Un universo que odia a los niños (o no los desea)

Por Paulina Simon Torres.

Ilustraciones: Paco Puente.

Edición 459 – agosto 2020.

Luego de lo que ha parecido una eternidad, el mundo empieza a moverse. Con covid o sin ella en las calles de Quito vuelve a verse gente, hay movilidad para casi todo el sector productivo y se han retomado muchas actividades comerciales entre protocolos de bioseguridad, mucho desinfectante y un afán desesperado por reactivar la economía. El sector educativo, sin embargo, sigue en su modalidad en línea. Mientras el régimen Sierra está a pocos días de ¿terminar? el año lectivo, el régimen Costa continúa en su modalidad en línea que inició en mayo.

Este es el panorama no solo en el Ecuador, sino también en muchos países del mundo. Un panorama de niños y adolescentes que han pasado más de tres meses encerrados en sus casas, negados a salir. Incluso cuando se ha reactivado la movilidad, los niños siguen sin ser bienvenidos en las calles, los parques, restaurantes o incluso dentro de los autos (hay casos de personas multadas por transportar menores sin mascarilla).

La razón sería que los niños, según lo visto en el comportamiento del virus, suelen ser una población de menor riesgo, pero son los portadores asintomáticos por excelencia, por lo tanto: entes contagiosos a quienes es mucho más difícil controlar.

Mientras ningún estudio sobre el coronavirus es concluyente, hay otras cifras y otras historias que rodean a la infancia en este tiempo, y que son mucho más preocupantes que el mismo virus. Se podría decir que la enfermedad ha revelado su propósito y en el Ecuador eso implica que hayan salido a la luz, de manera cegadora, los escenarios de desigualdad, pobreza y abuso a los que viven sometidas las infancias.

*

Si vivíamos ya en la era de la hiperconectividad, con el confinamiento nuestras pantallas están encendidas 24/7. El virus nos mantiene conectados minuto a minuto: desde la noticia más trágica y cruda, hasta los conciertos en vivo, las clases, las reuniones sociales, la última moda en mascarillas, masas madres y técnicas de orden y aseo japonés. Desde lo más trivial hasta lo más serio, tenemos los ojos y los cerebros atados en vivo y en directo al gran todo, sin poder diferenciar una cosa de otra. Contemplamos los escenarios de corrupción a la luz del día, con datos, cifras, nombres, proveedores. Podemos presenciar sentados desde nuestras casas el asesinato de George Floyd y sus consecuencias. Nos enteramos y vemos el desalojo de cientos de familias de migrantes; mientras a la vez vemos cómo mueren de hambre los animales en los zoológicos y cómo un cohete trepa hacia el espacio. El ser humano y todas sus capacidades al descubierto, la capacidad de robar, de destruir, de matar; así cómo de ser solidario, espiritual, resiliente (al menos en redes). Aquello que navega en las aguas profundas y sórdidas de Internet sale cada vez más seguido a tomar aire a la superficie. Lo más trágico de este tiempo es la nueva banalidad.

La hiperconectividad y la forma en la que fluye la información nos inunda de sucesos dramáticos que muchas veces preferimos ignorar, para sobrellevar nuestros propios problemas domésticos. Pero incluso lo doméstico está inundado de información, aunque no quieras saber siempre habrá alguien que te envíe la crónica roja al día: por WhatsApp, Messenger y otra media docena de redes. ¿Cuánta verdad existe en el dicho “La ignorancia es una bendición”?

Cuando el semáforo cambió a amarillo, etapa de mayor movilidad en varias ciudades del país, empecé a recabar información de otras familias con niños que habían experimentado este primer tiempo de supuesta apertura, el malestar de ir a parques y ser devueltos a sus casas por patrulleros, o recibir una multa de doscientos dólares porque el hijo iba en el asiento de atrás sin mascarilla (según reportes de ciertos pediatras los niños menores de cuatro años no deberían usar mascarilla porque corren el riesgo de asfixiarse). Todo es relativo, absurdo y lógico a la vez. Cualquiera que tiene niños de menos de diez años sabe que la higiene en esta edad tiene sus altibajos. Tal como en los memes, es real que los niños lamen los pasamanos del bus; es real que los niños pueden poner su boca en el vidrio de una vitrina, es real que se meten las manos a la boca y todo aquello que encuentran en su camino como una probadita de confianza para saber si es material para llevarse a casa para sus experimentos o no. Entiendo entonces que mis hijos, posibles portadores del virus, sean personas peligrosas para la sociedad. Personas a las que les pones gel antibacterial para que se revuelquen en la tierra, se frieguen los ojos, se abracen con otros, te besen con babas. Si en sus manos, literalmente, estuviera el desatar la verdadera furia de la epidemia, otra sería mi vida, y también la tuya.

