
Las obras del escritor Stefan Zweig (1881-1942), novelas, biografías, ensayos, memorias, diarios, siguen editándose y continúan leyéndose con fervor. Esto pese a que Zweig lleva muerto ochenta años. Y también porque Zweig suele encarnar la figura del intelectual de alta cultura, a pesar de aparentemente ser un prosista arcaico y meloso. Su suicidio, lejos de la añorada Viena y sus fastos, encarna sus debilidades humanas, sus temores y sus flaquezas.
Ocurrió el 23 de febrero de 1942, en Petrópolis. El personal de servicio de Stefan Zweig y de su segunda esposa, Lotte, los encontró muertos en la cama a resultas de una sobredosis de barbitúricos. Zweig —quizá no había en ese entonces un literato más célebre a nivel mundial— se había exiliado en Brasil, con paradas previas en Londres y Nueva York, para escapar del ascenso del nazismo y de la barbarie que avanzaba en Europa.
Las razones que llevaron a Zweig, un burgués centroeuropeo al pie de la letra, a instalarse en un rincón de Brasil fertilizan los terrenos de la especulación: quizá, justamente, para buscar un destino recóndito y apartado de los peligros de la guerra. O tal vez como una suerte de manifiesto político, con el objetivo de confinarse en un lugar totalmente distinto y ciertamente alejado de Europa. Zweig, que concebía el exilio como un proceso de extrañamiento y no como un viaje, dejó atrás todo lo que amaba: los amigos, la nutrida biblioteca, los multitudinarios conciertos, su colección de documentos históricos y sus propios manuscritos meticulosamente trazados con tinta morada. A la dureza de todo desarraigo, en el caso de Zweig, hay que añadir los sufrimientos de un dandi, la melancolía del hombre ilustrado.
Este viaje de Zweig (el último, evidentemente) resultó en una travesía de la nostalgia. Escapaba no solo de la amenaza nazi, sino del derribo de lo que él consideraba más preciado: el ocaso de la cultura europea de la belle époque, heredera de griegos, romanos, renacentistas e ilustrados, y simbolizada por los salones literarios, los cafés y la palpitante vida cultural de Viena, ciudad todavía con limos y esquirlas de lo austrohúngaro.
Es recomendable a este efecto El exilio imposible, una detallada y profusamente documentada biografía de nuestro personaje vienés, escrita por George Prochnik y publicada en 2014. Le había escrito Zweig a uno de sus amigos que se consideraba un exescritor, ahora un experto en visas y migraciones. Los sellos, autorizaciones, limitaciones y condiciones del pasaporte británico de Zweig, entre marzo de 1940 y agosto de 1941, ocuparon diecinueve páginas de su documento de viaje. Por qué, se pregunta Prochnik, Carl Zuckmayer o Bruno Walter, exiliados también, lograron florecer en Estados Unidos. Mientras que Bertolt Brecht, Ernst Toller o el propio Zweig sufrieron lo indecible en sus destierros. Añade que Zweig claramente estaba obsesionado y amargado por la posibilidad de que la desconexión con Europa, la distancia y el ostracismo derivaran en la muerte por alejamiento. Fue ese el desenlace: el trayecto final.

Huía también de lo que consideraba como el puntillazo final a su idea de Europa, dinamitada por una guerra fratricida. Una guerra que había derivado en un régimen criminal y racista, en el mejor de los casos tolerado, pero quizá en términos más prácticos auspiciado por las élites de ambos lados del canal de la Mancha. No se debe olvidar que buena parte de la crema y nata británica simpatizaba con el Führer y de las sombras de la ocupación en Francia, que tan bien ha retratado, en sus novelas tenues e invadidas de velos, Patrick Modiano.
Muy diferente del extrañamiento de otro monstruo de las letras en alemán, Thomas Mann, que sostenía con cierto orgullo y aún mayor prepotencia que Alemania estaba ubicada justamente donde él estuviera, a Zweig el exilio le resultó doloroso y solitario. Aunque se sorprendiera de la diversidad étnica americana —a diferencia de las tensiones raciales que Europa vivía desde principios de los años treinta— y a pesar de que tenía tiempo para tres de sus grandes pasiones: leer, escribir y caminar, su estancia en Petrópolis claramente fue muy sufrida. Dos de sus más importantes trabajos datan de sus últimas semanas de actividad: las galeradas finales de El mundo de ayer y su ensayo a vuelapluma sobre Michel de Montaigne. En el primer caso, el canto de cisne de un gentilhombre que decidió, a través de la escritura, rescatar los pecios del naufragio de lo que él entendía como civilización; en el segundo, el homenaje final al gran pensador europeo, campeón de la tolerancia y de la introspección.
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Este ensayo de Zweig sobre Montaigne, acerca de su figura y sus tiempos, es notable por más de una razón. Se trata de una evocación que, en vista de las circunstancias, habría podido ser negra y apesadumbrada, pero que deriva, más bien, en una de las reflexiones más luminosas de los últimos tiempos. Zweig compuso este ensayo de memoria, a años luz de su biblioteca, y confiando únicamente en su memoria. Se distingue claramente de las anteriores obras maestras de Zweig no solo en lo tocante a su tono claramente dolorido, sino en el carácter de homenaje a quien considera uno de sus mayores precursores espirituales. Para Zweig, siglos después, el pensamiento de Montaigne sigue siendo el faro que debe guiar los nuevos tiempos de locura gregaria que llevó a la Segunda Guerra Mundial. Escuchemos, pues, al escritor austríaco poco antes de su muerte:
“No se puede ser demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo [a Montaigne] como es debido, y su pensamiento libre e imperturbable es aún más beneficioso cuando se muestra a una generación que, como la nuestra, ha sido arrojada por el destino a una catarata mundial de proporciones catastróficas”.
No deja de resultar evidente la selección de Zweig para su rendición: Montaigne como maître à penser, como referente de la reflexión y de la soberanía interior, como última lectura antes de la travesía final. Cumplida la misión, el austríaco se despide: “Saludo a todos mis amigos. ¡Ojalá alcancen aún a ver la aurora tras la larga noche! Yo, demasiado impaciente, parto antes que ellos”.
Por eso, durante las últimas dos décadas, hemos asistido a un revival de la figura y la obra de Stefan Zweig, como quedó dicho. Nuevas ediciones, películas, primicias como la publicación en español de sus diarios, por ejemplo. De Zweig, creo, no solo se extraña su versatilidad, su defensa de la lectura como una invención insustituible, de depositario de los sedimentos de los tiempos idos. Zweig ciertamente saca la cabeza en una sociedad que privilegia las ideas en las antípodas, la intolerancia, la construcción de enemigos, la crueldad, los excesos de la autoridad, el odio y la venganza como prácticas de rutina.
Rara ave, Zweig. Un polígrafo iluminado. Un viajero sin fronteras. Un escritor inagotable y de calidad irreversible. Contemporáneo de todos los hombres, como habría dicho Octavio Paz.