
Por Benjamín Ortiz Brennan
La celebración de los 150 años del colegio San Gabriel de Quito tiene múltiples significados. Representa la vuelta de los jesuitas al Ecuador después de que fueran expulsados por el presidente José María Urbina y es una de las marcas mayores de la obra educativa del presidente García Moreno, cuyo nombre está asociado al del colegio. Es, además, la evocación de una sucesión de generaciones que de distinta manera fijaron su huella en la historia del Ecuador republicano.
En un espacio más cotidiano e íntimo, este sesquicentenario ha traído a la memoria de sus exalumnos recuerdos en tropel que vienen del tiempo en las aulas. Años cercanos para todos. No importa que el colegio haya quedado medio siglo atrás, como es el caso de mi promoción, o que seas un bachiller de la segunda década del siglo XXI. Las vivencias del colegio son siempre frescas.
A mí me tocó transitar del laicismo liberal de una escuela municipal a la educación religiosa y confesional de los célebres jesuitas. La Escuela Espejo era como quieren ser las actuales escuelas del milenio, pero aún mejor. Instalada en un edificio espléndido y funcional. Tenía teatro, museo, salas de música, laboratorios. Canchas de básquet y fútbol. Había hasta sicólogo, un lujo casi excéntrico en una época en la que todavía no habían sido declaradas epidemia las familias disfuncionales o los hijos traumatizados.
La educación religiosa en la escuela era casi clandestina, mientras que en el colegio se convirtió en el centro de la vida estudiantil. Los de la Espejo recibíamos las clases para la primera comunión en una especie de catacumbas, como los primeros cristianos. No por persecución alguna, sino por la generosidad de Jaime Acosta, gerente del Banco Pichincha, que prestaba el sótano del edificio de las calles Bogotá y 10 de Agosto para este menester. La caja de caudales estaba en las cercanías de las bancas del catecismo. La imaginábamos tan grande como la cueva de Alí Babá, pero no estaba encantada porque nunca respondió al conjuro de ábrete sésamo.
EL VIEJO EDIFICIO EL CENTRO
El colegio San Gabriel aún funcionaba en el Centro Histórico que por entonces se llamaba también Quito Colonial, o el centro a secas. Era un edificio centenario, monumental y oscuro, con dos patios pequeños, donde jugaban partidos de indorfútbol unos seres descomunales que más tarde descubrí eran los internos. Ellos venían de la Costa y uno que otro de Loja y Tulcán. Pateaban con fiereza unos balones pequeños y macizos. Cualquier chúcaro, como nos llamaban a los de primer curso, corría el riesgo de adelantar su viaje al cielo si recibía uno de esos pelotazos en la cabeza, o lo que era peor, en las partes pudendas.
Desde las primeras clases nos recordaban la lista de exalumnos destacados. Aquí se educó el presidente Camilo Ponce, nos dijeron a modo de saludo. También el presidente Velasco Ibarra y el señor cardenal, Carlos María de la Torre. Muchos nombres de exalumnos están en los libros, como personajes o como autores. Era una carga que ponían sobre nuestras espaldas inexpertas, pero también era una ilusión, un desafío.
Este colegio —añadían— tiene sus antecedentes remotos en el colegio seminario de San Luis, fundado por los jesuitas en Quito en 1594. Mientras que su era moderna está ligada a una promesa del presidente Gabriel García Moreno.
Hernán Rodríguez Castelo, profesor de literatura, recordaba la promesa garciana en estos términos: “El 20 de noviembre de 1852, cuando los jesuitas expulsados por Urbina salían al destierro, Gabriel García Moreno hizo una promesa: dentro de diez años habrían de cantar un solemne Te Deum en la Catedral celebrando su vuelta al Ecuador… El 12 de agosto de 1862, al anochecer, entraba a Quito el grupo de jesuitas que se iba a hacer cargo del colegio. A la mañana siguiente llamaba García Moreno al superior para darle un abrazo de bienvenida. Y sin más dilación, el colegio comenzó a funcionar el 9 de septiembre”.
AVENTURAS PARA LOS RECIÉN LLEGADOS
A los alumnos de primer curso el colegio nos tenía reservado un privilegio. El Salón de Estudio era el mismo Salón del Milagro de la Virgen Dolorosa. Nuestro inspector, el padre José Oriol Tey, una estrella del fútbol, al que la imaginación de la clase convirtió en exseleccionado de España, nos recordaba que en ese lugar había parpadeado la imagen de la Virgen el 20 de abril de 1906. La devoción a la Virgen es un impulso al fervor religioso juvenil que más tarde se convierte en la marca más honda del ser gabrielino. Según muchos, también es el secreto de su eficacia y solidez como institución educativa.