Mis hijos, dos varones de nueve y seis años, viven en un departamento. No tenemos patio o balcón. Pasan sus días, más de cien hasta el cierre de esta edición, entre la sala, el cuarto, la cocina. Dedican la mayor parte del tiempo a jugar. Juegan fútbol, básquet y usan la patineta; todo esto en la sala. Hacen un esfuerzo, que yo siento sobrehumano, para seguir mínimamente las actividades escolares. No los obligamos. No podemos. Mi esposo y yo teletrabajamos más de treinta horas semanales, cada uno. La casa es un campo de batalla de legos, pinturas, marcadores, tareas a medio hacer. Durante la mayor parte de estos primeros noventa-y-todos-los-días no salimos nunca, salvo hasta hace poco, cuando empezamos a incursionar en pequeños paseos por el barrio. Juego de fútbol en la cuchara al final de la calle, bicicleta en el garaje. Han perdido mucho de su físico, resistencia y masa muscular. Caminamos unos pocos metros y se cansan (francamente, la que más se cansa soy yo). Mientras al inicio rogaban por salir, ahora debemos sacarlos a empujones de la casa a estos pequeños paseos. No quieren caminar ni hacer nada, están hartos de ver las caras a dos adultos insensibles que juegan mal y pretenden que ellos entiendan el funcionamiento del mundo, que se porten bien, que no hagan bulla mientras los padres trabajan en línea, que no peleen, que no lloren, que busquen cómo entretenerse, que no abusen de las pantallas.

El pediatra español Carlos González, un referente de crianza contemporánea, ha aparecido en varios medios defendiendo que los niños salgan y se vean con sus contemporáneos al menos unas horas al día. Sin embargo, también ha dejado muy en claro que los niños que están viviendo la pandemia sobrevivirán sin traumas; que esta no es una guerra y que no dejará marcas profundas en sus vidas de las que no puedan recuperarse. Posiblemente las marcas las llevaremos los padres, que sostenemos este mundo de trivialidades, pero ellos estarán bien.

Mis hijos van a estar bien. Estamos buscando una casa fuera de la ciudad para que se recuperen. Es posible que pierdan el año, este o el próximo. No lo sé. Pero estoy segura de que no será relevante a la edad que tienen. Y soy consciente de que no queremos ser parte de un sistema de educación que, encabezado por el ministerio, está empecinado en salvar las estructuras caducas o hipermodernas de educación (da igual si el palo es presencial o vía Zoom) únicamente para sostener la economía, no para sostener a las familias y menos aún a las criaturas.

Mis hijos van a estar bien. Tienen dos padres que se harán responsables de que sobrevivan sanos y tengan algunas nuevas herramientas para su vida, distintas a las que tuvimos nosotros a su edad. Mis hijos están tomando medicación natural para la ansiedad y la depresión; porque hay días que no pueden dormir, porque hay días que lloran hasta quedarse acostados en el suelo de tanta frustración. Pero esto es temporal en sus vidas. Están sanos y todos los días se siguen levantando con vida, salud y sonrisas. Sus pequeños cuerpos, que amo, volverán a tener fuerza para correr varios kilómetros al día y ser felices. Lo sé.

Pero esto no se trata de mis hijos, población minoritaria del Ecuador y del mundo, que tienen a sus padres como cuidadores y defensores, que tienen un techo, tres comidas diarias, que tienen educación y una computadora. Está bien que nos nieguen el parque, está bien que nos nieguen las calles de la ciudad, porque la calle es solo para quienes producen y son un engranaje funcional en la cadena de consumo. Está bien que nos mezquinen información sobre su salud frente a la covid-19 y las implicaciones reales del virus en su bienestar. Está bien que nos obliguen a pagar pensiones y sostener el sistema. Estaremos bien.

*

Pero que alguien nos diga qué va a pasar con los otros niños y niñas, los que son la mayoría en el Ecuador y en el mundo. Esos niños que son ahora la estadística cruel, que están detrás del tupido y macabro velo que ha corrido la pandemia. La enfermedad revela su propósito.

