Un auténtico falsificador.

Por Orlando Torricelli.

Edición 431 – abril 2018.

 

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Cuando Guy Ribes salió del restaurante esa fría tarde de enero de 2005, en el elegante suburbio de Saint Mandé al sureste de París, no se imaginó que en ese instante terminaría una vida que fue rocambolesca desde las primeras horas. Ribes nació el 19 de julio de 1948 en un prostíbulo de estilo art déco en Roanne, cerca de Lyon. El lugar estaba regentado por su padre, un gigante de casi dos metros, y por su madre, una gitana española que no sabía leer pero que, con el nombre de madame Camilia, fungía como una famosa adivina capaz de predecir amores y catástrofes. Poco antes de que Guy naciera había entrado en vigor una ley que obligaba a clausurar los prostíbulos y enviaba a la cárcel a quienes los regentaban. El niño se quedó huérfano a los cuatro años y fue a dar a un internado jesuita, donde un cura de apellido Berger lo obligaba a dibujar cuadrados y círculos durante horas para ejercitar la mano. Rápidamente, Guy demostró su habilidad para el dibujo.

Antes de cumplir los veinte años, su talento llegó a oídos de Barthélemy Mémé Guérini, un célebre gánster de la ciudad, quien, deseoso de inmortalizar a su madre en un retrato, le hizo a Ribes el que sería su primer pedido. A comienzos de los años ochenta conoció a Henri Guillard, gran acumulador de anécdotas y detalles sobre la vida y obra de los pintores. Bajo su atenta mirada, Ribes realizó su primera imitación: la de una obra del pintor francés surrealista Marc Chagall, que logró vender a Leon Amiel, un célebre marchante neoyorquino y cómplice de Guillard. Así ingresó a la selecta academia de los grandes falsificadores, aunque pronto reivindicó una forma propia de creación: no hacía copias exactas de cuadros, sino que agregaba obras nuevas a series ya existentes añadiendo, por ejemplo, pequeñas modificaciones de perspectiva o uno que otro personaje. Para evitar ser detectado ponía sumo cuidado en las telas, los pigmentos escogidos y, en algunos casos, conseguía falsos documentos que atestiguaban la supuesta originalidad de las obras. Al finalizarlas, destruía todos los materiales utilizados para borrar cualquier huella que pudiera delatarlo.

Tras la muerte de Guillard y de Amiel, Ribes comenzó a trabajar con socios menos rigurosos, delincuentes de poca monta que, atraídos por el dinero fácil, lo forzaron a una producción casi industrial de cuadros que en ocasiones denotaban fallas. Sus obras alimentaron rápidamente los circuitos de Inglaterra y Estados Unidos, y llegaron a ser vendidas a coleccionistas en las casas de subastas Sotheby’s y Hôtel Drout. Otras se encontraron referenciadas en catálogos de museos y galerías de los que prefiere no dar nombres para evitar nuevos líos con la justicia. En enero de 2005, al salir de aquel restaurante en París, la policía lo detuvo justo después de que acababa de cerrar un negocio por la venta de algunos cuadros. Las autoridades se llevaron de su taller centenares de pinturas y dibujos. Se estima que en treinta años pintó alrededor de cinco mil obras. Una atribuida a Chagall podía costar dos millones de euros y una con la firma de Matisse podía alcanzar los treinta millones.

Tras un juicio ampliamente mediatizado, fue condenado en 2010 a tres años de prisión. En el tribunal un experto en falsificaciones dijo: “Si Picasso estuviera vivo, lo hubiera contratado”. Para que le redujeran la pena aceptó colaborar corroborando la falsedad de algunas de sus obras. Tras su liberación en 2012, el cineasta Gilles Bourdos, director de la película Renoir, lo contrató para que sus manos fueran las que pintaran en la pantalla las obras del maestro francés. En 2015 publicó sus memorias, Autorretrato de un falsificador, y al año siguiente el cineasta Jean-Luc Leon realizó un documental sobre su vida.

Guy Ribes —cuerpo macizo y siempre vestido con su sombrero Stetson negro— me recibió una mañana de verano de 2017 en su modesto departamento en Maison Alfort, al sureste de París. El lugar tiene tres habitaciones, una de ellas es un taller en el que ensaya una pintura propia para salir del laberinto de las imitaciones. El aire huele fuertemente a tabaco de pipa y sobre las paredes blancas hay cuadros que él pintó alguna vez: uno de Basquiat, uno de Renoir que tiene marco dorado y una sorprendente Marilyn de Warhol. Enciende su pipa y da un par de hondas bocanadas. Deja ver que sus manos son como las de un boxeador.

