Un panadero en el país de las tortillas.

Por Santiago Rosero.

Fotografía: cortesía y Santiago Rosero.

Edición 449 – octubre 2019.

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Puede parecer un exotismo que un ecuatoriano que prepara panes de tradición francesa triunfe en México; pero es, como dirían allá, la puritita verdad.

 

Diego Suárez nunca se sintió tan solo como cuando despertó, aturdido y angustiado, el 1 de enero de 2006. Traía una resaca inclemente por la fiesta de fin de año, pero sobre todo traía un pesar acumulado desde hacía tiempo. “Este no soy yo, me estoy engañando”, se dijo, y lloró como jamás lo ha vuelto a hacer. Tenía veinticuatro años, se había separado de su primera esposa, sus padres y hermanos habían emigrado a Estados Unidos y él se encontraba inmerso en una densa espiral de jaleo nocturno.

Para entonces había tomado unas pocas clases de gastronomía en una pequeña escuela al sur de Quito, pero gracias a la influencia de un familiar suyo, se convirtió en profesor de esa carrera en el Instituto Técnico Rumiñahui, en el valle de Los Chillos. “Lo hice por trabajar en algo, pero en realidad yo no sabía nada”, dice Suárez, hoy de 39 años, una noche de mayo de 2019 en un bar al norte de Quito.

Y un día le hicieron un regalo que, en lugar de inspirarle, lo desmoronó. Era una revista gastronómica europea que mostraba recetas y tendencias culinarias. Suárez no entendía nada, se empezó a desesperar, se dio cuenta de la farsa que constituía su puesto como profesor. “Pensé incluso en enmarcar esa revista, porque despertó en mí una gran depresión”.

Pero fue una depresión movilizadora. Después de aquel amargo 1 de enero, resolvió irse a estudiar Gastronomía en Argentina. Buscó en Internet y encontró la escuela Mausi Sebess, un lugar que le interesó por su sistema de tan solo doce alumnos en aulas completamente equipadas. En un mes armó el viaje y a mediados de 2006 estaba en Buenos Aires con una nueva vida. Se distinguió entre el resto de estudiantes porque, de todas formas, la preparación de sus clases mientras fue ese instructor advenedizo le dejó algunas ventajas. Los profesores se fijaron en él, rápidamente le confiaron tareas de asistencia, más tarde le pidieron que se quedara a trabajar ahí y le encargaron las clases de panadería. “Así empezó tod0 —dice—, pero a mí no me gustaba dar esas clases porque en la panadería no haces nada mientras los panes leudan, y yo me aburría”. Aun así, lo hizo, una vez más, porque tenía que trabajar.

A la escuela Mausi Sebess llegaban muchos estudiantes extranjeros, y entre ellos, desde Guadalajara, llegó Bárbara Cortés, una aspirante a pastelera que se convirtió en su novia. Pronto se trasladaron juntos a Río Gallegos, en el sur de Argentina, para abrir un restaurante luego de una propuesta que le hiciera a Suárez una alumna de la escuela. Fue el primer trabajo en dupla entre Diego y Bárbara, en esa ocasión con él a cargo de la cocina y ella de la pastelería. Sería el inicio de una sociedad tan arriesgada como fructífera.

Su encuentro con la comida

Suárez nació en Quito en 1979 y creció en el barrio la Villaflora, en un hogar de clase media donde nunca faltó nada pero donde las cosas se conseguían con mucho esfuerzo. Sus padres trabajaban todo el día, él como contador y ella en un estudio jurídico, por lo que al niño lo criaron sus abuelos maternos, con quienes desarrolló un lazo afectivo tan intenso que rozaba la veneración. Más adelante, cuando nacieron el hermano y la hermana de Diego, a los que les lleva seis y doce años, ante la ausencia de los padres, fue él quien tuvo que criarlos. Regresaba de sus clases en el colegio La Salle y se ocupaba de ellos, les daba de comer, se inventaba juegos, y esas responsabilidades le hicieron crecer sin el tiempo libre y la vida común que suelen tener los adolescentes luego de terminar las tareas escolares. “Fue una época dura, no me gusta recordarla”, dice Suárez. Pero eso también desarrolló en él un sentido de la organización y, aunque haya sido de manera instintiva, un primer contacto con la preparación de comida.

