
Si Jaime Guevara fuera una canción, sería una de amor combinada con protesta social. Sería una de letra potente, pero también sensible. Sería una trova con rasgos roqueros. Me atrevo a decir que, sin la canción que es su vida, no se entendería la historia de la música ecuatoriana y no tendríamos ejemplos vivos de cómo lo político la atraviesa.
Anarquista solidario, “trovaroquero” vegetariano, Jaime ha sido considerado, a lo largo de los años, un amigo cercano de las luchas sociales y crítico con convicción de los gobiernos opresores. Nació en Quito un 21 de diciembre de 1954 y es una enciclopedia llena de memorias. En sus anécdotas están sus luchas, sus calles y sus heridas.
—¿Cómo recuerdas tu infancia?
—Como uno de los períodos más hermosos de mi vida. Crecí en el barrio de San Marcos, un oasis en medio del ruido del centro de Quito. Soy el tercero de siete hermanos. Mi familia era muy conservadora, muy católica y yo pasaba las tardes escuchando música o dibujando.
Tuve tres tías monjitas franciscanas. Las recuerdo con mucho cariño por las enseñanzas que ellas me supieron dar, desde luego que difiriendo de sus creencias religiosas. Los puntos en que nos encontramos desde pequeño fue en el de la bondad y el de la solidaridad.
—¿Cuál fue la primera canción que te hizo pensar “yo también quisiera escribir canciones”?
—Fue un bolero-ranchero que la persona que trabajaba con nosotros en la casa solía cantar mientras planchaba. (Canta suavecito “Retirada” de Javier Solís: “La distancia entre los dos/ es cada día más grande/, de tu amor y de mi amor no está quedando nada/. Sin embargo, el corazón no quiere resignarse/ a escuchar el triste adiós/ que será tu retirada”).
Algo así. Me acuerdo todavía de la canción porque me quebré escuchándola siendo apenas un niño, también recuerdo el sentimiento con el que ella la cantaba. Decía mucho.
También tengo presente una que se llama “Rogelio” de Patxi Andión (1970). Habla del amor entre dos amigos muy cercanos. Pero se separan porque al uno le empezó a ir mejor que al otro en lo económico y lo social. Fue la primera canción que me marcó que no hablaba de amor romántico. Hablaba de amor entre amigos e incluso fue la primera que recuerdo haber escuchado en la que se abordaba el tema de las clases sociales.
—¿Por ahí floreció tu amor por la música?
—Siempre fui un niño que prefería las artes antes que patear una pelota. En la escuela me encantaba dibujar. Recuerdo el olor de los lapicitos de colores. Mi padre encontró dibujos míos en el cuaderno de matemáticas y me regañó: “¡Yo no pago la pensión de la escuela para esto!”, me dijo.
En mi casa en San Marcos, pasaba mucho en el cuarto de planchado donde estaba la radio, pensaba que ahí existía una ciudad diminuta, con personitas pequeñas que eran las que hablaban detrás de los parlantes. Escuchaba mucho tango, porque a mi mamá le gustaba, y yo prestaba mucha atención a las letras de las canciones. Y también escuchaba radionovelas que tenían como villanos a los comunistas.
—¿El comunismo era una mala palabra?
—¡Claro! Era una palabrota. A los comunistas se los pintaba como tipos malos, con barbas espesas, que llegaban con botas y pateaban las puertas de las escuelas, o que ponían bombas en la ciudad. Existía una radionovela que se llamaba Lo que pasa en Cuba, y en ese entonces no lo sabía, pero tenía mucha propaganda anticomunista.
—¿Y nunca tuviste un acercamiento con el comunismo dentro de tu familia?, ¿no se hablaba de eso?
—No, pero encontré años después unos poemas de la juventud de mi padre que tenían mucha afinidad con el socialismo. Pero en casa nunca se hablaba de eso. Ni de socialismo ni de comunismo ni de sexualidad ni si tenía novia, ni siquiera si a mí me gustaba alguien; de nada de esas cosas.
