El pasado 23 de enero se hizo un silencio largo y tendido. El escritor chileno Pedro Lemebel murió a los 62 años, a causa de cáncer de laringe que ya le había costado la voz. Su muerte no fue una pena escondida entre las minorías sino todo lo contrario, una celebración de vida y la continuación estridente de un relincho.
Por: Juan Carlos Cucalón
En Tengo miedo torero, la única novela del escritor y activista y performer y mil otras cosas más chileno Pedro Lemebel, publicada en 2001, hay una línea que los críticos solían usar para definir toda su obra, “Alucinada fantasía barroca: adornar hasta el más insignificante momento”. Eso también era Pedro: una serie de momentos insignificantes que cobraban significado con su presencia.
Lo conocí a finales del año 2008, cuando vino por primera vez al Ecuador invitado a la Feria del Libro en Quito. Lemebel llegó tarde o, mejor dicho, no llegó. Durante la cena de bienvenida a los autores, en un salón del Swissôtel, La Diva de la que hablaban como si se tratase de un huracán, un huracán que pronto me levantaría del suelo, nos tuvo esperando toda la noche, como corresponde. Me las agencié para indagar sobre Pedro en una mesa en la que estaban Jorge Enrique Adoum, su esposa Nicole, el escritor colombiano William Ospina y el ministro de Cultura que, como todos, estaba de paso en el cargo. El misterio era un gran rumor construido con rumores más pequeños. Que se había emborrachado la noche anterior y había perdido el vuelo o que había llegado al aeropuerto borracho y no lo habían dejado subir al avión o que ya sentado en el avión se había emborrachado y había secuestrado el vuelo. Que había aterrizado borracho o ya con una resaca terrible y que esa resaca se había enamorado a primera vista de un soroche quiteño y telúrico que lo tenía tumbado en la cama. Que, decía el run run en el salón del hotel, un efebo taxi boy le estaba dando la bienvenida en la carita de Dios (mentira típica de los que no conocen el mundo subterráneo de nuestra capital). Que llegaría en el próximo vuelo de Lan…
Cuando llegó al Ecuador, Pedro Segundo Mardones Lemebel, nacido el 21 de noviembre de 1952 en un barrio marginal de Santiago de Chile, no muy lejos del mítico río Mapocho, era ya Pedro Lemebel: el ensayista y cronista y artista plástico gay más visible de Latinoamérica; ya había ganado, entre otros reconocimientos, una beca Guggenheim y era solo cuestión de tiempo hasta que ganara, en 2013, el Premio José Donoso, acaso el más prestigioso de Chile. Ya era un hombre de blusa, pañolón a manera de eterno turbante y tacos altos, pero seguía siendo el niñito que, en un Día de la Madre, con una tarjeta en la que había dibujado un corazón y una rosa para su mamacita entre las manos, vio cómo ella, tan linda, tan guapa ella, tan joven y brava, tan sencilla y hermosa, defendía a su rebaño con pólvora.
Su madre era Violeta Elena, tan pálida azucena, como la recuerda en el libro de confesiones musicales Serenata cafiola, y su padre era Pedro, un Pedro muy distinto y en algo parecido a Lemebel, panadero de profesión y borracho de vocación.
Lemebel tuvo algo parecido a una infancia en una de las casas comunales de la avenida Departamental, al sur de la capital chilena, donde aprendió todo lo que pudo de la vida con un método de investigación bastante certero, mirando, chiquilla, igual que la cochiná, que la aprendiste solita… Estudió la secundaria en el Liceo Industrial para Hombres (ja, ja y ja, no es broma) del barrio La Legua y años más tarde salió de la Universidad de Chile como profesor de artes plásticas, la misma universidad donde —no tan irónicamente— le prohibieron trabajar como maestro. Cabe imaginar el rechazo y el equívoco a principios de la dictadura pinochetista: el 30 de septiembre de 1973, Pedro era un joven universitario de veintiún años y ya resoplaba como la Yegua que hablaba por y desde su diferencia: No soy un marica disfrazado de poeta… Defiendo lo que soy… Me apesta la injusticia… y sospecho de esta cueca democrática, decía Lemebel con su “pluma maricueca”.
