Un desconocido llamado Espejo.

Por Fernando Tinajero.

Foto: William Castellanos.

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Fuera de toda duda, junto a la de Juan de Velasco, la obra de Espejo es la más notable que haya producido la Ilustración quiteña en el siglo XVIII. “Conciencia crítica de su tiempo”, se le ha llamado, y el calificativo de Precursor le ha dado ya desde hace tiempo un prominente lugar en la historia cultural del Ecuador, y también en su historia política, pero sigue siendo un desconocido para los ecuatorianos. Esto no es extraño, por supuesto, ya que no nos hemos distinguido por reconocer a las grandes figuras políticas, literarias o artísticas que nacieron, vivieron y crearon en este mismo medio social e histórico que es el nuestro. Y para colmo, aquella gran figura del Precursor ha llegado hasta nosotros rodeada por el mito y la leyenda, de las cuales provienen las ideas más extendidas sobre la condición social de Espejo, plásticamente expresadas en sus efigies, todas las cuales han sido hechas mucho tiempo después de su muerte. Una de ellas, en la que la oscuridad que rodea al personaje ha sido reemplazada por una hermosa alegoría, es la que fue hace poco inaugurada en el acceso a la Biblioteca de la Universidad Andina, debido al pincel maestro de Jaime Zapata.

Sin embargo, no existen evidencias de que haya sido así. Un apreciable y significativo número de documentos relativos a la familia Espejo, y particularmente a Eugenio, revela que, en toda la documentación de la época que se refiere al conflictivo médico y escritor, solo hay dos documentos en cuyo contenido se afirma que era indio y descendía de un criado de fray José del Rosario, religioso betlemita que llegó a Quito desde Perú y, tal como es propio de su orden, se dedicó a atender a los enfermos del hospital de la Misericordia, después llamado San Juan de Dios, convertido ahora en Museo de la Ciudad. No obstante, ninguno de esos documentos es digno de crédito absoluto, por la simple circunstancia de haber sido producidos como piezas procesales dentro de juicios seguidos contra Eugenio Espejo por parte de dos personas que tenían suficientes motivos para odiarle: la primera de ellas es el doctor Sancho de Escobar, cura de Zámbiza, a quien Espejo convirtió en hazmerreír de los quiteños al proponerle en su Luciano como el más claro ejemplo del “mal gusto”. La otra es doña María Chiriboga, casada con Ciro de Vida y Torres, gobernador de Riobamba, quien fue denunciada por Espejo como inspiradora de abusos y exacciones hechas a los curas de Riobamba y a los indígenas de la zona, con la complicidad de su amante, Ignacio Vallejo.

Todos los demás documentos relativos a Espejo (la fe de bautismo de Catalina Aldaz, la madre; la partida del matrimonio contraído por Catalina con Luis Espejo; la fe de bautismo de los tres hijos del matrimonio —Eugenio, Manuela y Juan Pablo—; la fe de bautismo de un hijo “natural” de Eugenio y su criada; la partida de matrimonio de Manuela Espejo con José Mejía Lequerica; el testamento de Luis Espejo), todos, repito, se encuentran en los respectivos Libros de Blancos o Libros de Españoles, llevados por cada una de las parroquias donde se administraron tales sacramentos y se cumplieron las solemnidades de inscripción de partidas.

Y hay un tercer documento que no presenta a Espejo como indio, pero lo trata como si lo fuera: su partida de defunción, en la que se habla del “cadáver del doctor Eugenio”, privándole de su apellido. Documento escrito, como es obvio, en 1795, poco después de haber salido el prócer de su última prisión, en la que contrajo la enfermedad que le llevó a la tumba. O sea, documento escrito después de haberse producido los hechos que concitaron la irreparable animadversión de una sociedad que no se distinguía precisamente por su amplitud de criterio ni por su benevolencia hacia los críticos.

Además de los documentos nombrados, hay también otros que se refieren a los estudios hechos por Espejo en las dos universidades quiteñas de la época, y lo que socialmente significaba en el siglo XVIII haber podido hacerlos; y varios documentos que permiten colegir cuáles eran las relaciones sociales del discutido médico y escritor, amigo desde la infancia de don Juan Pío Montúfar, el marqués de Selva Alegre, y compañero en los estudios de primeras letras de don Gregorio Matheu, marqués de Maenza.

De toda esa documentación, cuyas piezas han sido ya publicadas por diferentes investigadores de gran solvencia, algunos han creído posible extraer ciertas conclusiones encaminadas a probar que Espejo pertenecía al grupo de los criollos. Yo no iría tan lejos: me parece evidente que no se puede dar crédito a los documentos que provienen de personas que tenían claros motivos de resentimiento e incluso odio hacia Espejo, y me parece también que no se puede creer que todos los párrocos y todos los jueces de la ciudad hayan sido tan ingenuos que la familia Espejo pudo engañarles durante más de medio siglo; pero me parece que tampoco se puede minimizar las dudas que provoca la partida de matrimonio de Luis Espejo y Catalina Aldaz, puesto que allí aparece el contrayente con el nombre de Luis Benítez, sin que haya posibilidad alguna de saber si se trató de un error o si ese fue el apellido original del padre de nuestro precursor. En cualquier caso, creo que Espejo fue un mestizo, y que, en cuanto tal, padeció todos los rigores de una sociedad excluyente y todas las experiencias que debían haber acompañado subjetivamente a tal condición. Me parece, por fin, que la vida de Espejo no halló cabida en el cenáculo cerrado de los criollos por pura casualidad, de cuyos intereses económicos y políticos fue la mejor expresión.

Por todo esto, creo que la mejor conclusión que se puede sacar acerca de la confusa condición social de Espejo es la que Roig supo expresar con la máxima claridad: “La vida de Eugenio Espejo —dice— se encuentra transida por una constante que lo muestra en una compleja y difícil inserción social. Es uno de los exponentes más notorios del grupo humano en ascenso. Por una parte, hinca sus raíces en estratos bajos de la colonia, integrados por españoles con pretensiones de hidalguía, por indígenas americanos incorporados a la plebe urbana y por elementos provenientes de la esclavitud negra, todos en lucha contra la submersión social; por otra, se identifica con uno de los sectores de la clase propietaria terrateniente —posición común dentro de los estamentos sociales medios de origen mestizo— la de los marqueses criollos que heredarían, en un primer momento, una vez expulsados los españoles europeos, el poder político de la futura república. Espejo es un desclasado que se siente orgulloso de su origen humilde, pero también no menos orgulloso de su ascenso social. Es mestizo, pero se siente también ‘español americano’, es decir, ‘blanco’. Mal haríamos, sin embargo, en dar a estas connotaciones un sentido racial…”

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