—¿Por qué crees que tu padre, teniendo afinidad con el socialismo, no habló nunca de eso contigo?
—Porque el socialismo tenía muy mala prensa. Y la tiene todavía. Se asociaba mucho al comunismo y al socialismo con historias de complot permanente, pero no solo “en contra” del Estado, sino también “en contra” de la sociedad.
—¿Y fuiste un niño rebelde en la escuela?
—Diría más bien que era curioso. Con mi grupo de amigos formamos un club secreto inspirados en las novelas que leíamos sobre detectives, incluso teníamos credenciales imitando al FBI. Un día armamos una protesta anónima, nos pusimos esos guantes blancos que usábamos con el uniforme de gala, para que supuestamente no identifiquen nuestras huellas digitales, y reclamamos, a través de una carta seguramente llena de faltas de ortografía, una calificación que nos parecía injusta para nuestro paralelo. Eso fue un viernes; el lunes, al regresar a clases, nos llamaron uno por uno a la dirección, incluso, a nuestros padres. Nos interrogaron, nos preguntaron qué pretendíamos con nuestro club secreto.
—¿Cómo nació el apodo del Chamo?
—En esos tiempos, ser raidista (término que describía a una persona o a un grupo que viajaba por las carreteras) era lo más deseado por los jóvenes rebeldes como yo. De esa manera conocías a personas de todo el país y de todo el mundo. Así me llegó un vinilo de Bob Dylan, que me dio un norteamericano a cambio de un poco de comida.
Una vez me quise unir a un grupo de raidistas que eran mayores que yo, que tenía quince años. Se iban a la playa. Cuando me acercaba a la esquina donde estaban, uno de ellos gritó: “Miren, ahí viene el Chamo Guevara”. En ese momento me molestó, porque sentía que se burlaban de lo joven que era. Anhelaba que me vieran como parte del grupo. Me vestía como ellos, quería encajar. Ahora, que me digan Chamo teniendo 68 años es otra cosa.
—¿Qué sentiste cuando escuchaste a los Beatles?

—Fue magnífico. Una tarde estaba en la casa de mi prima y salió “A Hard Day’s Night” en la radio. Ella gritó: “¡Los Beatles!”. Yo empecé a escribir la letra tal como la escuchaba, de una manera rudimentaria: “Is bin a jar deis nais” (sonríe). Así la cantaba. Hasta que un amigo que sabía inglés tuvo la generosidad de traducírmela.
—¿Cuándo apareció tu primera guitarra?
—Siempre pedía una guitarra por Navidad y nunca me la daban. Mi padre, que era abogado, decía: “Yo no quiero vagos en mi casa, eso es de borrachos”. Pero la esposa de mi hermano mayor llegó un día con una que nadie utilizaba y me la regaló. Me brillaron los ojos.
Para ese entonces yo vivía en el barrio El Dorado y la cocina de mi casa se convirtió en el primer espacio donde daba conciertos. Cantaba altísimo para que me escuche Silvana, mi enamorada de ese tiempo. También le daba serenatas.
Cantaba versiones en inglés que adaptaba al castellano en rima y métrica. Pero también escribía canciones propias. Mi primer show fue en el aula Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura, en 1974.
—¿Tu padre asistió?
—Sí. Y se sorprendió cuando vio que el aula estaba llena. Él me había dicho: “¿Crees que la gente va a pagar para escucharte gritar?”. Al ver al público la pregunta se respondió sola.
*
En la sala de su casa hay una decena de pósteres que son recuerdos de shows pasados y de sus referentes musicales como Bob Dylan o Víctor Jara. Están el afiche de su primer concierto, y también de aquellos que compartió con grupos como Sal y Mileto, Pueblo Nuevo, Los Perros Callejeros. Hay algunos con leyendas que evidencian su cercanía con las causas sociales: “Por los hermanos Restrepo”, “Ni casco, ni uniforme”, “Rock del Huracán: por los damnificados del huracán Mitch”, “Por los damnificados del litoral”, “Música, denunciosa y solidaridad”. Sobre una mesita hay fotos de sus dos hijas: Flor Govinda y Natalia Libertad.

