Un paseo por el mayor sex shop del planeta

Diners 463 – Diciembre 2020.

Texto y fotografías Miguel Ángel Vicente de Vera.

M’s Pop Life presume de ser la mayor tienda erótica del planeta. Puedes visitarla en Tokio, pero en esta crónica te lo contamos todo, sin tener que salir de casa.

Los sex shop japoneses tienen una característica que los hace únicos: bajo un envoltorio pop e ingenuo se esconden las perversiones más delirantes que podamos llegar a imaginar. El de M’s Pop Life es el más famoso de Japón y el de mayor dimensión del planeta. Tiene ocho plantas, incluyendo la de acceso y un subterráneo. El edificio está en Akihabara, el barrio geek de la capital japonesa. Este templo del libertinaje pasa desapercibido y podría parecer uno más entre la maraña de altas construcciones de la zona. Se accede por medio de una pequeña puerta corrediza de color verde con vidrios opacos, por la que fluye diariamente un río ingente de personas.

En la planta baja, tras un mostrador, hay algunos objetos eróticos para parejas, como juegos de mesa, revistas y DVD. Un joven sonriente da la bienvenida a los recién llegados. Lo primero que llama la atención es lo alta que está la música. Se trata de K-Pop, un estilo musical coreano que fascina al público nipón. Es un sonido empalagoso y frenético. La aguda voz femenina canta en el indescifrable coreano, muy parecido al japonés, que para los oídos del no iniciado es igual. La música transmite alegría y ligereza, como la banda sonora de un videojuego en el que hay que explotar burbujas de colores.

El local es limpio y bien iluminado, nada que ver con las atmósferas decadentes de los famosos sex shops de Berlín o Ámsterdam. Desciendo al subterráneo por unas escaleras estrechas, como un émulo de Orfeo en su viaje a los infiernos. ¿Qué esconderán en este pequeño inframundo? Aparece ante mí una gran cantidad de DVD. Todos están minuciosamente ordenados. La imagen es evocadora: estoy solo, rodeado de miles de imágenes de mujeres y hombres en infinidad de poses sexuales petrificadas en el tiempo. De fondo, como un susurro leve e imperceptible, se escuchan los gemidos de una joven que es penetrada en una película reproducida en un iPad.

Al lado de la puerta, hay dos máquinas expendedoras. Me acerco y no lo puedo creer. Primera gran sorpresa de la jornada. Venden bragas usadas. Sí, usadas. A un precio de veinte dólares. Vienen dentro de un huevo transparente con la foto de la propietaria. ¡Bienvenidos al reino de la lujuria!

Me tomo mi tiempo y paseo con parsimonia por este bulevar del deseo. Hay un canon de belleza que se repite una y otra vez: chicas jóvenes japonesas muy delgadas, con unos enormes y turgentes pechos. Los ojos también grandes y redondos, la nariz pequeña y respingada, y la piel encalada de blanco. Todo con una pátina artificial como si fueran muñecas. Es curioso, porque el prototipo de mujer japonesa que se ve en la calle apenas tiene pecho. Luego me explicaron que se trata de un fetiche nacional.

Otro aspecto que nos indica que estamos en el país del sol naciente, es el bokashi, artefacto visual que pixela las partes íntimas de los cuerpos desnudos. Esta forma laxa de censura se aplica en fotos, videos o cualquier tipo de imagen sexual explícita. El código penal japonés considera ilegal la distribución de material impúdico y, de esta manera, se cumple la ley.

Otra particularidad del porno nipón es la presencia del vello público. Las actuales producciones audiovisuales norteamericanas y europeas nos han inculcado animadversión hacia él; en Japón es muy habitual. La mayoría de actores y actrices todavía mantienen una densa y oscura mata de pelo en sus partes íntimas.

En las estanterías desfilan varias perversiones. Hay películas de mujeres que practican la urofilia, el placer al orinar sobre otra persona; otras, en las que jóvenes adolescentes tienen un pulpo cubriendo la vagina; hay carátulas con hombres disfrazados de bebés, en una suerte de guardería pornográfica, mujeres con el rostro y el cuerpo enfundado en látex —tan solo con un pequeño orificio para la boca y para respirar— y películas anime, dibujos animados típicos japoneses.

