Un resto inaccesible al consuelo

Por Daniela Alcívar Bellolio

Edición 459 – agosto 2020.
Ilustraciones: Shutterstock

No hay palabras que puedan presentar con justicia este texto, pero lo intentamos: si hay algo de lo que no podemos escapar, es el amor; si hay algo que no nos deja escapar, es el amor. Si hay algo que no podemos abandonar, ese algo también es el amor.

¿De qué habla esa música que habla de moverse,
amar todos los cuerpos y bailar en los tejados
pegarle fuego al mundo y hacer otro
más justo y luminoso? ¿A quién espera
quien confía en encontrarse con alguien, un día feliz,
y nunca separarse? No a mí,
no a mi hijo y a mí. Cuanto más
hermosa la fábula menos sitio
nos queda a nosotros en ella. Si a veces cantamos
pues nos sabemos la letra al oírla por la radio
es la vida de otros
la que cantamos
José Daniel Flores, Los lagos de Norteamérica.

Hay un arco temporal que vuelve y afecta, puntual, cada año, y casi sin pasar por el pensamiento, a mi cuerpo. Un buen día, como si fueran las señales en principio inocuas del invierno en pleno verano, que recuerdan así, sin más, por la mera aparición de signos materiales (una lluvia súbita, una mañana nublada, la leve instalación del frío), en mi ánimo se manifiesta un desgaste, como si algo lo hubiera estado royendo con paciencia durante meses y meses y de repente, dándose paso a través de capas y capas de vida, mostrara —ese algo que no sé nombrar— su rostro en la superficie.

Quiero decir que, al menos tal como me lo figuro yo, este arco temporal que va del Día de la Madre hasta el Día del Padre (y pasando por el punto neural, el día 17 de junio) permite la manifestación sensible en mi cuerpo de un dolor que mantengo a raya lo mejor que puedo todo el año. Un dolor físico, psíquico también pero sobre todo material, concentrado en la panza, pero expansivo, incisivo. Es difícil de explicar: un dolor ubicuo que, sin embargo, sabe aparecer en todos esos lugares que habita —mi cuerpo entero— con el ensañamiento del golpe seco, del corte, del vaciamiento forzado.

Me cae la certeza, como digo, en la época del Día de la Madre. Es una mezcla de miedo, de fastidio, de tristeza, de enojo, y ocurre como cuando lanzas una piedrita en línea recta del aire al agua: una onda circular, expansiva, que mientras más se aleja del centro más débil se hace. Solo que al revés: la aprehensión que vuelve a mi cuerpo, ese súbito aunque paulatino deterioro del humor, empieza por el círculo más exterior, el más débil, y se manifiesta de modo fugaz, apenas una señal difusa, algo —debo insistir en la imprecisión para ser lo más precisa posible— que cambia en mi mirada sobre el mundo, quizá por un segundo, un día cualquiera, casi sin que me dé cuenta. Pero me doy cuenta, también poco a poco, y sé que ese malestar irá acentuándose, irá aproximándose al centro, irá haciendo su tránsito de la aparición circunstancial y casi imperceptible a la omnipresencia estridente y sin punto de fuga.

El Día de la Madre vendría a ser, entonces, el borde exterior más visible de este proceso persistente, ritual. De poco valen, al fin y al cabo, todas las consideraciones de orden intelectual o político que pueda formular para ponerme a salvo: que es una fecha para vender, que es un día en que lo más sospechoso son precisamente los elogios proliferantes a las madres, de repente todas santas, de repente todas buenas, que es una celebración que perpetúa estereotipos, que se trata de un invento tan comercial como moral. Etcétera. Después de pasar por todas esas certezas —el hecho de que no me pueda convencer a mí misma de ellas no les quita su innegable peso de verdad— no me queda otra que rendirme a la evidencia: lo que más quisiera es poder celebrar el Día de la Madre. Ser hipócrita, aceptar regalos, felicitaciones, abrazos, en lugar de encontrarme, incómoda, avergonzada y cabreada hasta el infinito, en este no lugar que es ser madre de un niño que ha muerto. Lo que quisiera es habitar esas escenas idílicas (desayuno a la cama entregado por un niño al que no he podido dejar de imaginar crecer) y lo que tengo es un silencio compartido, incluso cierta incomodidad que genera el dolor ajeno cuando persiste más allá de lo esperado. Lo que tengo es un domingo en que daría todo por desaparecer completamente. La pregunta la formuló Thom Yorke sin signos de interrogación (el signo daría un énfasis, es decir, la espera de una respuesta, y la canción lo que expresa es más bien un deseo cruzado de desánimo, una constatación que es una pregunta que es al mismo tiempo una respuesta): How to desappear completely.