—¿La música es política?
—Naturalmente es política, y el rock siempre ha sido un himno de libertad.
—¿Qué significaba para ti ser un rebelde en tiempos de dictadura?
—Recuerdo la dictadura de Guillermo Rodríguez Lara; él tenía aberración hacia los “melenudos”. El proyecto de vida esperado para un hombre era graduarse, ser profesional, trabajar en la oficina o en la fábrica. Así que, por el simple hecho de vernos diferentes y tener el pelo largo, ya éramos contracultura. Se vivió mucha represión. A un chico conocido como El Culebra lo mataron a balazos por correrse de los militares.
—¿Y tú viviste algo fuerte por tu pelo, por ser roquero y vestirte con chaquetas de cuero?
—Sí, estuve encerrado algunas veces. ¿Y sabes por qué se me desencadenó la epilepsia?
—¿Por qué?
—Porque una vez me llevaron preso por participar en una huelga nacional. Tenía veintitantos. Me aplicaron un castigo llamado el trípode, me golpearon, y en una de esas, me metieron un toletazo tan fuerte que vi estrellas, vi galaxias, vi soles, no sé qué no más vi. La siguiente escena que recuerdo es que un policía me llevaba cargado a una celda de castigo. El olor era terrible. El dolor igual.
—¿Qué perdiste con ese dolor?
—La salud. Yo pensaba que eso de la epilepsia era algo que les pasaba a otras personas. No pensaba que podría pasarme a mí. Al principio, no sabía qué era. Se sentía como tener un déjà vu, como un recuerdo.

—Además de la de Rodríguez Lara, ¿qué otras aberraciones políticas te saltan a la memoria?
—Lo del toletazo fue durante las huelgas nacionales realizadas por el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) contra el Gobierno de Osvaldo Hurtado. En cambio, la persecución a melenudos y barbones fue en la época de Rodríguez Lara. Mi primer carcelazo en el desaparecido retén Sur; las celdas del SIC las conocí con Febres-Cordero. Ahí me llevaron amarrado por los pulgares al cuarto de torturas y me amenazaron con “subirme al Calvario”. En el CDP, un policía me amenazó con dispararme “si seguía jodiendo”. Un tal teniente Chacón me dijo que sería desde entonces “mi sombra”.
En el penal estuve en la celda de castigo (llena de heces y orines). Además, fui a cantar varias veces por invitación del comité de internos y en 1986 canté junto a Piero. Cuando Borja permitió que Pinochet viniera a Quito, lo esperé cierta mañana a la salida del actual Swissôtel y le espeté de un solo grito: “¡Lárgate del Ecuador, asesino torturador!”. El matarife saltó del susto y sus guardias me sujetaron de los brazos. Rafael Correa, ya en su Gobierno, me gritó aquello de “¡Borracho y marihuanero!” y me cayó a cadenazos de radio y televisión. Tras las canciones hay todo un archivo de historias.
—¿Cuál ha sido tu antídoto, tu bálsamo ante la represión?
—La solidaridad. La música. La anarquía.
—¿Cómo describirías a la anarquía?
—La anarquía significa el ideal de una sociedad que se rige sin la existencia de un Estado y, como el Estado comprende el Gobierno, sin existencia del Gobierno y, como el Gobierno implica también la existencia de un gobernante, sin gobernante. Desde el siglo XX se ha visto a la anarquía como una utopía, pero utopía no significa no realizable, significa no realizado todavía, énfasis en todavía.
—¿Y qué la sostiene? Porque si dices anarquía, la gente se imagina desorden, caos.
—¿Así nos ven? La anarquía se sostiene con la organización. Uno de los anarquistas más reconocidos, Élisée Reclus, que, además, fue un geógrafo destacado, dijo que la anarquía es la más alta expresión del orden.