No creció rodeado de figuras tutelares que le mostraran desde temprano un basto horizonte culinario; su encuentro con la gastronomía fue tímido y hasta dificultoso. Su padre trabajaba en una constructora que operaba en la Amazonía ecuatoriana, y durante las vacaciones de verano, a sus doce años, Diego lo acompañaba a visitar los campamentos asentados en la provincia de Sucumbíos. Se le dio por curiosear en las cocinas de los campamentos, y de esos viajes regresaba con aprendizajes que luego replicaba en casa de sus abuelos: un emborrajado de plátano, unas papas salteadas, cosas sencillas. “Ese recuerdo lo tengo claro” —dice Suárez—: “yo haciendo lo que podía porque quería sentirme útil, no porque pensara que me iba a dedicar a esto”.

Pasó el tiempo, se graduó del colegio y no supo qué hacer, y entonces empezó a “tomar decisiones espantosas”. Estudió Comercio Internacional y Administración de Empresas en universidades distintas, pero abandonó ambas carreras al poco tiempo. Mientras dilucidaba su futuro, trabajaba junto a su tío en una empresa que instala centrales telefónicas. Es por entonces, hacia finales de los noventa, que empezó a sentir gusto por la cocina; en casa preparaba sus comidas cada vez con más esfuerzo y recibía la influencia de unos amigos que habían iniciado estudios de Gastronomía. Él también quería hacerlo, fue donde sus abuelos para contarles su decisión, esperando obtener su consentimiento, pero ellos lo frenaron y le dijeron que seguro terminará vendiendo hot dogs y hamburguesas, y que eso no podía ser. De todas formas, Suárez estaba resuelto. En secreto se inscribió en un instituto y asistió a clases nocturnas luego de cada jornada en la empresa de telecomunicaciones. Pasó un año y medio en ese trajín.

Paneando en los Andes. Angochagua, ptovincia de Imbabura, comunidad de Chilco.
Paneando en los Andes. Angochagua, provincia de Imbabura, comunidad de Chilco.

El amor se quema

Es el año 2001, el país sufre los estragos del feriado bancario y la dolarización; miles de ecuatorianos deben emigrar. Los padres y hermanos de Diego Suárez se van a Chicago, pero él no quiere ir, no le atrae Estados Unidos, está enamorado y con su novia de entonces deciden irse a Madrid. Allá él consigue un trabajo en un restaurante de mariscos, aprende mucho, se siente estable. Pero un año después su relación empieza a debilitarse, Madrid ya no le resulta acogedora y con su pareja deciden volver al Ecuador. En Quito las cosas han cambiado, su familia se ha ido. Están los abuelos, pero han envejecido y ya no puede contar con ellos como antes. Suárez intenta mantenerse a flote durante unos años, toma unas clases más de gastronomía y asume aquel rol de profesor que no le correspondía, pero nada funciona, se siente solo, extraviado, termina de separarse de su pareja y se sumerge en una densa espiral de jaleo nocturno. Hasta ese amanecer de nuevo año en que, con una inclemente resaca partiéndole la cabeza, decide forjarse una nueva vida.

Chipotle y chocolate

En 2009 Diego y Bárbara dejaron Argentina y se instalaron en Guadalajara con un plan osado: montar una escuela de Gastronomía que tuviera el mismo modelo pedagógico de Mausi Sebess. Estaban satisfechos de su experiencia en Buenos Aires y todo parecía indicar que una propuesta de ese tipo, con mejoras que habrían de aplicarle, iba a hacerse notar. Ocuparon una pequeña casa de los padres de Bárbara, donde apenas pudieron habilitar un aula para que ella impartiera las clases de pastelería y Diego las de cocina y panadería. Nació la escuela GQB (por Guadalajara, Quito y Buenos Aires). “Empezamos con una alumna y un empleado —dice Bárbara Cortés, por teléfono desde México—, pero la pasión que le metimos fue tanta que la gente nos empezó a creer, y así nos fueron recomendando”.

La escuela creció rápidamente, reforzaron la nómina de profesores y pronto tuvieron que mudarse a una casa más grande. Pero pese el buen arranque, a Diego algo lo mantenía incómodo, algo relacionado con esa forma casi autómata, apegada a la formalidad de las recetas, en que venía practicando y enseñando la panadería. Entonces, frente a la nueva escuela, alquilaron otra casa para abrir más aulas, y en el piso de arriba Suárez montó un pequeño laboratorio para indagar en el alma de la panadería. “Me puse a investigar y comprendí los procesos que ocurrían por detrás de las preparaciones —explica—. Fui atando cabos y me di cuenta de que quería dedicarme a esto”. Empezó a experimentar con sabores poco convencionales. Su primer cliente fue un camión de hamburguesas que acababa de nacer. Les hizo panes naturales, de chipotle y de chocolate. Fue un éxito, los pedidos se dispararon, y así nació la panadería Yapa, un negocio independiente de la escuela, con un nombre que a él le dejaba un agradable gusto a su país.