A sabiendas de los vientos que me hablaban de una Diva de “adeveras”, al nivel de Elizabeth Taylor en la Carta a Liz Taylor del propio Lemebel, yo solo quería conocerlo, verlo, comprobar que, en efecto, existía. Y existía también el terror. Pero esa noche en el Swissôtel tuve que conformarme con conocer a su enfermera, una especie de dama de compañía que viajaba con él como cláusula no negociable desde esa época. La mujer, amable, me dijo: “No se siente bien por la altura y ha decidido que para que el primer evento de mañana lo único que lo pondría en condiciones sería, pues, descansar”. ¿Para qué insistir? Al día siguiente estaría con ese que escribió: El fusil se lo dejo a usted/ Que tiene la sangre fría/ Y no es miedo/ El miedo se me fue pasando/ De atajar cuchillos/ En los sótanos sexuales donde anduve/ Y no se sienta agredido/ Si le hablo de estas cosas/ Y le miro el bulto/ No soy hipócrita.
Su primera presentación en la Feria del Libro fue como un concierto de rock. Jamás, ni antes ni después, he presenciado un evento literario que convocara tan diverso y multitudinario público. El salón no daba abasto: había gente sentada en las escaleras y parada y apachurrada en las puertas. Esa noche Pedro no aceptó dar entrevistas pero prometió dárselas a quien se lo pidiese durante los días siguientes: “No me voy ahorita, mijta… me van a tener aún tres días más… la altura me sienta mal, yo lo más alto que me trepo es a mis tacones de aguja, jajaja”. Y, esto me lo dijo al oído mientras me apretaba el brazo con fuerza: “Tienes que sacarme de aquí, estoy que me muero”. El terror había pasado.
Esa noche cenamos tranquilos y fue Pedro quien ocupó toda la velada en entrevistarme. Para el postre él quería ir a una discoteca gay, pero era martes, era de noche y, sobre todo, era Quito: ni entonces ni ahora existe un lugar gay al que pudiese haberlo llevado un martes por la noche en Quito. Contesté a otros de sus cuestionamientos, que por fortuna poco tenían que ver con el quehacer literario ecuatoriano, y nos preparamos para el día siguiente: el plan incluía un recorrido turístico por el centro histórico y un documental a realizarse sobre la marcha para registrar la primera visita de Lemebel a nuestro país. Mientras tanto, por mi cuenta y cuenta de todos los que querían conocerlo, yo fraguaba una fiestecilla de calidad en el infamous piso once de la Atahualpa y 10 de Agosto, con amigos poetas y estudiantes de literatura llevados por sus maestros.
La producción del documental no me invitó al rodaje, pero me invitó Pedro, que era el verdadero dueño de la fiesta, y disfruté siendo su guía en el centro y en la loma de El Panecillo. De ese recorrido recuerdo cosas puntuales. Pedro era reconocido por fans literarios y por gente de a pie; incluso por una pareja de turistas que le pidieron un autógrafo para su hija, que estudiaba Letras en Europa y era groupie de Lemebel y, además, había convertido a sus padres en groupies de Lemebel. Pedro se instaló en una vereda con un guitarrista senil y callejero y juntos cantaron tangos populares y hasta pasillos de Julio Jaramillo que Pedro cantaba tan bien como el Ruiseñor. En algún momento del recorrido, como si Pedro hubiese sido una figura política de paso por Quito, una señora se desahogó con él quejándose de lo bajas que son las pensiones del seguro social, y él le dijo que por más poco que fuera el dinero le convenía guardarlo e invertirlo en una liposucción que buena falta le hacía. Luego me confesaría que tuvo ganas de mandarle un trozo de su manifiesto: Yo no soy buena onda/ Yo acepto al mundo/ Sin pedirle esa buena onda/ Pero igual se ríen/ Tengo cicatrices de risas en la espalda/ Usted cree que pienso con el poto… pero no se lo sabía de memoria. La tarde acababa deliciosa como cuando Quito hace alarde de belleza y nostalgia. Al final se lo entregué a su enfermera, que ya era víctima del soroche quiteño…