—¿Qué es lo más importante para ti en este momento?
—La libertad es una bandera siempre adelante, ¿no? Pero, ¿la libertad para qué? Para cantar, justamente para volver a mi público y activarme socialmente, participar en elecciones colectivas, etc.


—En el contexto actual, ¿crees que vivimos tiempos de libertad?
—No, desde luego que no vivimos tiempos de libertad. Los banqueros y otros sectores oligopólicos podrán jactarse de poseer “libertad de empresa” pero, ¿lo podrán hacer los pequeños empresarios y comerciantes que son hostigados por las autoridades policiales?
En cuanto a la preciada libertad de expresión, existe únicamente para los grandes medios de comunicación que, en líneas generales, defienden lo establecido como válido y conveniente para sus intereses, deslegitimando los puntos de vista contrarios.
Y, según el gobierno de turno, ni siquiera dicha libertad existe, pues son objeto de multas y clausuras.
—¿Aún crees en el poder de la movilización social?, ¿sirve de algo salir a la calle?
—La movilización masiva y el arte en sus diversas formas siguen una expresión legítima del descontento popular y de los colectivos sociales. Quizá por eso los gobiernos les temen tanto.
—¿En qué causas militas en la actualidad?
—El vegetarianismo, después de que, por accidente, vi cómo se maltrataba a los animales en un camal. También a veces voy a colegios a hablar con rectores para que no se castigue a los jóvenes que llevan el pelo largo. Soy parte de la Pedrada Zurda, un taller literario y cultural; y de la Coordinadora de Artistas Populares (CAP) junto a Carlos Michelena, Adriana Oña, Susana Reyes, Moti Deren, Álex Alvear y otros artistas. Nuestra consigna es: “Si los ricos tienen artistas para sus fiestas, los pobres tienen artistas para sus luchas”. Nuestro campo de acción son las huelgas nacionales, las movilizaciones obreras y populares.
—Tu militancia por las personas desaparecidas ha sido la más visible, ¿crees que el Estado mira hacia otro lado cuando alguien desaparece?
—El Estado finge ignorar que en el Ecuador existe el fenómeno de los desaparecidos. Para ello, no solo sus mayores voceros callan al respecto, sino que los personajes que se supone asumen la investigación, búsqueda y sanción de los culpables son cambiados constantemente y eluden dar una respuesta concreta.
Los Restrepo, Carolina Garzón, Michell Montenegro, David Romo, Gustavo Garzón son los nombres más conocidos, pero en absoluto los únicos.
En mayo de 2023 un grupo de músicos organizaron un concierto para ayudar a cubrir los gastos médicos del Chamo. “Es momento de ser solidarios con el solidario” escribieron en las redes sociales.
—¿Qué sentiste cuando te enteraste de que todas las entradas para el concierto estaban vendidas?
—Una alegría indescriptible. Me conmovió muchísimo. Nunca lo esperé, porque siempre he sido solidario, sin expectativas de recibir algo a cambio. Solo por el gusto de dar. Dar es como un sol. Y ver a tantos amigos juntos, incluso en los camerinos. Álvaro (Bermeo, de Guardarraya) me dijo que fui una inspiración para ellos, para que él se diera también el permiso de tocar sus propias canciones, a su manera.
—¿Es posible dar sin recibir?
—Sí, pero siempre recibes si te quitas las expectativas del cómo.
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—¿Alguna vez has sentido miedo? ¿Lo vivido ha valido la pena?
—El miedo es un sentimiento muy humano y, como tal, comprensible. Sin presumir, en cuanto a la represión, nunca lo he sentido. Mis miedos me han llegado más bien respecto a cómo mis problemas de salud, accidentes y similares pudieran interferir en mis proyectos, como las canciones que quedarían sin grabarse, dibujos que no alcanzaría a terminar y libros que no llegaría a leer o a escribir. Así, que pese a los costos humanos que implicaron, pienso que sí, que valieron la pena.