Un vicio me mantiene viva

Detalle ilustración. Ilustraciones: Paco Puente.

Cuando una persona se refiere a otra como “adicto”, suele hacerlo también en referencia a drogas ilegales, alcohol, juegos de azar o cosas por el estilo. Pero todos tenemos algo que se ha vuelto, con los años, indispensable, acaso una adicción.

Veinte años fumando tabaco, cuatro años jugando Fortnite, toda una vida tomando Coca-Cola, 56 horas a la semana dedicadas a Instagram, treinta horas a la semana viendo TikTok, haciendo scroll, tres años consumiendo cannabis, treinta años tomando bebidas de moderación todos los fines de semana, ocho años tomando somníferos, diez años cambiando compulsivamente de pareja, siempre siguiendo el mismo patrón sin comprender qué es lo que ha salido mal esta vez.

Adicción.

f. Enfermedad crónica y recurrente del cerebro que se caracteriza por una búsqueda patológica de la recompensa o alivio a través del uso de una sustancia u otras conductas. (Wikipedia)

f. Dependencia de sustancias o actividades nocivas para la salud o el equilibrio psíquico. (RAE)

2. f. Afición extrema a alguien o algo. (RAE)

Las definiciones son apenas palabras elementales que, aunque abarcan el todo, no comprenden en su totalidad la experiencia de una persona adicta (a lo que sea), o por dónde empiezan la adicción y su reconocimiento, en ese primer paso propuesto por los tantos programas de rehabilitación que existen: Admitir que tienes una adicción (aunque la palabra que usen sea “problema”). Es decir, enfrentarse a la idea de que aquello que te mantenía vivo, aparentemente a salvo y protegido del mundo y de los otros, en realidad se ha vuelto en tu contra.

¿No somos todos adictos a algo? ¿No es normal tener un algo o un alguien que nos produce afición extrema? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a admitir que ese algo o ese alguien nos ha sacado de nuestro centro, nos ha obligado a ser distintos, nos ha llevado a tomar caminos insospechados, nos ha alejado de la persona que éramos?

Cómo diferenciar entre un hábito y una adicción cuando tantas de las cosas con las que nos hemos enganchado son un patrimonio común: los tres litros de cola en la mesa, la cajetilla de cigarrillos compartida, la jaba después del fútbol, una botella de anisado (solo una), las maratones de Netflix, los niños colgados en sus videojuegos mientras los adultos se toman su jaba, la pornografía leve, dura, oscura; las pastillas de venta libre diluidas en algún trago fino o no tan fino.

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Clara escribe en su grupo de WhatsApp de amigas:

“Le volví a escribir, no lo pude evitar. Pero ahora me siento en paz. Hemos dicho lo que sentíamos. Esta vez es definitivo”.

Escribe este mensaje, o lo que quiere decir con este mensaje, cada tres meses. Se separó de su antigua pareja luego de una relación compleja en la que predominaban el chantaje emocional, los acuerdos que jamás se cumplen, las amenazas, el odio y sobre todo el amor. O al menos eso es lo que Clara cree. Hace unos cinco años le pasó algo similar, su pareja de ese tiempo la había sometido por completo: “Soy el único que te puede querer”, “Quién podría quererte, cuando tú misma no te quieres, solo yo”, “No eres nada sin mí”, “No lo lograrías sola”, “No sabes vivir sola”. Víctima de una relación cargada de maltratos, logró salir de ella con gran dificultad solo cuando su victimario encontró una nueva presa. Pocos años más tarde, repite. Ahora su pareja da la vuelta el discurso: “Me moriría sin ti”, “No puedes dejarme nunca”. Clara hace terapia, le duele todo, no logra seguir con su vida, se aleja de sus amigos, está absorta en esta relación, captada. Se siente enferma, no puede parar, se separa, regresa, admite, rechaza, regresa otra vez. Cuando le preguntamos si ha pensado que este “amor” es una adicción, duda. Está en una tregua, pero antes de darse cuenta, ha vuelto a ceder y se entrega otra vez a las amorosas amenazas, es un vicio que la mantiene viva. En un estado de permanente alerta y dolor, pero viva; porque cree que es el amor lo que la sostiene, y que el amor es más grande que todo lo demás, el amor permite resistir todo lo demás.

