Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración: María José Mesías.
Edición 439 – diciembre 2018.
Era el día de mi cumpleaños y las dudas existenciales me asaltaron. Debe ser que, con la edad, la inquisición interna empieza a hacer de las suyas. ¿Habré pasado ya la mejor parte de mi vida? ¿Me deparará algo realmente especial el resto de lo que me falta, o se habrá ya cumplido aquel ciclo en el que se alcanzan algunos de los mayores hitos vitales?
Caminaba el día de mis cumpleaños con algunos de mis alumnos, jóvenes de veinte años, veintiuno cómo máximo, y en el medio de la conversación ligera me sobrevino un pensamiento letal y les dije: presten atención a su vida, tengo la certeza de que ustedes entre la edad que tienen y sus 40 años vivirán los mayores aciertos y los peores errores que marcarán el resto de su vida. Y enseguida pensé, si lo que digo es cierto, entonces, ¿qué implicaciones tiene eso para mi propia vida? ¿Habré pasado ya la etapa de las decisiones determinantes y los giros vitales? ¿Estaré en capacidad de hacer aún giros de timón o estaré ya para siempre marcada por los hechos que ocurrieron entre mis 20 y 40?
Todo este carrete de pensamientos me resultó un poco perturbador. Me consolé pensando que lo más probable es que sea la famosa crisis de los 40 o de los 50 y así sucesivamente porque para cada edad existe una “crisis existencial”.
Nietzsche me ronda por estos días. Su crítica honda al afán del ser humano occidental de tratar de dar sentido a su vida a través de la imposición de la razón lógica y en su lugar, la invitación a encontrar un sentido de vida asociado a la creatividad, al arte y a la experiencia, quizá sea un camino a seguir. Dejar la obsesión con las preguntas que provienen de nuestro pensamiento más racional y buscar otras fuentes de afirmación.
Por eso, mientras escribo estas letras que quizá están escritas sobre todo para mí misma —porque la escritura ordena, sana, exorciza y cura—, escucho Vivaldi y Bach a todo volumen (Bach era uno de los favoritos de Nietzsche). Con la música intensa de fondo trato de hacer paz con las preguntas.
Me repito que al igual que con aquella frase trillada de que la felicidad está en el camino y no en el destino final, con la vida y la filosofía sucede algo parecido. Los cuestionamientos son, a menos que adscribamos a un código irrestricto de fe, parte de nuestra constitución, a los que podemos huirles y encontrar placebos o enfrentarlos. El truco está, creo, en no negarlos y evadirlos, sino en abrazarlos y afinarlos, disfrutarlos y diseccionarlos con curiosidad y algo de desapego. De tomarlos como materia prima de una deliciosa conversación. De no agotarnos en la falta de respuesta, en la condición del absurdo existencialista, de ser incapaces de contar con respuestas definitivas, sino de disfrutar en la disquisición, en el hurgar otras miradas, otras perspectivas. De abrazar la condición de perpetua ambigüedad a pesar de su costo emocional.
Volviendo a mis preguntas presentes, creo que hay que dejarlas estar. Disolverlas con más música para que su sabor no sea tan intenso. Volver a ellas y esperar a que las respuestas se desentrañen a su propio tiempo y ritmo. Al final, eso es lo que nos queda: controlar lo poco que podemos controlar de nuestra vida, dejar que el resto lo haga ella misma, el azar o el tiempo circular, y recordar esa frase popular que dice: ¡lo mejor está por venir!