Una contradicción llamada Malaparte.

Por José Luis Barrera.

Edición 440 – enero 2019.

Astuto, brillante, dueño de una prosa tan poética como terrible, Curzio Malaparte fue un genio camaleónico que no dudó en coquetear con las ideologías más perversas del siglo XX. Sin embargo, bajo su piel multicolor se escondía un espíritu hambriento de belleza y literatura.

Malaparte---1

“Hay mucha diferencia entre luchar por no morir y luchar por vivir; entre luchar por salvar la vida y luchar por conservarla”.

Curzio Malaparte

 

Uno

Leningrado, 1942. Las balas de ame­tralladora eclipsan el sol y los cañonazos desgarran el planeta como si fuese un simple pedazo de papel. Llueven cenizas, piedras y hasta pedazos de hombres.

Cubiertos de sangre y barro, rusos, ale­manes, finlandeses, italianos y españoles hacen su juramento de lealtad eterna; al fin y al cabo, en el sepulcro no existen los ene­migos, e individuos y nacionalidades desa­parecen, quedando solo un monstruo con varias cabezas que, como el gato de Schrö­dinger, vive y muere al mismo tiempo.

Desde septiembre de 1941, los alemanes y sus aliados no consiguen doblegar a los rusos ni estos a aquellos. El sitio de Lenin­grado ha llegado a un equilibrio que solo se romperá cuando triunfe el cansancio. Ya no se trata de valor, patriotismo o esas palabro­tas que usan los señores de la guerra para arrastrar a sus criaturas hacia la muerte, sino de una vulgar escasez de recursos.

Bajo la lluvia de obuses y entre las rui­nas, trota un hombre extraño. Se trata de un italiano que hasta para sus compatriotas es una rareza por su inconfundible fenotipo germano. No obstante, para los alemanes es un toscano cualquiera y para los finlandeses una curiosidad meridional como la cobra.

Su nombre es Kurt Erich Suckert, pero ha renunciado a su nombre de forma defi­nitiva y se hace llamar Curzio Malaparte.

Llegó como enviado especial del dia­rio Corriere della Sera al frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Viste uniforme de oficial italiano y tiene la protección de los poderosos de su país, pese a que años antes había estado preso, según él, por actividades antifascistas.

Este hombre, mezcla de genio y char­latán, escribe, escondido dentro de casas semiderruidas, crónicas que son un es­cándalo maravilloso para la sociedad ita­liana, cuyo imperio de fantasía se diluye al son de óperas wagnerianas.

Sus textos huelen a pólvora y también a sudor. Se atreve a decir que, a diferencia del resto de frentes, el oriental no se re­sume en una lucha entre buenos y malos, sino más bien en una pugna al interior del mundo obrero, donde la pertenencia a Rusia o a Alemania es mucho más pro­funda que el fascismo y el comunismo.

Según Malaparte, ambos ejércitos es­tán compuestos de trabajadores travesti­dos de soldados que hacen la guerra con la misma convicción con la que golpean un yunque. Es un combate de fábrica y no de estrategia.

Para los italianos, estos artículos hue­len a admiración por el mundo soviético y, por eso, son una droga seductora y te­rrible como el opio.

Antes de regresar a Italia, Malaparte presencia una escena que marcará sus crea­ciones: en una cabaña donde se esconden unos rusos a punto de morir de hambre, ingresa un hombre que se hace llamar Juan el Bueno y les ofrece pan. Furiosos, se perca­tan de que se trata de una piedra cubierta de sangre y piensan en denunciarlo por espía, pero el extraño los detiene, diciéndoles que se trata de alimento verdadero y que “basta con creer”. Los famélicos olvidan al instante sus aprensiones, arrodillándose alrededor de aquel hombre y empiezan a llamarlo “Je­sús de Nazaret”.

Dos

Italia es una potencia entre 1925 y 1935. O al menos pretende serlo. Musso­lini, que aún no es il Duce, sino el presi­dente del Consejo de Ministros del reino, intenta convencer a su gente de que puede restaurar el Imperio romano.

Sus tropas, bien armadas, se meten en aventuras africanas que la propagan­da pinta de gloriosas cuando en realidad provocan risa entre otros países europeos, pues los afanes imperialistas solo son aceptables si provienen de ellos.

Mussolini mueve como titiritero el destino de su gente. Se mete en la pren­sa, el arte, la vida privada y pública, es un árbitro de la moral y cualquiera que pre­tenda un buen cargo, dentro o fuera del Gobierno, debe contar con su bendición.