Asciendo por las escaleras, me reencuentro con clientes y la omnipresente música K-Pop. La planta primera está orientada al consumo masculino. Vaginas, vaginas y más vaginas. No es un mar, sino un océano de vaginas de látex. Hay cientos y de todos los tamaños. Son hiperrealistas, reproducciones exactas de cada estría y cada pliegue de la piel. Hay bocas, pechos y anos, para soñar —de manera fragmentada— con paraísos artificiales. Los productos se presentan siempre dentro de una caja de cartón. En ninguna de ellas aparece una foto realista. Todos son dibujos manga y mujeres de rasgos infantiles. Para la mirada del europeo tiene algo de depravado y enfermizo. Hay una carátula en la que aparece una niña vestida con traje de boda, la mayoría están dibujadas con ropa de colegiala: falda de cuadros escoceses, medias y camisa blanca.

En esta planta, dedicada al onanismo masculino, encuentro unos huevos de plástico. Su interior está compuesto de una masa de silicona con un orificio para introducir el pene. Podríamos decir que es la versión portátil y más discreta de la vagina realista. También abundan las muñecas hinchables de tamaño natural. Son caras y su precio oscila entre 250 y 300 dólares. Aunque si tenemos en cuenta que para muchos usuarios será una compañera de vida (hay casos de japoneses que conviven con ellas), su precio es económico.

La segunda es el paraíso del vibrador. La variedad y modelos son abrumadores. Los hay de todos los colores y formas: de látex, silicona, jelly, PVC o metal. Con forma de mariposa, conejito, gato e incluso de oso panda. Los hay minimalistas, realistas, costumbristas y futuristas. Los hay curvados, en espiral, dobles e incluso triples. A control remoto, a pilas, con Bluetooth. Muchos de ellos llevan incorporado un segundo vibrador para que se encargue del clítoris.

En esta sección hay varias chicas y parejas, mayoritariamente japonesas. La edad de los clientes oscila entre los veinte y los cuarenta años. En uno de los pasillos hay una pareja latina. Por el acento son chilenos. Son jóvenes, de unos veinticinco años. Están elogiando las bondades de un vibrador que lleva incorporado un estimulador de clítoris con forma de conejo. El sex shop propicia estas singulares situaciones. A ella le encanta y le explica a su novio que la parte de arriba es muy importante para el orgasmo. Él afirma con la cabeza sin dejar de mirar el artefacto, como aquel que recibe una misión para salvar al mundo. Creo que se percatan de que soy latino —mi piel morena me delata— y de inmediato bajan el tono de voz. Yo sigo con mi vals entre penes de goma.

Avanzo y llego al barrio de los dildos anales. Hay uno de ellos que me sobrecoge. Es un plug negro y grande que se parte en dos mitades. No entiendo bien cómo funciona, pero sospecho que a su usuario le causará gran dolor. Algunos de estos artilugios finalizan en forma de cola de caballo y de gato. Otros son dildos dobles, con forma de pene en los dos extremos, para que la pareja pueda penetrarse al unísono donde más les guste.

Sigo ascendiendo hacia el nirvana de la lujuria. Tan solo llevo dos plantas y ya estoy saciado de tanta imaginería sexual. En la planta tercera están los objetos diseñados para el sexo suave: juegos de mesa, dados sexuales, muñecos de tela con forma de pene y pastillas para que el brío no decaiga. Las hay compuestas de viagra, taurina, ginseng y cuerno de unicornio. Una de las cajas ofrece diecinueve horas ininterrumpidas de sexo. Ni una más ni una menos.

La música empalagosa con la voz infantil no cesa. Todo en este sex shop es a lo grande. En esta planta también podemos comprar geles suficientes como para embadurnar de arriba abajo la estatua de la Libertad. A continuación, me topo con un alud de preservativos. Los hay de fresa, limón y menta; con la bandera arcoíris, transparentes y con luz; comestibles, XXL, XS y para mujer. Allí mismo hay unos plásticos transparentes para cubrir los dedos —como los de un ginecólogo— y unas sábanas de plástico para proteger cama y mobiliario de alguna inesperada lluvia.