La distribución de los alumnos en los paralelos seguía el esquema de las escuelas de origen. Los del Borja 2 iban a la Sección A; los de La Salle y el Borja 1 a la sección B; los que veníamos de las escuelas laicas y los internos —también conocidos como “monos”— en la sección C. Quizá en algo influyó la distribución, lo cierto es que la C era el aula del relajo. Pasaba de las lecciones a las risotadas y, a veces, a las rebeldías. Los jesuitas tenían dos calmantes para domar la clase. El primero era el inmenso y amenazador llavero del padre Espinosa, inspector de internos. El segundo, la promesa del padre Rodrigo Malo, profesor de inglés y mago de la narración, de contar un cuento policial, si nos portábamos bien.
El caserón era un lugar de laberintos y rincones secretos. El mayor desafío era subir, sin ser visto, las interminables escaleras que llevaban al campanario de La Compañía. También era un edificio que sirvió de escenario a las luchas religiosas y políticas de los siglos XIX y XX. Poco a poco nos íbamos enterando de los hitos del lugar. Los jesuitas recuperaron el caserón gracias a un decreto del Gobierno, el 3 de septiembre de 1862, pocos días antes de la apertura. Su protector, el presidente García Moreno no pudo estar presente en la inauguración de clases del 9 de septiembre porque fue a batallar en Guayaquil contra las huestes de Urbina.
Años más tarde, en pleno fervor anticlerical, el 14 de junio de 1904, el Consejo de Instrucción Pública puso un dogal al colegio, siguiendo órdenes del general Alfaro. Dispuso que los alumnos del San Gabriel rindieran los exámenes en el colegio Mejía. Cuarenta años después, en 1944, el presidente Velasco Ibarra anuló la orden y dispuso que los exámenes se rindieran en el mismo colegio San Gabriel, “bajo el control directo del Ministerio de Educación Pública, que nombrará los delegados oficiales correspondientes”.
El decreto de los exámenes en el propio colegio dio al Dr. Velasco Ibarra la categoría de “Libertador de la Educación Católica” en la iconografía gabrielina. Sin embargo, los delgados ministeriales siguieron rondando los días de exámenes, como unos fantasmas a veces temidos, a veces amistosos, hasta el último día de nuestra graduación de bachilleres, en 1962.
DEL VIEJO AL NUEVO EDIFICIO
Las aulas eran unos grandes cuartos de paredes anchas y rugosas. Las del primer piso disponían de unas pequeñas ventanas como tragaluces en la parte más alta. Pasamos allí dos años mirando al cielo a ver si cruzaba por el tragaluz la silueta de una alumna del colegio La Providencia, ubicado al frente del San Gabriel. Nunca hubo la aparición. ‘Lo que pasa es que en esas ventanas no son las clases, sino los cuartos de las monjas’, decían los más entendidos en organización de conventos y colegios.
El padre Jorge Chacón S. J. fue el rector e impulsor de la construcción del nuevo edificio del San Gabriel. Chacón, hombre severo y con sentido del humor que iba por caminos impensados, se complacía en hacer que su voz de predicador retumbara en las orejas de los alumnos. Concedía vacación en tono de castigo: no quiero verlos los próximos dos días, decía. Al escucharlo quedábamos en un pasmo de miedo que duraba pocos segundos para después convertirse en aplausos. O cuando caía sobre algún alumno descarriado de los libros y la disciplina, llamándole con la misma voz de trueno “vago infinito”.
El viejo edificio del centro se cambió por un nuevo de clases luminosas y espacios abiertos, al que fuimos el 7 de noviembre de 1958. Está ubicado al final del barrio Belisario Quevedo, por entonces en medio de un bosque que era el límite occidental de Quito. La monumental construcción se ganó rápidamente nuestro aprecio y todos los premios de ornato y arquitectura posibles, según contaban los maestros. A él llegábamos en bicicleta o en los buses escolares que tenían un recorrido de aventura, según los encuentros y sorpresas del viaje.
Los caminos que nos abrió el colegio, vistos a esta distancia, podrían calificarse ahora, con visión pedagógica, como oportunidades de formación. En nuestros tiempos eran algo más simple. Cosas divertidas que suponían hacer algo especial y ponerle ganas.
El Ascencionismo del San Gabriel, dirigido por el padre José Ribas, el “Suco”, como le decían los más confianzudos, era y es uno de los mejores clubes de montañismo.
La Academia de Oratoria, a cargo de Jorge Salvador Lara, profesor de historia, alentaba vocaciones para hablar y conmover a los públicos, como lo hizo Cicerón en Roma o el mismo Velasco Ibarra en los balcones de cada pueblo.
La Academia Literaria nos hacía ver como escritores en ciernes. Dirigía el grupo Hernán Rodríguez Castelo. Y vaya que formó escritores. Solo entre los de mis años valga recordar, con excusas por los olvidos, a Francisco Proaño Arandi, Vladimiro Rivas, Bruno Sáenz, Patricio Quevedo, Gonzalo Ortiz, Xavier y Federico Ponce y cuántos más.