Por la noche hubo una lectura y un conversatorio, y aquí vamos a repetir que el salón estuvo nuevamente repleto, tanto, que tardamos una hora en poder escapar de ahí para llegar a la fiesta. Pero lo logramos. Ya sabía yo que Pedro tomaba whisky y así les hice saber a los anfitriones, pues a mí el contrato de la feria del libro no me dio viáticos para celebraciones (yo había conseguido otros afanes para esa loca amapola con espinas). Entre trago y trago, Pedro repartía besos y firmaba autógrafos hasta en los calzoncillos de los invitados; y, de vez en cuando, me recordaba que teníamos que reunirnos para que su última presentación, que incluía la proyección de un video, saliera perfecta, ni los efebos allí presentes ni la sal de los poetas quiteños lograron distender del todo sus responsabilidades. Dándose a la risa y al comentario liviano fue bautizándonos como parte de un “zoológico gay”, así nos dijo, y ni los héteros pudieron fugarse del cambio de identidad. Lemebel prosiguió como en Los mil nombres de María Camaleón, y así nos fue llamando: La cuando no, La siempre en domingo, La loca de la cartera, La multiuso, La palanca, La compra almas, La abeja Maya, La Bambi, La multimatic y hasta La no me olvides… que no se ha olvidado ni se olvidará de nada, la misma que cuenta esto ahora, esto, lo que la decencia y la estética erotizada por la embriaguez permiten.
Lo recuerdo todo con placer y con angustia porque esa noche se hizo madrugada y luego día claro y me fui al hotel con Pedro y desayunamos más whisky y en la mesa de al lado estaba el torero Sebastián Castella y los toreros me tienen miedo.
A finales de los ochenta, Pedro Lemebel formó parte de un dúo terrorista que saboteaba eventos literarios ofreciendo coronas de espinas a los homenajeados, o intervenía actos oficiales ofreciendo besos a los políticos de terno y corbata (en su libro Háblame de amores, hay una foto en la que Ricardo Lagos, expresidente de Chile y por entonces senador de la nación, es víctima de un beso letal). Se hacían llamar Las Yeguas del Apocalipsis y fue una de esas Yeguas la que montó en cólera cuando, al volver al Eugenio Espejo para su última presentación, descubrió que poco o nada de lo que había solicitado estaba listo: la cólera montada, sobra decirlo, fue su attaché, o sea yo. No es de buen gusto pintarme como el héroe de esta escena, pero imaginen a la cólera tomando Xanax e inyectando Tramal con Zalepla a diestra y siniestra para que el show pudiese continuar. El cielo de Quito desarrajó un trueno divino con rayo incluido mientras La Diva gritaba: “¡Aquí no vuelvo más!” La fuerza del temporal se completó con granizo. Entonces, con piedras de hielo que caían de las nubes, convencí a Pedro de que saliera a dar una vuelta mientras me agenciaba para convencer a los organizadores que a Lemebel había que darle lo que pedía, a menos que quisieran tenerlo como protagonista de La noche fatal para una chica de la moda, una de las crónicas más célebres de Pedro. Les recordé que sería su última intervención y que debía ser inolvidable. Creo que nos los convencí, pero le dije a Pedro que lo había hecho.
No estoy seguro de qué habrá sido lo que lo calmó: el temporal, mi histrionismo, la capacidad de la ciudad para recuperar su encanto en poco tiempo. Al fin, tratándome como si fuera su terapista argentino titulado, empezó a contarme anécdotas que hoy, siete años después de esa tarde helada, compruebo se transformaron, todas, en partes de sus crónicas. Me contó sobre el puma que se escapó del zoológico de Santiago y que él creía era el avatar de un vendedor de chicle que se llevó a su casa ese mismo día. Sobre la vez en que su madre le disparó en la frente a un mafioso que estaba destrozándole la cara al borrachín de su padre. Sobre los cuplés de Sara Montiel oídos desde afuera de La Moneda y algunas otras cosas que encontré en Serenata cafiola, en Adiós mariquita linda, en Las joyas del golpe y en muchos otros textos que hoy son sus obras completas.
