Por Sandra Yépez Ríos.
Edición 426 – noviembre 2017.
En medio de Suiza y Francia y debajo de los campos donde las vacas pastan sosegadas y los granjeros producen sus quesos, un acelerador de partículas pasa el día estrellando protones en el obstinado empeño por entender el origen del universo.
Mis conocimientos de ciencia se reducen a lo que se puede aprender en un par de episodios de la serie de televisión The Big Bang Theory, es decir, nada; de tal modo que cuando el físico sueco Paul Nilsson accede a darme una entrevista y recibirme en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) en Ginebra, me veo obligada a repasar todas mis clases de física de la secundaria.
Para cuando llego al lugar, en una lluviosa tarde de verano, al menos ya tengo claro que nuestro planeta está formado de materia, la materia de moléculas, las moléculas de átomos y los átomos de protones; y también sé que la gran pasión de los científicos de CERN es poner esos protones a girar a velocidades inimaginables y luego hacerlos estallar para ver qué surge de ello. Así de simple y, sin embargo, mil veces más complejo, como lo descubriré tan pronto empiece a charlar con Paul.
CERN es el mayor laboratorio de física de partículas del mundo y, aunque se volvió especialmente famoso a partir de 2008 cuando inauguró su gigantesco acelerador de partículas, el centro ha estado funcionando desde hace más de 60 años. Se inauguró en tiempos de posguerra, cuando la humanidad estaba empezando a conocer las atroces consecuencias de la bomba atómica. En 1954 la comunidad europea resolvió fundar en Ginebra el entonces llamado Centro Europeo de Investigación Nuclear (de cuyo nombre en francés surge la sigla CERN que se usa hasta hoy), con el fin de llevar a cabo estudios científicos en un espíritu de paz.
Hasta la actualidad una serie de regulaciones cuidan que ese espíritu se mantenga. “Hacemos investigación pero no fusión nuclear, no estamos autorizados a involucrarnos con ningún ejército del mundo, ni a hacer investigación en armas nucleares. Somos una organización pacífica”, me aclara Paul que lleva quince años trabajando en diferentes áreas de CERN y que actualmente se ocupa de sistemas informáticos dentro del experimento Atlas, uno de los más importantes del laboratorio.
Y aunque me queda claro que no pretenden construir la madre de todas las bombas, es difícil llegar a comprender qué es exactamente lo que hacen aquí. Mientras caminamos por el complejo, Paul trata de simplificarlo para mí: “Queremos aprender, tanto como podamos, acerca de la naturaleza fundamental de la materia, y para ello estrellamos cosas”, me dice con jovialidad. Pero para estrellar cosas tan inconmensurablemente diminutas, como un protón, primero es necesario construir máquinas espectacularmente grandes como el LHC.
El Gran Colisionador de Hadrones (LHC por su sigla en inglés) es el mayor acelerador de partículas del mundo. Consiste en un túnel subterráneo que atraviesa Suiza y Francia en una circunferencia de veintisiete kilómetros. Su solo objetivo es hacer estrellar partículas, y para lograrlo el LHC comienza por disparar, en sentidos contrarios, dos haces cargados de protones, los cuales giran dentro del túnel con tal rapidez que alcanzan 99,9% de la velocidad de la luz. Entonces, en puntos específicos del túnel, los dos haces chocan entre sí liberando toda su energía. Un fenómeno espectacular y a la vez imposible de captar por el ojo humano, pero que consigue recrear, en escala subatómica, las circunstancias inmediatamente posteriores al Big Bang, aquel instante hace 13,8 billones de años que dio origen al universo.
Paul habla con entusiasmo sobre el tema, pero yo todavía estoy lejos de entender cómo un fenómeno imperceptible, dentro de una máquina gigantesca, nos puede conducir a develar la naturaleza fundamental de todas las cosas. Nuevamente, el físico sueco tiene que simplificarlo para mí: “Imagina que quieres saber qué hay dentro de un viejo reloj: lo abres y puedes entender cómo funciona. Pero imagina que ese reloj fuera tan pequeño que no pudieras abrirlo, ni ver de qué está compuesto. Lo que hacemos aquí es tomar el reloj y estrellarlo contra la pared. Entonces podemos ver una tuerca volando por aquí, un resorte volando por acá, pedazos de vidrio por allá…”
Por supuesto, cuando Paul habla de ver se refiere más bien a usar las computadoras como ojos. Tan ínfimo es un protón que no existe microscopio que lo capte. Sin embargo, si en la analogía de Paul, el protón equivale al reloj, ¿qué se supone que son las tuercas y los resortes?, ¿es que hay algo aún más pequeño que un protón? Pero por supuesto, hay partículas elementales, hay cuarks, leptones, bosones; hay tantas cosas que siento que comienza a dolerme la cabeza y necesito sentarme.
