Edición 466 – marzo 2021.

La revolución estaba naufragando tan sólo un año después de haber comenzado. Era el verano de 1918 y, en medio del caos y las turbulencias de la implantación del socialismo, la escasez de alimentos se había vuelto dramática. La gente se moría de hambre, incluso en la capital, Moscú, donde Lenin —el ideólogo y conductor de ese proceso de transformación total que debería llevar la felicidad al proletariado— comenzaba a sentirse abrumado por la magnitud del problema. Algo había que hacer. Y pronto.
La orden de Lenin de confiscar todo el cereal, impartida a principios de ese año, no había sido suficiente: los campesinos, en especial los que tenían parcelas medianas o grandes, ocultaban el grano y lo vendían en el mercado negro. Y los pequeños propietarios lo usaban para su propia alimentación. Amenazas y apaleamientos estaban sirviendo de poco. La decisión fue, entonces, escalar el nivel de violencia. Los historiadores la llamarían, más tarde, el “Terror Rojo”: en septiembre de 1918 empezó una campaña de arrestos en masa y fusilamientos inmediatos que sirvieran de ejemplo y escarmiento. Pero, a pesar de todo, la escasez se mantuvo y el hambre aumentó.
Fue entonces cuando Lenin, hombre de obsesión ideológica y pocos escrúpulos, recurrió a Stalin. El georgiano no era de su agrado: lo consideraba un matón rudo y brutal, de malos instintos y ambición desmedida, que primero disparaba y después averiguaba. Pero la situación había llegado a ser tan angustiosa que, tal vez, la ferocidad de Stalin pudiera servir. Y lo llamó. Lo puso a cargo de “la cuestión de las provincias en el sudeste de Rusia”, le asignó dos trenes blindados y le dio el mando de cuatrocientos cincuenta soldados, con la misión “de urgencia máxima” de recolectar comida para Moscú.
Stalin se instaló en Tsaritsin, una ciudad a orillas del Volga que el zar Teodoro I había fundado a finales del siglo XVI para defender la siempre inestable frontera sur del Imperio. Su primer telegrama a Lenin fue elocuente: “no mostraremos piedad ante nadie, ni ante nosotros mismos, y le llevaremos su pan”. Para su empeño, Stalin contaba con el apoyo rotundo de la ‘Comisión Extraordinaria’, la ‘Chrezvichainaia Komissia’, o ‘Cheka’, la policía secreta que en los años siguientes se encargaría de purgar a cientos de miles, incluso millones, de “derechistas, burgueses y contrarrevolucionarios”.
En pocos días Stalin “limpió” Tsaritsin: apresó a cientos de personas, las confinó en una barcaza en medio del río y conformó un consejo revolucionario para que, sin perder ni un instante, iniciara una cadena de juicios sumarios. Cada día fueron dictadas decenas de sentencias de muerte. A medida que la barcaza era desocupada, volvía a ser abarrotada con más detenidos. Hubo, en los meses siguientes, una catarata de fusilamientos. Sus métodos rápidos y sanguinarios entusiasmaron al comité central del Partido Comunista, en especial a Klement Voroshílov y Sergó Ordzhonikidze, que se convirtieron en dos fieles colaboradores de Stalin. Al que ese grado máximo de violencia desagradó fue a Lev Trotski. Pero eso era lo de menos: ya tendría tiempo Stalin de encargarse de él…
La campaña de Stalin en Tsaritsin remedió por unos meses el hambre, pero la colectivización del campo terminaría, la década siguiente, causando en toda la Unión Soviética (sobre todo en Ucrania) una hambruna de dimensiones bíblicas, en la que morirían entre veinte y treinta millones de personas. Fue, para Stalin, el precio de implantar el socialismo: “al aserrar madera, astillas vuelan”. Pero su desempeño en las provincias del sudeste le hizo ganar visibilidad en la cúpula comunista, por lo que, al morir Lenin en enero de 1924, ya estaba bien colocado para la lucha por el poder que terminaría ganando un año más tarde, con lo que pudo gobernar con puño de hierro hasta su muerte, en marzo de 1953.
Esos meses en Tsaritsin fueron inolvidables para Stalin: se sintió tan realizado y poderoso dando órdenes, confiscando grano, persiguiendo enemigos de la revolución y firmando sentencias de muerte que cuando asumió el poder soviético, en 1925, una de sus primeras decisiones fue cambiar el nombre de la ciudad. Tsaritsin ya no sería Tsaritsin, sino Stalingrado, en su honor, para su grandeza y, también, como un símbolo del triunfo “final, definitivo y sin regreso” del sistema socialista. Hoy la ciudad se llama Volgogrado, la ‘ciudad del Volga’, y en toda ella no hay ni una sola estatua de Stalin. Tampoco algún símbolo de los años helados del socialismo.