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Vamos por partes.

Empezando por la tan cacareada educación y la situación de la transmisión de la información en línea. En el Ecuador, 45 %, o sea menos de la mitad de los hogares, tienen acceso a Internet y en las zonas rurales dos de cada diez hogares; apenas el 11 % de la población cuenta con una computadora en su casa (datos del INEC, 2019). Sobresalen las historias románticas en los medios de comunicación sobre una maestra en la zona rural que recorre en bicicleta (ahora, gracias a donaciones de la empresa privada, porque el Gobierno solo le dio una placa, en moto y con iPads), cientos de kilómetros diarios con mascarilla y cargada con un pizarrón para enseñar a “sus niños”, aunque no le hayan pagado su sueldo hace tres meses. Sobresalen los maestros que acuden a las radios locales para dictar clases por ese medio y alguno que otro programa educativo por televisión. Sin embargo, esas historias, además de ser pocas, no cubren ni mínimamente el panorama de los niños que no solo no tienen computadora o teléfono para estudiar en línea, sino que viven en cuartos de cuarenta metros cuadrados con toda su familia y que en muchos casos deben salir a trabajar para conseguir alimento para ellos y los hermanos menores. La calle y los parques están negados para niños como mis hijos, pero albergan a niños que hacen malabares con limones usando una sucia mascarilla de papel.

Será desde ya una generación con una desigualdad tan grande en cuanto a su acceso a la educación, que seguirá ahondándose esa brecha social, cada vez más imposible de saldar.

La segunda parte tiene que ver con la desnutrición. Según datos recabados por Primicias.ec, encuestas indican que en las áreas rurales del Ecuador 190 mil niños sufren de desnutrición. Muchos de ellos iban a la escuela, además de para tener una educación, para recibir el desayuno escolar: leche, cereales, jugos y panes. Esta no es una realidad solo ecuatoriana, sino de una buena parte del mundo. Según el Programa Mundial de Alimentos, América Latina tiene ochenta millones de niños afectados que no han recibido en este tiempo las comidas que tenían en sus escuelas.

Finalmente, vamos al último tema que involucra a la niñez. El más siniestro de todos. Una noticia de la agencia EFE del 11 de junio, replicada por Vistazo y diario Expreso, habla de unos doscientos menores desaparecidos en el Ecuador durante el tiempo de cuarentena. De ellos, 70 % son mujeres (es decir, niñas). Se habla de desapariciones “voluntarias”, menores que posiblemente sufren en sus hogares violencia física o sexual y optan por huir. Pero en estas cifras también se contemplan las desapariciones forzosas que incluyen escenarios de terror de niños robados y vendidos, niñas secuestradas que han aparecido violadas y desmembradas a pocos kilómetros de sus hogares. Todos los medios del Ecuador reproducen estas noticias sin mayor análisis, se quedan en el titular, en la foto, en el tuit, en las cifras. Aquí una más: según datos oficiales se han contabilizado once suicidios de adolescentes; además, cada dos días, un menor es víctima de abuso sexual. Y la cifra final: cada semana cuarenta niñas de entre diez y catorce años dan a luz en el Ecuador.

¿Cuánta verdad existe en el dicho “La ignorancia es una bendición”?

He necesitado buscar una a una estas noticias para poder armar un breve y terrible panorama de las infancias en el contexto que vivimos. Estos datos se ofrecen fríos, vacíos de emoción y aislados unos de otros; cuando lo importante es leerlos enlazados para comprender que no solo vivimos una crisis, sino que para sobrevivirla hemos sacrificado como sociedad a los más vulnerables. Al sacrificar la educación, la alimentación, la seguridad de un niño y una niña, sacrificamos nuestro futuro.

No podemos ser bendecidos por la ignorancia. Necesitamos saber, necesitamos empezar a actuar como sociedad civil, porque ha quedado claro que el Estado no tiene cabeza para estas cosas y no podemos ignorar las amenazas que surgen dentro del espacio doméstico, en las calles y en las pantallas.

Mis hijos van a estar bien. Pero quisiera que sus pares y mis pares también lo estén al final de este episodio de terror.

Lanzo este mensaje como una nota de auxilio, como una bengala que espero nos encuentre a todos en capacidad de (re)accionar. O nos haga reaccionar a la fuerza.

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