Malaparte aún se llama Suckert aun­que tiene claro que su apellido alemán, lejos de beneficiarlo, es un obstáculo para sus ambiciones. Por aquellos años, Italia sufre de una infección de nacionalismo capaz de transformar a cualquier extran­jero en un peligro.

Malaparte, buscó en textos antiguos el nombre adecuado. Farnese, Borgia, Co­lonna, Baldi, Pratoforte, nada cuadraba hasta que cierto libro puso de moda a Na­poleón al endilgarle sangre italiana.

El escritor, consciente de que una moda es una oportunidad, dijo: “Bona­parte ya hubo uno, yo aspiro a ser Mala­parte”. Y la mariposa emergió del capullo dispuesta a comerse el mundo.

Es cierto que los discursos del escritor estaban de acuerdo con el nacionalismo imperante, mas su anhelo era acuchillar con literatura las fronteras para que el planeta entero se inclinase ante él. Francia fue su primer objetivo.

Allí lo esperaba Massimo Bontem­pelli, quien, como él, prefería firmar sus escritos con el seudónimo de Maltempelli.

Veinte años mayor que Malaparte, es el creador del “realismo mágico” a la europea. Aquel que, a diferencia del surrealismo, invita a navegar por los mares del incons­ciente sin renunciar a la brújula de la razón.

Juntos fundan revistas con la finalidad de promocionar nuevas formas de arte como las que producen los futurismos y demás ismos. Saben que estas son el resul­tado del empeño de Europa por entender a un mundo que desde la Primera Guerra Mundial se le ha ido de las manos.

Novecento es su publicación más tras­cendental. Duró varios años con el finan­ciamiento más o menos directo del Go­bierno italiano. Por sus páginas desfilaron italianos y también otros europeos con propuestas innovadoras.

Esa apertura terminó por provocar críticas entre los intelectuales de Italia que se han vuelto más papistas que el papa y acusan a los editores de Novecento de anti­fascistas y europeófilos. Malaparte es am­biguo en su reacción: en ocasiones, apalea a sus enemigos y, en otras, alimenta el fue­go. El papel de enfant terrible le fascina.

En Francia lo aprecian y aquello deses­pera a los italianos que sospechan espionaje. Él, por otro lado, escribe con desesperación, como un condenado a muerte consciente de que cada minuto puede ser el último.

Termina Técnica del golpe de Estado, libro publicado primero en francés y que explica el triunfo de los Gobiernos autorita­rios sobre los democráticos, así como su es­trategia para sostenerse en el poder. En esas páginas se esboza simpatía por el mundo soviético y desprecio por el nazismo.

Su carácter le ha cosechado múltiples enemigos, especialmente entre aquellos que restriegan sus pieles aterciopeladas en la pierna del dictador.

Su correspondencia privada se somete a revisión minuciosa antes de llegar al desti­natario y Malaparte, que lo sabe, en vez de volverse cauto, juega a jalar la cola del león.

Salta de París a Londres y luego a Milán. Escribe cartas en las que critica a los poderosos del régimen con relativa impunidad hasta que comete el error de meterse con Ítalo Balbo, mariscal del Aire y antiguo camarada suyo de la Primera Guerra Mundial.

Lo pinta como a un obeso decadente con ambición desmedida, capaz de elimi­nar a Mussolini para hacerse con el Go­bierno.

Balbo, furioso, lo acusa ante el Comité de Actividades Antifascistas y Malapar­te solo se salva del fusilamiento por una mano poderosa que prefiere enviarlo a prisión primero en Regina Coeli y luego en la isla de Lipari.

Volverá a pasearse por Europa algu­nos años después, cuando las llamas de la guerra ya se habían encendido.

Curzio Malaparte durante un viaje a África, con un soldado etíope, 1939.
Curzio Malaparte durante un viaje a África, con un soldado etíope, 1939.
Durante el exilio en Lipari, archipiélago al norte de Sicilia, 1934.
Durante el exilio en Lipari, archipiélago al norte de Sicilia, 1934.
Malaparte en su último viaje, en la Gran Muralla China, 1956.
Malaparte en su último viaje, en la Gran Muralla China, 1956.

Tres

Italia se desmorona en 1943. El casti­llo de naipes se ha deshecho incluso antes de que el rey destituyera a Mussolini, co­locando al mariscal Badoglio en el cargo de presidente del Consejo de Ministros.

Los alemanes, pese a los esfuerzos de Roma por parecer fiel a la causa del Eje, saben que son solo estratagemas para ga­nar tiempo mientras buscan acercamien­tos con los aliados.