Lemebel fue el actor de sus propios textos. Un escritor y un freak indisolublemente unidos, lo llamaría Carlos Monsiváis. Y sí, escritor y freak y novelista y cronista y cuentista y poeta y performer y mil cosas más.
Demás esta contarles que el cierre de esa primera visita fue apoteósica. Montado en sus legendarios tacones aguja color rojo escarlata, cual si fueran las zapatillas de rubí de Dorothy en El mago de Oz, prestas para regresarla a Kansas sobre el tornado, terminó recibiendo el aplauso y la admiración de todo el público de aquella noche. Y capturó, para siempre, mi afecto.
Pedro Lemebel volvió varias veces al Ecuador y tuve el privilegio de acompañarlo prácticamente en todas sus visitas. Presencié muchos de sus eventos y participé de los afters que lo enclavaron en el cariño de los escritores ecuatorianos, que supieron entender sin estúpidas dilaciones del celo profesional que Pedro nos quería recíprocamente, aunque un día, frente a las groseras preguntas de un estudiante de poco tacto: ¿Qué piensa usted de los escritores ecuatorianos? ¿Ha leído a los ecuatorianos?, él respondiera: “Sí, a muchos, y por eso los prefiero tener de amigos”.
Pedro y yo fuimos amigos de mail y Facebook. Nunca pude ir a visitarlo a su tierra, pero otros sí que lo hicieron y fue de boca de uno de ellos que escuché la historia que luego encontraría disfrazada de crónica con el título El ministro Piñerarte. Nuestro amigo en común llegó a Santiago por un encuentro poético y en una de esas terminó en casa de Pedro “bebiéndose hasta el agua de los floreros”. El poeta que lo visitaba me contó que había visto a Pedro escupirle a don Piñi, ministro de Cultura chileno en ese momento, “actor de teleserie, flamante pituquín de traje planchado…” Pronto nos enteraríamos de los detalles en palabras del propio Lemebel.
… en el Museo de Bellas Artes, con un sol en la frente, con un dólar en el alma, la derecha triunfal lucía su recién estrenada y acrílica sonrisa… Pero esa mañana era indiferente para mí, despertando en la cama con un amante ecuatoriano después de habernos… con rabia ensartado, como desquitándonos de la mala suerte de tener un gobierno de derecha le dimos Huesca la noche entera. Y así despertamos, húmedos y entumidos, abrazados como náufragos, agrietándonos el primer beso mañanero…
¿Una cerveza, mi amor? Pero si no quedó nada, contestó… medio dormidos, medio mareados, caminamos por la vereda del parque rumbo a la botillería. La mañana era dorada y recién regaban el pasto los jardineros municipales, recién habían puesto barreras en la vereda del museo para que no pasara la gente. Otra vez estarán filmando un comercial, le dije al chico… Y fue entonces, fue en ese momento cuando él vino y se precipitó a mi encuentro con la mano estirada, diciendo: Qué gusto, Pedro, tenerte aquí…Y yo, medio sonámbula, medio asqueada de tanta desfachatez, lo miro, lo mido, lo taso, y sin decir agua va, escupo al suelo, exactamente a un centímetro de su lustroso calzado…
Esto es muy feo, Pedro, me gritaba el ministro… el chico ecuatoriano, a la media cuadra, me abrazó confesándome sentir orgullo de mi osadía… Va a tener sus costos, me previno…
Y no estaba tan equivocado, al día siguiente el ministro aparecía en el diario declarando que yo era un nostálgico resentido… Viste que tenía razón, soy “tellible de resentido”, le susurré a mi ecuatoriano caracoleando en sus morenos brazos.