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JC tiene diez años, juega Fortnite (videojuego gratuito de Microsoft, de roles y estrategias de guerra), ha participado en todas las temporadas desde que se creó el juego, en 2017, tiene al menos sesenta skins (personajes), se viste como los personajes del juego, estructura estrategias todo el tiempo, incluso mientras no juega. Dedica alrededor de quince horas semanales, al menos una diaria y libremente durante los fines de semana, además de tiempos extra cuando Fortnite organiza eventos masivos o conciertos dentro de la misma aplicación. Sus padres se lo permiten porque están convencidos de que la prohibición haría más fuerte su deseo. Tiene también horas de tecnología en las que sigue a unos cinco youtubers entre españoles y gringos, a quienes ve mientras juegan y descifran esquemas y jugadas, y analizan los nuevos mapas, las nuevas armas, las nuevas skins y bailes que aparecen semanalmente. Los youtubers estimulan a los seguidores a estar presentes día y noche, a diario, porque hacen streaming y lives todo el tiempo. Uno de sus youtubers favoritos, un español de veinticuatro años llamado The Gref, se ha citado a jugar con un mexicano y transmiten el encuentro en vivo. En la pantalla del Smart TV de JC, se ve YouTube pero es como un mosaico de varios momentos simultáneos: aparece el jugador y sus reacciones; aparece su juego y cómo avanza en él y se ve también un chat que se llama twitch en el que los seguidores van reaccionando de manera inmediata y a toda velocidad.

JC dice que con cada kill (cada vez que mata a alguien) siente que su corazón va a estallar, no tiene palabras para expresarlo, es una mezcla de adrenalina y éxtasis; grita, salta en los sillones de la sala; nada que un jugador de fútbol que mete un gol no haya hecho antes, incluso dentro de casa: con la diferencia de que JC necesita un cuello ortopédico varias horas al día después de jugar. Les ha pedido a sus padres por Navidad una silla de gamer (mezcla entre asiento de avión de primera clase y asiento de auto de carreras) para solventar este problema, ellos dudan si vale la pena seguir alimentando esta “pasión”. No existe demasiada información sobre cómo afecta el juego en la mente de los niños, hay psicólogos que hablan de que no se debería jugar antes de los doce años. La abstinencia es cruel pero, en los momentos en los que no juega, puede mitigar esa ansiedad viendo videos de YouTube en los que otros juegan. Sus padres todavía no lo ven como un problema, a pesar de que han leído sobre el caso de una niña en Inglaterra a quien debieron ingresar en rehabilitación luego de encontrarle jugando escondida debajo de la cama y con la ropa mojada de orina porque no logró interrumpir el juego para ir al baño.

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Pedro fuma marihuana. Empezó a fumarla durante un viaje a Nueva York en el que pudo hacerlo de manera legal. Tiene cuarenta años y nunca la había probado antes; se le cruzó en la adolescencia, pero no le interesó a pesar de que su círculo sí estaba interesado en ella, entregado. Ahora tiene tres años consumiendo cannabis en diferentes presentaciones de acuerdo a la ocasión. Prefiere no fumar porque cuida sus pulmones, es deportista, trota, entrena a diario, entonces prefiere las gotas de THC (componente psicoactivo del cannabis). Después de experimentar una larga depresión, sintió que el consumo de cannabis era la primera cosa que funcionaba realmente de un modo terapéutico: ahora se siente feliz. La vida vuelve a tener un brillo inesperado, a pesar de que a veces se siente observado y sabe que la paranoia leve puede ser un efecto secundario en su consumo. También siente ansiedad y ha experimentado algunos ataques de pánico, pero para esas ocasiones tiene también gotas de CBD y de CBN (componentes medicinales del cannabis). Entonces varía su consumo entre THS en gotas para hacer ejercicio, a veces fuma en situaciones sociales, de vez en cuando compra chocolates de cannabis que son también discretos y de larga duración. Para dormir utiliza las gotas de CBN, para las horas de trabajo el CBD. No considera que el consumo sea un problema, no cree que su vida se ha alterado, es su medicina, le mantiene en paz y eso es lo que importa.