Más allá de los aspectos misteriosos del duelo, y especialmente del duelo por un hijo, aspectos irrepresentables e inexplicables como, justamente, el modo en que el ciclo ritual instaura por sí solo, en el cuerpo, en las cercanías del arco temporal que marca la experiencia capital de mi vida, un malestar creciente y apabullante; más allá de eso, digo (escribí una novela para tratar de decirlo, escribí ensayos, artículos, fragmentos que permanecen inéditos, un diario de duelo, escribí tanto tratando de entender lo incomprensible), más allá, el Día de la Madre con toda su cursilería y sus picos de abyección, lo que hace evidente es que quienes hemos tenido que enterrar a nuestros hijos habitemos un espacio marcado por el silencio y la indistinción. Un no lugar, repito. Un lugar que no tiene nombre y del que, finalmente (y con cuánta razón), todos terminan por huir. Todos, menos aquellos que fuimos arrojados ahí por el azar y la indiferente crueldad que caracteriza a veces a la vida. Para nosotros esa huida es imposible.

La retórica predominante de lo materno, como manifestación moral que es, e incluso en discursos más irónicos o más críticos, orbita alrededor de la santificación. Son discursos (auto) complacientes y a mí me ponen en el lugar del enojo por exclusión. No ignoro el caudal de resentimiento que presiona estas palabras: desde “la hermosa locura” de criar niños hasta la extenuación por el trabajo que implica tenerlos, todo ese abanico de experiencias que tiene como elemento común la figura de la madre-heroína, las retóricas a la moda de lo materno, para mí, que me permito todo egoísmo para ayudarme a sobrevivir, tienen el poder de destruirme. Nada es, pero nada, el cansancio de tener hijos comparado con el de no tenerlos después de haber gestado. No me importa que mis palabras sean de imposible comprobación: duelar a un hijo cansa, agota, se siente como una carrera de larga distancia que se percibe —intuición pavorosa— terminará solo cuando el cuerpo deje de sentir del todo.

Una carrera de larga distancia y a la vez de extrema resistencia: algo así como subir corriendo a la velocidad máxima que el cuerpo tolere sin colapsar una montaña cuya cumbre no deja de desplazarse. Elijo esta metáfora y no es casual: el cansancio de duelar a un hijo es físico. Físico y paradójico: se manifiesta sensorialmente en el lugar que quedó vacío, el vientre. Lo más difícil de todo esto es convivir con las secuelas del cuerpo: en mi caso, un zumbido por momentos enloquecedor, en todo caso constante e inclemente, en el oído izquierdo cuyo origen ningún médico ha podido encontrar, la cicatriz de la cesárea que reaparece, puntual, cada vez que me desnudo para entrar en la ducha y me observo en el gran espejo de mi baño, la cicatriz pequeña que muestra el lugar de mi cuerpo por el que salió mi pequeño hijo, el peso exacto que aún creo recordar en mis brazos de la única vez que cargué a mi niño cuando me lo trajeron para que me despidiera, el reflejo involuntario en mi útero cuando siento miedo o angustia o tristeza, como si se contrajera lanzando un dolor súbito, más o menos intenso, que me recuerda que ahí se deposita, desde hace tres años, mi forma de asimilar el mundo.

No me importa que mis palabras sean de imposible comprobación: duelar a un hijo cansa, agota, se siente como una carrera de larga distancia que se percibe —intuición pavorosa— terminará solo cuando el cuerpo deje de sentir del todo.

Es un lugar común que no existe una palabra que designe a los padres que han perdido a sus hijos. Sin embargo, ese lugar común aún guarda aristas de significación que, estoy segura, la sociedad no explora por un miedo fundamental, una especie de asco por lo que teme que la hace alejarse lo más posible, como de un apestado, para no contagiarse. Existe una retórica para las mujeres que han decidido no ser madres y otra, mucho más dulcificada, para aquellas que han decidido serlo. Pero sobre la posición extrañísima de quienes somos madres de niños que han muerto las palabras se agotan, quedan cortas y, por eso mismo, por lo indescriptible de nuestra situación, escasean los espacios de contención, los mecanismos comunitarios de sostenimiento, las posibilidades de acompañar.