Megacuentas y megamáquinas
En las cafeterías del CERN hay mesas de ping-pong para cuando hace falta despejar la mente y, en los salones contiguos, pizarras para quien requiera repasar sus fórmulas matemáticas. Al andar por los corredores no es improbable chocarse con científicos de ca-bello alborotado y enormes barbas blancas, el lugar es un ir y venir de gente. En total son más de 2 500 personas que trabajan aquí y unos 12 000 científicos de más de 600 uni-versidades visitan el laboratorio con frecuen¬cia. “Ese número equivale casi a la mitad de todos los físicos de partículas que hay en el planeta”, apunta Paul, mientras revuelve su chocolate caliente y yo le doy un bocado al pastel que hemos decidido compartir.
Un laboratorio de tales proporciones implica gastos igualmente monumentales. De acuerdo con la revista Forbes, solo la cuenta de electricidad de CERN superaría los veintitrés millones de dólares anuales, mientras que para mantener el acelerador de partículas funcionando es necesario un presupuesto de alrededor de mil millones por año.
Una buena parte de las cuentas se cubren con el aporte de los veintidós países miembros de CERN y otro tanto con el de organismos independientes. No obstante, es siempre un reto convencer a la comunidad internacional de continuar invirtiendo, especialmente cuando los resultados de años de experimentos parecieran más bien abstractos antes que tangibles.
En 2012 CERN volvió a ocupar las portadas de la prensa mundial cuando anunció que había descubierto el misterioso bosón de Higgs, una partícula elemental que, según se cree, sería la responsable de dar masa a todas las demás partículas en el espacio y, por tanto, constituiría una pieza clave en el origen del universo.
Como lo recuerda Paul el descubrimiento fue de cierto modo un alivio. Tras solicitar a la comunidad internacional miles de millones de dólares para dedicar una década a la construcción de un inmenso aparato, con la promesa de hallar el bosón de Higgs “más nos valía descubrirlo”, reflexiona. Pero cuando le pregunto cuál es el beneficio que el hallazgo ha traído a la sociedad, Paul me responde con franqueza: “Es una cosa diferente, lo que aquí hacemos es investigación básica para descubrir este tipo de cuestiones fundamentales pero, ¿qué haces con el bosón de Higgs?, no tengo ni idea”, confiesa y ambos nos reímos.
Pero aunque el bosón de Higgs no sirva para resolver el cambio climático o acabar con la guerra, Paul me aclara que todo el trabajo científico que su descubrimiento ha requerido se ha reflejado en beneficios concretos para la sociedad, como avances en la tecnología de la salud, el tratamiento del cáncer, por ejemplo. Aunque quizás el aporte más importante es algo que hoy nos resulta de lo más común: la web.
En 1990 los científicos de CERN Tim Berners-Lee y Robert Cailliau se enfrentaban al dilema de procesar toda la documentación proveniente de los experimentos que se llevaban a cabo. Sabían que para compartirla de manera eficaz era preciso computarizarla y poder conectar un documento con otro (o lo que hoy se llamaría hacer un hiperlink). Es así como desarrollan el mundialmente conocido protocolo de comunicación http y, con ello, la web, me relata Paul que me ha traído por los más antiguos corredores de CERN, solo para mostrarme la precisa oficina donde se desarrolló el invento y donde una modesta placa hace memoria del suceso.
Caminando de vuelta a la cafetería, me aventuro a retomar el ejercicio del reloj. Ya entendí que estamos hablando de un reloj subatómico, imposible de observar en cualquier microscopio, por lo que el único modo de ver su contenido es hacerlo estrellar, ¿pero cómo observar después esas tuercas subatómicas y resortes subatómicos que han salido de él? Paul me explica que para ello CERN ha desarrollado unconjunto de megamáquinas que permite a los científicos mirar más allá, miles de millones de veces más allá, de lo evidente.