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Amelia hace dieta desde que tiene uso de razón. Empezó en la pubertad, cuando simplemente engordó. Su sobrepeso empeoró cuando murió su madre. El luto lo llevó comiendo, comiendo, comiendo. Intentó de todo, incluso un baipás gástrico, que fue la recomendación de su médico cuando las dietas y el ejercicio dejaron de funcionar. La cirugía le ayudó por un tiempo, se sintió más ligera, mejoró su ánimo y empezó a comer de manera más saludable. Tiene un grupo de amigos y familia que está siempre pendiente de su dieta. Es decir, organizan eventos en los que hay mucha comida, pero se aseguran que haya opciones dietéticas para ella: Coca-Cola sin azúcar, cosas endulzadas con estevia, varias ensaladas. Nadie nota que entre las opciones saludables Amelia solo enfoca lo demás. Confiesa que varias veces ha salido de su casa sin decir adónde va. Los dulces y las bebidas azucaradas son su mayor consuelo. Pasa primero por un Dunkin Donuts y compra quince dólares en donas; pasa por Baskin Robbins y compra helado con varios toppings y en una tienda la botella de litro y medio de Coca-Cola tradicional. Se estaciona a un par de cuadras de su casa cerca de un parque, sumerge las donas en el helado, se termina todo. Se lava el sabor del dulce con la gaseosa. Desaparece las evidencias y regresa a su casa a dormir. Extrañamente el azúcar en su cuerpo actúa como tranquilizante. Duerme culpable un sueño azucarado.

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En su libro de autoayuda Despegarse sin anestesia, Walter Riso se refiere a las adicciones como apegos; estos que nos someten, que debilitan nuestra voluntad y nuestra fe, que se vuelven imprescindibles y que nos limitan de tener una vida plena, una conciencia libre, que nos esclavizan a pesar de nosotros mismos y se disfrazan de bienestar. Entre ellos enumera el apego al dinero, a Internet, a las apariencias, a la aprobación social, al pasado, entre otros; y propone 38 recursos para el desapego. Algunos tan sencillos como mantras que en medio de la enfermedad del apego una persona debería revisitar para conocer su situación actual: “No estar donde no te quieren o te tratan mal”, “Tener sin poseer”, “Quitarle poder a las necesidades irracionales”, “Dejarlo ir”.

¿Cómo asegurar la supervivencia en un tiempo claustrofóbico y sin contacto humano, en un mundo que ha perdido la fe, sin agarrarse a cualquier rama de un árbol, si dejar que te lleve la corriente? ¿Cuál es el vacío que cada persona llena con su adicción?

La adicción puede aparentar ser una pasión, una medicina, un calmante, una luz, algo que es difícil separar de la vida cotidiana o, como se decía antes, normal. Cuánto daño causa una pasión/adicción en el organismo, en la mente, en el espíritu. ¿Podría ser yo sin ella, podría volver a sentarme con otros a tener una conversación sobre un tema diferente, podría disfrutar de la comida, de la cama, de la compañía de otros humanos sin estar atravesada por el vicio, por el juego, por el amor, por los apegos que me hacen humana muy a mi pesar?

Todas estas preguntas al azar no se resuelven con una respuesta mágica y única, sino más bien con una declaración de humildad: “No tengo control sobre ti. Tú tienes el control sobre mí. ¿Estaré dispuesta a soltarte y dejarte ir?”.

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