Hitler organiza una operación de res­cate y se lleva a un acabado Mussolini ha­cia el norte, fundando la República Social Italiana con capital de facto en Saló.

En el sur, los estadounidenses junto con huestes de partisanos preparan un ataque definitivo para expulsar a los nazis.

Malaparte, otrora un fascista veleidoso, se ha transformado en el agorero de la caída del régimen. Con audacia, suprime o aumen­ta palabras en sus textos que le hagan parecer un defensor de las libertades, exagera lo que pueda beneficiarle y oscurece lo negativo.

Aprovecha la oportunidad y publica la obra que acaso es la más brillante de su carrera: Kaputt.

Como mago, extrae de su manga ese texto en el que venía trabajando desde ha­cía tiempo y que refleja su desprecio por el nacionalsocialismo alemán. Quiere de­mostrar que nunca fue un colaboracionis­ta y, peor, un socio del tirano.

El libro es un carrusel macabro donde se mezclan los nazis más repulsivos con sus víctimas o con boxeadores, artistas y diplomáticos de diversas nacionalidades. Es una crónica desenfrenada, pero poéti­ca, en la que no importa la exactitud de los hechos, sino la fuerza narrativa.

Durante y después de la guerra, se publicaron miles de libros sobre el tema, pero ninguno llegó a tener la contunden­cia de Kaputt porque se trata de un texto de una belleza atroz que al mismo tiempo provoca náusea, dolor y estupefacción.

Se traduce a varios idiomas, regándo­se por el mundo. Lo publican hasta en los países del Este antes de caer en manos del comunismo; en Londres y en Nueva York es un éxito de ventas.

Es un monstruo irresistible cuyo se­creto es que no necesita reproducir cro­nológica ni perfectamente los hechos, sino interpretarlos con agudeza y huma­nidad pues, aunque parezca lo contario, al camaleón Malaparte le duele el desastre del mundo.

Cuatro

Los últimos diez años de su vida (1947-1957) los pasa viajando. Alterna Roma con Capri, París y hasta Beijing. Conoce Moscú y coquetea con el Partido Comunista. ¡Él que es un dandi y casi un aristócrata!

Lo invitan a dar conferencias sobre su Kaputt y la “segunda parte” de este, La piel. Publicado unos años después, sigue con el tono del primero, pero enfocándose en el Nápoles ocupado por los estadouni­denses, donde se evidencian la miseria, la degradación moral y el fracaso de la hu­manidad.

Llega a Chile y conoce a una mucha­cha que es pariente del escritor José Do­noso. Se enamoran y la lleva a Europa para escándalo de la sociedad santiaguina. Al poco, la transforma en su víctima.

Él, a los casi sesenta años, no entiende el amor como libertad, sino como veneración y “su” mujer debe adorarlo. Ella, Rebeca Yá­nez Echaurren, logra escapar de las garras con la complicidad de la familia del cama­león, quedándose, de todas formas, en Italia para convertirse en fotoperiodista.

Mientras tanto, los pulmones de Mala­parte se han debilitado y muestran los sig­nos de una degradación incontrolable que lo desmorona de forma definitiva durante su viaje por China.

Desde allá, lo envían de vuelta a Italia, donde, a instancias del secretario del Par­tido Comunista y otros amigos nuevos y viejos, es internado en un hospital. Ya no es un hombre rico, pese a todo.

Recibe visitas de distintos colores y, en medio de su agonía, él que siempre se ha declarado ateo, parece descreer de su incredulidad, aceptando el catolicismo. Al menos aquello es lo que dice el sacerdote que acudió al hospital en su última hora. Nadie quedaba para refutar la versión porque el único testigo, el propio Mala­parte, había expirado entre dolores terri­bles para cuando se esparció la noticia.

De todas formas, a nadie debió sor­prenderle: era el último cambio del cama­león.

Colgada del acantilado de Punta Masullo, en Capri, la casa Malaparte responde a las inquietudes y anhelos de su característico propietario.
Colgada del acantilado de Punta Masullo, en Capri, la casa Malaparte responde a las inquietudes y anhelos de su característico propietario.

En la isla de Capri todavía está en pie su búnker. Él lo llamó Casa Come Me, Casa Como Yo, y es preciso el nombre porque se trata de un gigante cúbico que, dependiendo del lado desde el que se lo mire, adquiere un aspecto distinto. Sedu­ce y aterra, es un monstruo hermoso que duerme bajo el sol mediterráneo satisfe­cho porque sabe que el mundo lo observa maravillado.

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