Pero Suárez no quería ser conocido por los panes para hamburguesa. Todavía no tenía la experticia, pero sí el propósito: preparar panes distintos a los que usualmente se encontraban en el mercado, un mercado por tradición copado por el consumo de tortillas de trigo y de maíz, pero que en el universo del pan, en Guadalajara, estaba acaparado por Ohlala!, una panadería de origen francés a la que Suárez, ya con un asomo de obsesión, se propuso disputarle los clientes.

En el repertorio de la panadería tradicional francesa, la reina es la baguette, y un panadero que se adscriba a esa tradición y que pretenda hacerse un lugar entre las preferencias tiene que aprender a dominarla. No era el caso, al menos al inicio, del panadero Diego Suárez. “Los que me compraban pan de hamburguesa me pedían baguette, pero mi baguette era un desastre”, confiesa.

Diego Sánchez es fundador de GQB Escuela de Arte Culinario, del restaurante bar Bestial, del restaurante La Hueca y de Yapa panadería creativa. Su pasión y misión es la creación de panes exclusivos para negocios gastronómicos.
Diego Sánchez es fundador de GQB Escuela de Arte Culinario, del restaurante bar Bestial, del restaurante La Hueca y de Yapa panadería creativa. Su pasión y misión es
la creación de panes exclusivos para negocios gastronómicos.

La mejor baguette

Suárez comenzó a viajar a Europa junto a su esposa para entender bien esas viejas tradiciones panaderas. “Lo que me marcó profundamente” —dice— “es la desesperación de ver esos panes que me gustaban tanto y no saber cómo hacerlos”. Entonces decidió aprender. Hizo una formación con el Gremio de Panaderos de Barcelona, que significó una revelación. Volvió con el ímpetu a Guadalajara y quiso replicar lo que había aprendido, pero las cosas no salían. Para que la secuencia se completara, al conocimiento había que sumarle hornos y maquinaria de calidad. Acababa de nacer Camila, su segunda hija con Bárbara, y no era el mejor momento para endeudarse, pero lo hizo. Trajo de Europa equipos de alta tecnología y se mudó a un amplio local, donde vislumbró una gran planta de producción. Le dijo a su esposa que confiara en él, que lo apoyara porque era el momento de irse para arriba. “Yo siempre he sido un poco más temerosa” —dice Bárbara Cortés—, “y el haber invertido tanto dinero en Yapa sí me generó temor, pero Diego nunca ha dudado, él siempre ha tenido muy firme su visión”.

La nueva planta quedó con una envergadura impresionante, pero eso no bastaba para que el pan existiera; ahora él tenía que darle vida. Acordó con Bárbara separarse momentáneamente de sus tareas en la escuela, le pidió que lo dejara encerrarse en la fábrica y se adentró, esta vez, en un profundo túnel de aprendizaje obsesivo. El único propósito era preparar la mejor baguette. “Me metí ahí tres meses, diez horas al día. Dormía pensando en cómo mejorar la baguette, cambiaba las fórmulas todos los días, probé todas las harinas, todas las masas madre, las temperaturas, los tiempos de amasado, hice todas las fichas técnicas posibles”. Hasta que un día, tras un dilatado proceso de prueba y error que consolidó su formación mayoritariamente autodidacta, parió una baguette como la soñaba, con la miga de color crema hermosamente alveolada y una corteza que crujía como un madero ardiente. No se la quería comer del placer que le provocaba tenerla en sus manos. A esa baguette le tomó muchas fotos y esas fotos las llevó de muestra para que le hicieran un tatuaje en el antebrazo izquierdo. Era un trofeo que marcaba el final de un ciclo y el inicio de otro.