 

Ribes en su casa y taller.
Ribes en su casa y taller.

Es un maestro de las falsificaciones, famoso por inundar el mundo del arte durante treinta años con miles de cuadros falsos. Sus Picassos, Matisses y Chagalls se vendieron por millones, exhibiéndose en las más prestigiosas galerías, tras haber sido autentificados por expertos. Pero Guy Ribes nunca copió ningún cuadro, él creaba obras nuevas haciéndolas pasar por las propias del artista.

 

—Usted tenía facilidades para el dibujo, ¿pero cómo adquirió la técnica?

—A los quince años, en Lyon, entré a trabajar en el taller de pintura sobre seda de Paul Spay, el mejor dibujante que he conocido. Mi madre no sabía leer, pero una amiga vio un anuncio donde buscaban un aprendiz. Así fue como entré en ese ambiente de creación que siempre me ha fascinado. Había artesanos con un talento extraordinario, capaces de pintar una rosa perfecta con solo un par de pinceladas, incluida la gota de rocío sobre los pétalos. A los dieciséis años ya andaba viajando por toda Europa con mi maleta de dibujante. Spay me apreciaba porque yo era el único capaz de trabajar suficientemente rápido para volver a dibujar todo lo que ya habíamos vendido. Fue una escuela formidable.

—¿Tuvo otros maestros?

—Otra persona muy importante para mí fue Armand Bouyet, un personaje fuera de lo común, sobreviviente de los campos de concentración de Dachau y Buchenwald y dueño de una taberna en Lyon, donde se comerciaban objetos robados de oro y plata. Yo me ganaba la vida vendiendo esos objetos. Después, en la época en que vivía cerca de Cannes, pintaba acuarelas en serie, tenía clientes fijos que las compraban por lotes y luego las revendían a un buen precio. Ahí comencé a ganar dinero.

Ribes hace una pausa y propone un Chablis que tiene en el refrigerador. El vino está fresco, su típica acidez explota suavemente contra el paladar.

—¿Cree que el mundo del arte, sobre todo el de las galerías y los coleccionistas, ha cambiado desde la época en que usted comenzó a trabajar en ese ambiente?

—Ya no hay gente que compre un cuadro impulsada por un sentimiento, porque lo aprecia y lo ama. La mayor parte lo hace para invertir. Un cuadro no se hace para ser vendido, pero como ahora son los grupos financieros los que invierten, es simple blanqueo: la obra de un artista cualquiera se la compran entre ellos para hacer subir la cotización y de paso blanquean grandes sumas de dinero. Así es como exponen cualquier cosa, puede ser una especie de Mickey Mouse de plástico en medio de las fuentes del palacio de Versalles y como por arte de magia se convierte en una obra de arte. Toman a la gente por idiota.

Un falsificador genuino, película de Jean-Luc Leon.
Un falsificador genuino, película de Jean-Luc Leon.

—¿Hoy la gente compra un cuadro por su valor comercial o por su valor artístico?

—Más bien por su valor comercial, aunque una pintura falsa puede suscitar una verdadera emoción artística. ¿Quién puede juzgar? Yo dudo de los expertos. Cuando murió François Daulte, el experto en Renoir, considerado por todo el mundo una autoridad incontestable, se descubrió que había estafado a la familia Renoir durante años, pero ellos prefirieron tapar el escándalo.

—¿Usted conoció personalmente a Daulte?

—Claro que sí. Iba a verlo a Ginebra con dibujos de Renoir que yo había hecho, y él me daba los certificados de autenticidad. Bueno, había que pagar, y los dibujos tenían que ser de gran calidad. También conocí a Paul Pétridès, que fue durante años el marchante del pintor Maurice Utrillo. Él me pedía cuadros en témperas, me decía: “Señor Ribes, usted que conoce tanta gente y anda por todas partes, si por casualidad encuentra un cuadro de Utrillo, no lo dude, tráigamelo”. En realidad me estaba pidiendo que yo los hiciera, aunque nunca pronunciaba la palabra falsificar.

Ribes aprovecha para volver a llenar las copas con Chablis.

—¿Cómo es posible burlarse de los mejores expertos durante tantos años?

