquetes de las ventanas, paseando, abriendo un libro, bajando a estirar las piernas, a tomar unos sorbos de vino de Castillon o de Saint-Émilion, me parece una de las formas más perfectas de felicidad que puede concebir un ser humano” (La muerte de Montaigne).
Volviendo a los temas etílicos: si bien para Montaigne la borrachera es una perversión tosca y bestial (“El peor estado del hombre es aquel en el cual pierde el conocimiento y el gobierno de sí mismo”), arguye también que tomar vino con mesura puede ser un alivio y recomienda: “hay que tener un gusto más dócil y más libre… para que un placer tenga consideración en el curso de nuestra vida ha de ocupar más espacio”. Si la borrasca para este francés es un exceso, el vino puede ser el mejor consultor y una amistad en quien confiar, del modo que Béla Hamvas alega quizá con excesivo entusiasmo metafísico:
“Solo puedo entender el vino como uno de los actos de gracia supremos. El vino lenifica. Tenemos vino. Podemos hacer desaparecer el shock maldito. El vino nos devuelve la vida originaria, el paraíso, y nos muestra dónde nos encontraremos en la última celebración universal. Y el hombre solo es capaz de soportar el puente que une el primer día y el último en un estado de trance. Y ese estado de trance es el vino” (La filosofía del vino). Y continúa, seguramente paladeando un tokay en las campiñas húngaras: “El vino nos enseña que la ebriedad no es otra cosa que la forma superior de sobriedad, la vida iluminada”.
Seguramente Montaigne coincidiría, casi palabra por palabra, con la sentencia inapelable de otro afrancesado más (Duff Cooper, embajador en París al final de la Segunda Guerra Mundial y celebrado biógrafo de Talleyrand) respecto de que: “El vino ha sido mi amigo y un sabio consejero. A menudo… el vino me ha explicado ciertos asuntos dentro de una perspectiva real y, como si fuera con una varita mágica, ha reducido grandes desastres a pequeños inconvenientes. El vino me ha iluminado las páginas de la literatura y ha dado vida al romance que aparece en los lugares más comunes. El vino me ha hecho atrevido, pero no tonto, me ha inducido a decir cosas tontas pero no a llevarlas a cabo”.
Así, pues, tomar una copa con Michel de Montaigne y cruzar los dedos para que la conversación no termine en trastornos de la cabeza y en cuerpos aturdidos.