Así pudo, hacia 2016, con seguridad y orgullo, poner su baguette en venta, y los restaurantes empezaron a pedírsela y los clientes particulares también. Y creció la demanda, y su oferta se amplió a hogazas, cruasanes y otros ejemplares de bollería de sal y de dulce, la otra categoría que aprendió a dominar luego de medirse a la baguette. Pero ya en ese punto, no quiso ofrecer un repertorio estandarizado sino que empezó a sentarse con cada cliente nuevo para delinear el pan adecuado a sus requerimientos, lo que le creó una reputación como panadero de diseño. Y así empezó a cumplir aquello de “romper el mercado”. Yapa ahora emplea a veinte personas y tiene tres puntos de venta. En ese hervidero que es Guadalajara, con olas gastronómicas que sacuden la escena por temporadas, ya habían dejado su huella la del chocolate, la del café y la de la cerveza artesanal, y ahora venía la del pan, y resulta que el panadero ecuatoriano que prepara panes de tradición francesa ya tenía un lugar consolidado en el país de las tortillas.

Llegó un momento en el que los abuelos de Diego Suárez comprendieron por qué él se escondía de ellos para asistir a sus clases de cocina. Vieron con orgullo su crecimiento empresarial, pudieron viajar a Guadalajara y estuvieron presentes en la graduación de la primera promoción de alumnos de GQB; pero fallecieron años después y no lograron conocer la fábrica de Yapa ni probar la triunfante baguette. “Al comienzo lamenté que así fuera” —dice Suárez—, “pero luego entendí que ya no hacía falta; creo que lo que lograron ver fue hermoso para ellos”.

Paneando en la Amazonía. Comunidad secoya Remolino, provincia de Sucumbíos. Pan con masa madre de chicha de chonta.
Paneando en la Amazonía. Comunidad secoya Remolino, provincia de Sucumbíos. Pan con masa madre de chicha de chonta.

Paneando

Es mediados de mayo de 2019 y el grandioso sol de la serranía hace centellear los sembríos de trigo y cebada que contornean la comunidad de Chilco, en la provincia de Imbabura. Diego Suárez ha venido acompañado de un grupo de cocineros, pasteleros y aficionados al pan para desarrollar un nuevo capítulo de Paneando, proyecto por el que tiene un especial afecto y que consiste en visitar localidades de escasos recursos del Ecuador para, en conjunto con los habitantes, preparar panes con ingredientes locales y desarrollar una línea comercial que les permita generar ingresos. En febrero estuvo en Secoya Remolino, una pequeña comunidad en la provincia de Sucumbíos, para el capítulo Paneando en la Amazonía, y ahora es la ocasión del Paneando en los Andes. “Normalmente nosotros hacemos el pan con levadura comercial y mantecas” —dijo Diocelina Churuchumbi, presidenta de Chilco—, “pero ahora hemos aprendido mucho con las masas madre y todos los cereales que tenemos. Con estas enseñanzas esperamos sacar adelante el turismo en esta zona”.

Este capítulo de Paneando permitió a Suárez desplegar su faceta solidaria y la convicción de que su oficio está hecho de afectos y generosidad. Meses más tarde, en agosto, Suárez regresó a Chilco para dirigir la instalación de la panadería en el salón comunal, para lo cual él mismo gestionó la donación de un horno industrial y otros equipos de trabajo. Está previsto que los siguientes Paneando sean en Manabí, Tungurahua y Galápagos.

El trabajador obsesivo que se recluyó para perfeccionar la baguette también es un hombre de iniciativas en colectivo. En la escuela de Guadalajara habilitó La Hueca, un restaurante para que estudiantes y cocineros invitados realicen cenas temáticas una vez al mes. Y a inicios de 2019 arrancó otro importante proyecto para establecer vínculos culinarios con el Ecuador: empezó a invitar periódicamente a reconocidos chefs de la escena local para armar en conjunto las llamadas Cenas en la fábrica, comidas de alta cocina servidas en plena planta de Yapa y donde se funden sus panes con los conceptos de cada cocinero invitado. Ha sido una forma exitosa de dar a conocer en Guadalajara algo del mundo gastronómico del Ecuador.

El recorrido se cierra en su presente con las apuestas que le dieron el primer impulso. La escuela GQB siguió creciendo con la apertura, a mediados de este año, de una sede quiteña al norte de la ciudad, y en el plano de la panificación, el panorama se le amplió con contratos para proveer de panes a una cadena de hamburgueserías con presencia en México y Estados Unidos. El tipo de pan con el que empezó su aventura es el que ahora le permite solventar su faceta de panadero de diseño.

 

 

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