Por Daniela Merino Traversari.
Fotografía: Christoph Hirtz.
Edición 448 – septiembre 2019.
Hace unos días tuve la suerte de ingresar a la reserva del Museo Casa del Alabado, gracias a su curadora e investigadora Patricia Ordóñez. Me sentí privilegiada, fue como entrar en un espacio secreto. Desafortunadamente, por falta de espacio no se pueden exhibir todas las piezas en el museo, pero ahora cincuenta de ellas se muestran en la exhibición temporal Animales y el mundo precolombino, que estará abierta hasta el 13 de octubre.
Al visitarla le pedí a Patricia que me mostrara las piezas “estrella” que irían en la exhibición, y me respondió “no hay solo una, hay varias”. Evidentemente, cada pieza es exquisita, una más bella e interesante que otra. Es que “parte del propósito de la exhibición es causar una reacción emocional en los espectadores”, me dice la curadora, así como lo hizo conmigo. La primera que me mostró fue un plato de cerámica en forma de murciélago (¿o quizá es un murciélago en forma de plato?) de hace 2 500 años, de la cultura Chorrera. Sus alas, extendidas hacia abajo, brotan desde una pequeña cabeza con dos patitas, a la vez que forman la cavidad de la vasija. Es una pieza que fácilmente podría estar entre las obras del piso de diseño del MoMA, pues hay en ella una noción muy fina de lo contemporáneo; lo que me permite acercarme a lo precolombino desde otra mirada.
Esa tarde pude ver otras piezas muy llamativas: un mono de mármol verde, de la cultura Valdivia (que bien podría confundirse con una escultura renacentista por su diseño voluptuoso y la alta tecnología para tratar el material) hasta un sello perfectamente esculpido en la forma de un caimán con un pájaro sobre su cabeza.
La exhibición se torna una experiencia interdisciplinaria, en donde la arqueología, la biología y el arte se manifiestan al unísono, casi inseparables, para establecer un discurso que rompe con los estereotipos de lo precolombino y se une al diálogo de la conservación ambiental, generando conciencia en torno a la diversidad y la fragilidad de nuestros ecosistemas.



Nuevos agentes de colaboración
La exhibición está curada de manera exquisita. Las piezas escogidas se ajustan a un concepto muy claro y concreto. En menos de una hora el espectador sale con una noción contundente de cuál era la relación entre las culturas precolombinas, los animales de su entorno y su ecosistema, sin necesidad de tener conocimientos previos o profundos sobre el tema. Es una exhibición muy lúdica, donde las relaciones entre pasado y presente son sutiles y, al mismo tiempo, muy marcadas, pero de gran utilidad.
En cada sala encontramos, alineándose siempre a una museografía sencilla pero elegante, las piezas precolombinas clasificadas por especie; a un lado de las vitrinas donde estas se exhiben, unas pocas fotografías a color, vistas a través de una lupa sobre una caja de luz, nos muestran las mismas especies en el presente. Las cajas de luz son como pequeñas máquinas del tiempo que nos traen el pasado al presente, recordándonos que no somos ajenos a estas figuras de cerámica (en su mayoría) y, menos aún, a estos animales que siguen existiendo en nuestro entorno. Me sobrecogió mirar a través de la lupa al ciempiés blanco y a la tarántula morada, al mono capuchino y a un bello venado que suponía que solo existía en lugares muy fríos del planeta. Y me sorprendí al descubrir que existe un perro sin pelo, casi en extinción en la península de Santa Elena, una especie que creí estaba relacionada únicamente con los aztecas. Este animal sigue vivo en nuestros días, en nuestro país, algo desconocido para muchos de nosotros. Esta información poco usual sacude y, como lo dije, es intencional.
Patricia Ordóñez tuvo desde hace algún tiempo el deseo de generar un exposición como esta, junto con el profesor de Biología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), Rafael Cárdenas. Un proyecto donde se abra un diálogo sobre animales del presente al pasado y viceversa. Para este objetivo también se ha contado con la colaboración de la World Wild Fund (WWF), estudiantes de Biología de la PUCE y el zoológico de Guayllabamba. Todas estas instituciones, trabajando juntas en la muestra, nos enseñan que las “cosas no están aisladas”, como dice Patricia, y que en conjunto se puede crear un mensaje que apele de manera más contundente a la conservación de nuestro ecosistema y que a su vez alcance a nuevos espectadores.



El día y la noche
Los criterios para curar la exhibición fueron pocos y concretos. Primero debía haber diversidad entre las especies escogidas. Por esta razón se muestran doce grupos de animales, que se clasifican en dos salas diferentes. La sala del Día nos muestra seis especies: monos, cánidos, cérvidos, aves, peces y moluscos; la sala de la Noche: jaguares, murciélagos, serpientes, ranas, sapos, caimanes y búhos. La mayoría de los animales escogidos son reconocibles, algo también intencional. Sin embargo, por ahí hay una que otra pieza que nos deja perplejos por ciertas características peculiares que manifiesta, sin que podamos identificar a qué especie pertenece. Por ejemplo, en la sala del Día me impactó encontrarme con un animal mezcla entre pez, pingüino y delfín, con dientes afilados y dos aletas. Los colaboradores de la PUCE no pudieron identificarlo, pero esta pieza se escogió para demostrar el poder creativo de nuestras culturas ancestrales. Si bien la mayoría de lo que vemos en la muestra tiene un valor utilitario y funcional, una pieza así nos muestra la necesidad artística de romper con los parámetros reales.
Otro criterio de selección era que el animal formara parte de una producción continua y permanente de figuras y elementos utilitarios. Se eligieron piezas donde el animal se ve representado de formas diferentes en vasos, vasijas, platos, botellas, sellos, etc. Esto crea una continuidad en el tiempo, mostrándonos la relación tan cercana de los animales con las comunidades. Los monos, por ejemplo, de los que hoy existen alrededor de veintiún especies en el Ecuador, han sido encontrados con frecuencia en sitios arqueológicos, porque quizá fueron parte de la dieta de nuestros ancestros o fueron sus mascotas. Hay dos especies fácilmente identificables: los monos aulladores (bocas largas y abiertas) y los capuchinos (de colas largas), que están pintados en vasijas, platos, como sellos, morteros y tallados en una variedad de objetos sonoros.
El último criterio para seleccionar la muestra fue el de escoger animales en riesgo. Es el punto que da el giro ambiental a la exhibición, con cédulas que nos muestran datos impactantes proporcionados por la WWF, y donde se evidencia, dentro del espacio artístico, la importancia de proteger nuestro entorno biodiverso.
Se trata de una muestra sólida, que proyecta fuerza estética y contundencia en sus contenidos. Nos propone una nueva forma de mirar nuestro pasado, para así conducirnos de vuelta a nuestro presente.