La cuarta planta está dedicada al bondage y a las prácticas sadomaso. Abundan los productos de cuero negro. Hay látigos y fustas como las que se emplean en equitación; una de ellas con una silueta en forma de corazón en el extremo, para que la pasión se quede bien incrustada en la nalga. Hay toda una sección de cuerdas. No olvidemos que el shibari, o arte de atar con fines eróticos, es originario de Japón.

Izq.: En la imaginería nipona abundan los personajes infantiles, algo totalmente prohibido en Occidente.
Der.: Amplia selección de dildos.

Encontramos también una sección de arneses. Hay unos para que la mujer penetre al hombre (o mujer). Otros, más sofisticados, tienen un dildo doble, para que la mujer sea penetrada mientras ella hace lo propio a su pareja. También hay DVD más subidos de tono, con escenas de sadomasoquismo y bondage. Aparecen varias japonesas atadas resistiéndose a hombres que les infringen castigos con cera de una vela, fustas y cuerdas. También podemos encontrar películas de manga en las que aparecen mujeres muy sexis con penes descomunales penetrando a otras mujeres. Además, hay lencería con medias de rejilla, ligueros, vestidos y corsés de látex negro y rojo.

Tampoco faltan las esposas de todo tipo y unos curiosos succionadores de pezones, para poder vivir la experiencia del vacío y sus insospechadas cotas de placer. Hay una versión para la vulva y otra para el pene. Esta última parece ser un objeto diseñado para una expedición espacial. Está automatizado, se pueden programar el tiempo y la intensidad. En esta planta la clientela suele detenerse menos tiempo que en las otras, se escuchan más comentarios e incluso alguna que otra disimulada carcajada. Salta a la vista que es una sección para iniciados.

Al subir tanta escalera tienes la sensación de estar dentro de una centrifugadora de perversiones. Por el camino aparecen muñecas hinchables vestidas con ropa sexi y carteles de modelos con poca ropa. Algunas son chicas normales. Me cuenta uno de los dependientes que, si las clientas se dejan fotografiar con la prenda de ropa que han comprado y la publicitan en sus redes sociales, la tienda les hace 30 % descuento.

En la quinta planta hay cientos de braguitas y sujetadores protegidos por unas fundas de plástico. Son de colores estridentes acompañados de alguna transparencia o muy poca tela. Hay varias tangas de estrecho hilo. Los brasieres también ofrecen un amplio abanico, desde los más modositos con encajes y elegantes diseños hasta otros de tamaños minúsculos. Hay una extranjera, australiana tal vez, contemplando con su pareja una tanga ínfima. La levanta al aire y le pregunta a su ruborizado compañero qué le parece. En todo el edificio apenas hay trabajadores. Una o dos personas en cada planta. Lo que sí hay son decenas de cámaras de videovigilancia. Es lo que tiene visitar uno de los países más seguros del mundo.

Tras haberme sumergido en este laberinto de la lujuria nipona, creo que ya no me queda nada más que ver. Pero no es así. Todavía me queda una última planta. ¿Qué esconderá? ¿Zoofilia, sexo con enanos, orgías a domicilio? Asciendo por unas escaleras, elevo la vista al frente, respiro hondo y camino con decisión. Al final no era para tanto. La planta sexta, la cumbre de este ascenso, está dedicada a uno de los grandes fetiches de la sociedad japonesa, los disfraces.

En este aspecto, como en muchos otros, nos llevan ventaja. La variedad de disfraces es descomunal. El más abundante es el de colegiala, cómo no: falda azul hasta la rodilla, camisa de inmaculado blanco y las dos coletas de rigor. También se exhibe un amplio abanico de personajes de cómic en versión sexi, como Doraemon, los caballeros del Zodiaco o los Power Rangers. En cuanto a las versiones más tradicionales, podemos llevarnos a casa disfraces de empleada del hogar, con vestido negro, delantal y cofia blanca, el clásico disfraz de enfermera, de chica sexy, de azafata de vuelo y uno de barrendera. No me pregunten por qué. Ya saben, los caminos del exceso son inescrutables.

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