—Como decía un gran marchante: “¿Quién puede declararse experto, con qué derecho?”. Ese es un oficio que no existe, aunque es verdad que he conocido gente competente que trabajaba para galeristas, como Jacques Dupin, que dedicó su vida a Miró. Justamente, yo nunca hice un cuadro de Miró, Dupin lo hubiese notado enseguida, él sabía reconocer todos los secretos de Miró. Cuando empecé a hacer falsos cuadros de Chagall, me enseñaron muchos trucos: en un mismo rostro un lado es de un color y el otro es de otro color. Chagall decía que uno representaba el alma interior y el otro el alma exterior. Eso hay que saberlo. Todas las mañanas en su taller él ponía un buqué que le servía de modelo, pero las flores varían según las estaciones, y si es un cuadro que él pintó en verano… ¿Comprende? No hay que equivocarse. Un experto lo vería enseguida.

Algunas de sus reproducciones.
Algunas de sus reproducciones.

—¿Cómo se fabrica una obra de Picasso?

—Cuando Picasso pintaba un cuadro hacía decenas de dibujos idénticos con ligeras variantes, veinte o treinta; yo solo agregaba una dentro de la serie. Yo no copiaba, yo creaba una obra “a la manera de”, pero para eso necesitaba saber todo sobre la serie completa de los dibujos originales: de qué período eran, qué materiales se habían utilizado, etc. Y debía ejecutarlo tan rápido como él, porque Picasso no se tardaba una semana en hacer un dibujo. De una pintura es posible saber la época por los materiales utilizados, pero es muy difícil por medio del papel. Una imitación de Picasso hecha con mina de plata, con su firma y el mismo papel que él utilizaba, es imposible identificar. Sin embargo, hay períodos suyos en los que he preferido no aventurarme. También hay pequeños secretos. Por ejemplo, él solo firmaba las pinturas cuando estaban vendidas, por temor a que se las robaran. En un período lo hacía siempre con el barniz de uñas de Dora Maar (artista francesa y una de sus tantas mujeres), un rojo muy particular, eso también hay que saberlo; sin olvidar las técnicas de envejecimiento, como los marcos y molduras de época, que permiten ganar cincuenta años en veinticuatro horas.

Marilyn de Warhol.
Marilyn de Warhol.

—¿Es un trabajo muy minucioso?

—Más que ser minucioso, exige mucha concentración, una preparación muy larga, muy intensa. Para hacer un cuadro de Picasso me pasaba días inmóvil durante horas, esperando el momento en que sentía las ganas, la inspiración. Necesitaba yo mismo sentirme Picasso, convertirme en Picasso, en Chagall, en Léger, en Matisse. Entonces, todo fluía naturalmente, la mano se convertía en una prolongación del cerebro y había que firmar en el mismo impulso, con la misma espontaneidad, para no perder ese estado de gracia.

—¿Cómo llegaron a descubrirlo?

—Tras la desaparición de Henri Guillard y Leon Amiel, comencé a trabajar con gente que no conocía nada del arte, sino que solo le interesaba ganar lo máximo y lo más pronto posible, y yo también me había acostumbrado a la buena vida. Me pedían un cuadro de Chagall para el día siguiente y yo lo hacía. Una vez se llevaron una imitación de Pierre Bonnard que aún no estaba seca. A ese ritmo, las cosas no podían durar mucho tiempo. Empezaron las quejas y las demandas. Una señora que había comprado un falso de Camille Corot con certificado de autenticidad hizo una denuncia. Comenzaron a vigilarme y cometí el error de hacer directamente un negocio sin intermediario. La policía me estaba esperando.

—Usted ganó mucho dinero como falsificador, ¿qué le queda de esa época?

—Era una actividad que me permitió llevar una vida más que confortable. Los comienzos de los noventa fueron una época dorada, podía hacer lo que se me antojara: trajes y camisas a medida por docenas, viajes en Concorde a Nueva York solo para firmar unas litografías falsas de Dalí, vivir en los grandes hoteles, auto con chofer, discotecas de moda y casinos. Me gasté puñados de dólares en Las Vegas. En una noche ganaba lo que ahora ganaría en diez años. También compré obras de arte, verdaderas, por supuesto, pero no pude guardar nada cuando me detuvo la policía. Vivía en un departamento de 250 metros cuadrados repleto de obras de arte, y perdí todo, pero no importa. Ahora, cuando quiero ver algo bello, simplemente voy a un museo. La verdad es que me gustaría ser conocido por mi pintura, siempre he sido un pintor y nunca he dejado de serlo, pero el conflicto entre el pintor y el falsificador es terrible, porque cuando una semana se es Matisse, la otra Picasso y la otra Utrillo o Renoir, ser simplemente Ribes es muy difícil.

 

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