Siete detectores ubicados en puntos específicos del acelerador de partículas captan lo que sucede en el instante justo de una colisión de protones. Algo así como una cámara, si una cámara fuera capaz de sacar un billón de fotografías por segundo y producir montañas de información con cada fotografía.
Para conseguir analizar esas montañas de información, CERN depende de una red de cientos de computadoras regadas alrededor del mundo, las cuales procesan, depuran y seleccionan los datos que finalmente llegarán al escritorio de los científicos para su investigación. Paul trabaja justamente con ciencia informática en uno de los detectores del laboratorio. Con 7 000 toneladas de peso y unos 3 000 km de cables en su interior, el detector Atlas es una de aquellas megamáquinas construidas para monitorear lo que sucede en el interior del gran túnel subterráneo.
Pero aunque cualquiera estaría abrumado de hallarse ante tales magnitudes, para los científicos de CERN su apreciado acelerador no solo no les parece enorme, sino que ya ha comenzado a quedarles chico. Paul me explica que todo depende de cuánta energía y velocidad es posible generar, y a mayor tamaño, mayor energía y mayor velocidad.
“Queremos descubrir más cosas, más partículas, pero para ello este acelerador es quizás demasiado pequeño”, me dice y no puedo evitar reírme, aunque sé que no está bromeando.
Ya existen planes en la actualidad de construir el sucesor del LHC, un acelerador que podría tener unos 80 o 100 km de circunferencia, casi cuatro veces más que el tamaño del acelerador actual. Escucho eso y me rasco la cabeza, sin poder evitar preguntarme: ¿hasta dónde puede conducirnos el deseo de saber más?, ¿hasta que la curiosidad mate al gato?
Un Armagedón en la Tierra
En el verano de 2008, tras el anuncio de CERN de que pondría a funcionar por primera vez su gran acelerador de partículas, el diario suizo Le Matin titulaba “El mundo va a desaparecer el 10 de septiembre”.
Los científicos pusieron protones a girar en el acelerador y, como todos pudimos comprobarlo, después de septiembre de 2008, el mundo continuó existiendo. Tampoco desapareció en marzo de 2010, cuando el laboratorio divulgó que ahora haría que los protones colisionen unos con otros a máxima velocidad.
Los experimentos han continuado y la Tierra no ha desaparecido; sin embargo, hasta la fecha, los científicos de CERN continúan respondiendo interrogantes sobre si la verdadera finalidad de todas sus investigaciones es reducir nuestro planeta a cenizas. Tal es el temor que el laboratorio ha tenido incluso que enfrentar demandas judiciales de quienes están convencidos de que sus experimentos representan una amenaza para la humanidad.
“No queremos que la gente tenga miedo de las cosas que hacemos aquí. No vamos a destruir el planeta”, me reafirma Paul, incluso antes de que yo termine de formular la pregunta que sin duda ha debido responder ya mil veces.
Concretamente, lo que algunos temen es que en su búsqueda por reproducir las circunstancias inmediatamente posteriores al Big Bang, los científicos generen por accidente un agujero negro que se lleve con él el laboratorio, el planeta y de paso la galaxia entera. Pero Paul me hace entender que es demasiado grandilocuente pensar que los seres humanos podríamos producir algo de la magnitud de un agujero negro.
“Incluso si tuviéramos un acelerador que le dé la vuelta al mundo (…) Al menos necesitaríamos uno del tamaño de todo el sistema solar”, me explica y agrega que, si en el espacio no ha surgido ya un agujero negro que aniquile nuestro planeta, nosotros simples mortales no lo podremos hacer.
No me parece pertinente confesarle a Paul que, si yo tuviera que escoger cómo morir, esa sería sin duda la forma más extraordinaria que se me podría ocurrir. Opto más bien por dejarlo continuar su explicación sobre supersimetría, universos en expansión, dimensiones paralelas y asuntos tan abstractos que mi cerebro no consigue procesar ni siquiera poniendo todas sus neuronas a trabajar en ello.
La tarde se nos va en nuestro paseo por interminables corredores, mientras a 100 metros debajo de nuestros pies, el acelerador continúa haciendo estrellar protones, y un enjambre de físicos, ingenieros y científicos de todo el mundo van y vienen observando gráficos, escribiendo fórmulas, analizando datos y compitiendo por ser el próximo en llevarse el Premio Nobel. Quién sabe y no están ya a un paso de dar con algo que cambie el curso de nuestras vidas, pero de ser así, Paul jamás me adelantaría el secreto.