Las madres y los padres sin hijos somos un pueblo heterogéneo, disperso, cuidadores de un amor al que nos aferramos pero que es incomprensible para quien no pasó por la experiencia. Somos cansones, supongo, o vuelvo a la primera persona, para no tomarme otras voces: soy cansona. Lo sé porque no puedo pasar de esto, no puedo pensar, ni quiero tampoco, como más de una vez algunas personas me han dicho, en el colmo de la insensibilidad y sin que haya mediado ningún pedido de consejo por mi parte, que ya tendré otro hijo, como si se tratara de una planta marchita que reemplazas por otra. Lo veo incluso en las personas más cercanas —con invaluables excepciones—, y cómo culparlas: un cansancio, incluso un aburrimiento. ¿Qué más puedo decir que no haya dicho, escrito, pensando mil millones de veces? Y sin embargo, ¿cómo vivir sin hablar de mi hijo, sin abrazarme a su recuerdo que el resto del mundo va dejando inevitablemente atrás? Yo lo tuve adentro, yo lo gesté y lo sentí crecer y moverse, seguí cada aspecto de su desarrollo con un amor inédito y con una alegría total. El mundo se olvida de los niños muertos para tolerar mejor el absurdo y el sinsentido, pero los cuerpos que los llevaron adentro, ¿cómo podrían olvidarlos? Atesoro la ausencia de mi hijo contra todos los sentidos comunes que hablan de seguir adelante, como si eso significara algo más que estar a la altura del amor y el dolor más apabullantes que existen.

Pero todo eso pesa. Quisiera distanciarme de cualquier lenguaje heroico. No me gusta el dolor. No me gusta sufrir. Soy una persona naturalmente inclinada hacia la vida, y prefiero mil veces estar feliz y eufórica y no triste. Mi dolor no es una elección, aunque lo defiendo, defiendo sus tiempos y sus modos de desplegarse y replegarse, no permito que se vuelva una adicción, sino que lo devuelvo siempre al acontecimiento amoroso y vital que es su condición de posibilidad: la vida de Benjamín. Y procuro estar a la altura de su acontecer según una ética que me ha hecho aprender qué es lo que puede mi cuerpo. Lo que quiero preguntarme es, a la vista de cuán solas y solos estamos las madres y los padres sin hijos, cómo construir una lengua común que nos permita acompañarnos, que nos ayude a sostenernos, que nos coloque en un lugar mejor que el de la exclusión radical. Que de este no estar en ningún lugar, que se pone de manifiesto con todo ensañamiento cuando las fechas incitan al edulcoramiento a llegar a sus picos de estridencia, pueda surgir algo así como una comunidad que logre sostenerse.

No sé si es posible. Es probable que una disposición más generosa de la sociedad aliviane en algo el inmenso peso que llevan consigo los padres de niños que han muerto. Quizá una sociedad que tenga un sentido más claro de lo que implica el cuidado de los otros sea capaz de excluir menos, pensar más en las circunstancias que viven los otros, ser más discretos en su valoración de lo que es inimaginable si no se lo ha vivido. Lo inaudito del afecto que nos atraviesa complica las posibilidades de hablar y compartir.

Para mí el vínculo fundamental es la amistad. Ahí descanso y tomo fuerzas. Mis amigas me han salvado numerosas veces la vida. Quizá podríamos portarnos un poco más como amigos, aunque no lo seamos, cuidar las palabras como lo hacemos cuando estamos ante un amigo que sufre y buscamos la distancia justa para acompañarlo sin violentarlo. Nada puede borrar un dolor fundamental, eso lo sabemos, pero cómo respondemos ante alguien que padece sí que puede hacer una diferencia decisiva en el modo en que ese padecimiento se transita, para bien o para mal. Ver a los otros, aunque sus circunstancias nos espanten e incomoden, aunque en el sufrimiento por momentos intolerable emerja un espejo en el que no quisiéramos mirarnos, tal vez, más allá de moralinas, lugares comunes, correcciones políticas y estridencias sentimentales, podría hacernos una comunidad mejor, más amable y hospitalaria. Menos indiferente al dolor de los demás. Aunque sea inevitable, finalmente, rendirse a la evidencia de la marca de esta orfandad invertida: siempre quedará un resto inaccesible al consuelo.

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