Los matemáticos y físicos eran otra especie distinguida, con profesores como Carlos Echeverría (Oreja Negra) y el padre Enríquez con una fama de sabio distraído, al que creíamos digno de un Premio Nobel. Y por supuesto, la selección de básquet y los concursos del Libro Leído. Los participantes teníamos casi “la obligación” de ganar y ser campeones.
En el San Gabriel, mezcla de siglos y modernidad, antiguo y lozano, se alentaba la religiosidad en la Congregación Mariana, pero también se jugaba al billar en una mesa de paño verde ubicada junto a un letrero que decía: “El mundo es de Dios pero lo presta a los valientes”.
TESTIMONIOS
José Rosero Morejón, nacido en Tulcán, empresario, padre de cinco hijas y abuelo de seis.
Un lunes de octubre de 1956 conocí a mis compañeros de internado. Chicos de entre 12 y 19 años. Yo venía de Tulcán. Me llamó la atención los diferentes dialectos que escuchaba; el hablar tranquilo y bien pronunciado de los lojanos, el cantito peculiar de los azuayos, la pronunciación de ciertas letras de los costeños y, aún dentro de ellos, las diferencias tan marcadas entre guayaquileños, manabitas y esmeraldeños. Entre los orenses la diferencia entre los de Zaruma, Piñas, Portovelo. Muy serranos para ser monos y muy monos para ser serranos. Más tarde fui descubriendo otros rasgos más allá de los tonos y dialectos: el orgullo de unos, la franqueza de otros, la constancia de los de más allá, la inquebrantable voluntad y osadía de algunos frente a la meditada, tranquila y reflexiva actitud de otros. ¿Y qué decir de los jesuitas? Ecuatorianos y españoles, divididos los últimos en andaluces, catalanes, gallegos. Los seis años de internado en el San Gabriel me han servido para desarrollar mi vida y la de mi familia en un ambiente de tolerancia y respeto, pues en las diferencias está lo mejor de los ecuatorianos y de los seres humanos.
Manuel Jalil Loor, manabita, casado, abogado y profesor de asuntos laborales.
Llegué al tercer año del San Gabriel en 1958, después vivir seis años en Estados Unidos. Tenía limitaciones para hablar, escribir y hasta para entender el español. Todavía recuerdo los aprietos que sufrí en las clases a cargo de religiosos y profesores recién llegados de la Madre Patria, como los padres “Gringo” Rivas y “Flaco” Mendoza, los señores Francisco Marcos (Física) y Ruiz (Matemáticas). Hacer amigos en cambio no fue difícil, particularmente con los “internos”. Muchos de ellos de la Costa, aunque yo era un poco raro, porque había llegado del exterior. A poco me percaté que tenía vecinos que también vivían en el centro de Guayaquil como Carlos Manzur, Gabriel Martínez, Edgar Reshuán. Reconocerme con el gigante Jorge Jalil Hass, cuyo padre y el mío eran primos, resultó beneficioso porque nadie se metería con un pariente del “Mamut”. La relación con lo “externos” fue diferente. Existían grupos un poco cerrados. No se mezclaban ni compartían fácilmente con quienes hablábamos sin las eses. Sin embargo, con el paso del tiempo se impuso la unidad, solidaridad y compañerismo que caracteriza a quienes compartimos nuestra adolescencia en el colegio San Gabriel, al igual que compartimos la veneración y afecto a La Dolorosa, lo más preciado y que nunca desaparecerá.
Carlos Manzur Pérez, casado, empresario guayaquileño, ingeniero, director del periódico Meridiano.
Cuando era un niño de 12 años, mi educación y crianza fue confiada a los jesuitas en el internado del colegio San Gabriel. Tuve que abandonar mi casa en Guayaquil, bajo la acusación de desobediencia crónica y de peligrosa tendencia a la independencia. La pena a estas faltas fue el destierro a un colegio ubicado en las frías alturas de Quito. La esperanza de mi familia era que allí me iban a reformar primero y educar después. La principal consigna era convertirme en un ser obediente.
Naturalmente no me encantó la idea, pero el destierro fue mejorando poco a poco. No perdí la independencia y aprendí a subsistir en las buenas y en las malas. Fui nombrado jefe del bar (por si acaso solo vendíamos golosinas) y del billar. Hasta me pusieron a cargo de los menores del internado. La utilidad que obteníamos invertimos en las canchas de básquet del colegio nuevo. El San Gabriel me enseñó a vivir, producir, estudiar, y sobre todo a valorar como lo mejor de mi vida a mis compañeros internos y externos. Ahora a los 56 años de ese primer día, lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo la primera noche del destierro cuando canté por primera vez a mi Madre Dolorosa: “Hoy soy tu hijo, hoy yo te adoro, hoy te prometo perenne fe…”