Por Huilo Ruales
Así como he carecido de padre he sido pródigo en tías y abuelas y en la cresta una bisabuela de colección. La vieja me odiaba con el concho de vida que tenía y yo con mi vida entera más bien le tenía miedo. Al principio, cuando las cosas me parecían hechas para gigantes y mi mundo se circunscribía a la casona y yo aun era analfabeto, no podía resistir la tentación del mal. Un vicio parecía la bisabuela. Una fascinación del vértigo, como el niño que temblando mete el brazo en la jaula donde resopla una fiera. Tiritando las rodillas, el paladar seco y el corazón pateándome entre pecho y espalda, empujaba la puerta de su cepo penumbroso. Con el maullido de la puerta se incorporaba o, mejor dicho, revivía. ¿Quién eres?, preguntaba, o, ¿qué quieres?, o las dos cosas, y yo, daba media vuelta y salía con los pelos de punta. Una noche que la casona estaba de fiesta, como si no fuera yo quien lo decidiera, empujé su puerta y la encontré con los ojos abiertos como esperándome. Una de sus zarpas hizo en el aire un lento garabato que tenía más de esvástica que de bendición y entonces me clavó en los ojos y en la boca su mirada vidriosa, casi babosa. ¿Por qué me miras así, bisabuela?, tuve el valor de preguntarle. Para comerte mejor, me contestó con una voz que más bien era un silbo en el pecho. Yo sentí lagartijas subiendo y bajando apuradas y frías por mi espalda, pero no pude huir porque mis pies estaban como hundidos en el ladrillo. No me gusta que me mires así bisabuela, le dije, haciendo pucheros. Y ella con la boca abierta y oscura como una cueva, soltó un gemido que era su risa. No me gusta que te rías sin dientes, le dije, metiendo mi mano en el vaso donde estaba su dentadura. Entonces, sus zarpas me pellizcaron el brazo y después la mejilla hasta hacerme llorar, mientras me decía: mocoso tonto, no metas tus dedos sucios en el vaso, vas a ver que mi dentadura te come los ojos.
Había veces que la encontraba con algo de vida que invertía en preguntarme sobre la familia, como si todos se hubiesen muerto o se hallasen en otro continente. Como si, pese a su memoria ya chamuscada, los recordase. Otras veces, la bisabuela estaba poseída por el demonio que incluso olía a azufre. Literalmente me fascinaba hasta el pavor oír sus frases espeluznantes o las historias cortísimas que se inyectaban en mi cabeza y yo pasaba la noche en vela o sacudido de pesadillas que me hacían orinar en la cama. Con que quieres matarme, ¿eh?, me preguntó una vez, con los ojos cerrados, dándome la espalda. Por qué dices eso, le dije espantado. Mocoso farsante como tu padre, por qué entonces empuñas un cuchillo. No, no tengo nada, mira, le dije, aunque yo sentía una cosa rara, como si tuviera un cuchillo pese a mis manos vacías. Nadie puede matarme. ¿Sabes por qué? Porque ya estoy muerta. ¿Quieres palparme?, dijo, y estiró su brazo que era hueso y ajado pellejo, y que terminaba en una zarpa verdosa con un montón de uñas. No me gusta que me topes, le contesté, esquivándole. Te gusta que te coma, por eso vienes a visitarme, demonio, me dijo y soltó su risa de ultratumba antes de quedarse dormida. Entonces, yo salí caminando de retro, por si acaso, y jurando no volver más a visitarla, a sabiendas de que ese tipo de cosas jamás las decide uno solo.