¿Tú qué puedes hacer por mí? El laberinto de los refugiados sirios

Diners 404 (publicado en enero 2016) ///

Por: María Fernanda Ampuero

Fotografía Olmo Calvo ///

* La serie “Supervivientes en busca de refugio” ganó en el mes de diciembre de 2015 el premio internacional Luis Valtueña de fotografía humanitaria.

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 —¿Tú qué puedes hacer por mí?

—Yo soy periodista.

—Sí, pero, ¿tú qué puedes hacer por mí?

Quien repite esa pregunta, en un inglés crispado, chillón, es un hombre en sus 40 y tantos, ingeniero electrónico, padre de una chica adolescente y de dos pequeños: el niño de unos seis años y la niña de unos cuatro. La familia entera lleva quince días errando por Europa, desde que salieron de Haifa, Israel, adonde llegaron huyendo de la guerra en su país, Siria.

El hombre, que a cada segundo se desespera más, no quiere dar su nombre, pero señala una y otra vez el suelo como si le señalara a un vecino la basura, los desperdicios, la caca de perro que dejó en su jardín. Es lo que de verdad quiere contar, que sus hijos y su mujer —my family, my family— ha dormido quince días, hoy serán dieciséis, en el suelo de tierra. Quiere insistir en que es ingeniero, que cuando su tierra era una tierra en la que se podía vivir —sin bombas de racimo que hacían desaparecer barrios enteros, sin terroristas que decapitan inocentes— se encargaba de diseñar tendidos eléctricos y que lo único que pide —y ahora ya está enojado, le parece inútil seguir hablando— es llegar a Suiza o a Alemania y trabajar.

To work.

Su mujer, que todo el tiempo ha estado a su lado en silencio, habla muy bajito, en árabe, le dice que pregunte algo de los buses, de qué pasa con el estatus de refugiados, de si abrirán nuevamente la fronteras entre Serbia y Croacia, para largarse de una vez por todas de este lugar diminuto llamado Tovarnik, de menos de tres mil habitantes, donde los cientos y cientos de refugiados sirios se han convertido en la curiosidad del pueblo.

La realidad del mundo que estalla al final de una calle croata.

A pesar de que es septiembre, la noche es insoportable, de verano. Seis chiquillos de la zona pasan y pasan a toda velocidad con sus bicicletas a pesar de que los policías lo tienen prohibido. Los vecinos graban con sus celulares a los sirios, luego tuitean o wasapean. Grupos de hombres con monos de trabajo o calentador y camiseta se reúnen para verlos en lugar de ver la televisión. ¿Quién va a ver televisión cuando entre las calles Ulica Bracé Simunic y Ulica Ante Starcevica están las noticias?

Ellos, los sirios, permanecen con la cabeza baja. Otra vez están atrapados. Lo estuvieron también en la frontera de Hungría que decidió cerrar, que también les dio un portazo en la nariz. Un laberinto de puertas que se cierran apenas unas horas antes de que aparezcas. Como un juego de video muy realista y, por eso, más espantoso.

Los ojazos negros de la mujer del ingeniero electrónico, que destacan en su cara redonda, bonita, alrededor de la que lleva un velo color claro, preguntan mucho más que su voz. Quiere saber algo de si los refugiados podrán entrar en Hungría.

—Lo siento, no sé, soy periodista.

Ella llora. Él la abraza como protegiéndola de algo muy malo. La familia entera: el padre, la madre, la quinceañera que se quita con paciencia el lodo de los pies y se cambia de zapatos como si fuera a ir a un lugar más limpio, el niño con la camiseta del Fútbol Club Barcelona y la pelota, la niña que busca en juguete en una maleta, de pronto se quedan quietos, dirigen la mirada —rencorosa, intimidante— a la mujer extraña que dice que es periodista.

Hablan en árabe un rato.

Luego le dan la espalda.

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***

Es muy probable que en el lapso entre que estas letras se escriban y estas mismas letras se lean, Siria sea —aún más— destrozada por bombas internacionales. En una noche horrenda, la del 13 del noviembre, los terroristas de un grupo llamado ISIS o Estado Islámico, mataron a 136 personas en París.

Esta es, en breve, la historia:

El hombre que gobierna Siria, llamado Bashar al-Asad, no quiere dejar el cargo a pesar de que tiene una fuerte oposición en el pueblo. Así que están los sirios por un lado, el régimen de Al-Asad, los extremistas islámicos que quieren hacerse con el poder y los rebeldes. Eso a lo que un día muchos llamaron país lleva cuatro años de la peor guerra civil del siglo XXI —armas químicas, torturas, ejecuciones masivas y bombardeos a civiles—. Y hoy está siendo parte de otra guerra aún peor, una en la que intervienen las fuerzas de varios países extranjeros, en respuesta a los atentados del 13 de noviembre de 2015 en Francia. Cuatro millones de sirios ya han dejado su país, otros miles están presos o muertos, demasiadas bombas han caído sobre el país y hay ciudades que simplemente ya no existen: chamuscadas e inhabitables.

Esta pregunta la formuló Said, un refugiado sirio en Croacia:

—Si vives en el infierno y supieras que hay lugares que no son el infierno, ¿no intentarías llevar a tus hijos hasta ahí?

***

Él se llama Mohammed, Mohammed Al-Masoudi. Tiene veintiséis años, va rapado, es guapo, tiene los ojos y la piel color dátil y podría ser un ídolo de la bachata con su barba candado recortada con mimo, la camiseta tan perfumada que desafía toda la lógica de este lugar, su collar, sus anillos. En el campamento, por llamar de alguna manera a este amontonamiento humano que se ha montado en Röszke, un pueblo de poco más de tres mil habitantes en la frontera entre Hungría y Serbia, Mohammed se ha convertido en un traductor informal del árabe al inglés. Los jóvenes lo buscan cuando algún periodista les hace preguntas, los mayores lo llaman hijo.

Lo primero que me explica es que el agua de los grifos, alrededor de los cuales varios hombres se lavan antes de rezar, no se puede tomar y lo demuestra señalando un reguero color ladrillo: eso no es incoloro, tampoco insípido. Ofrece una botella de agua mineral, suya, que bajo este sol vale más que los dólares.

Mohammed ha escapado de su país, Iraq. No quiere morir, pero tampoco quiere, bajo ningún concepto, matar. Él es diseñador gráfico, artista. Le gustan la fotografía, el teatro, la danza, el cine. Le gustan las cosas bellas, delicadas, como el anillo de ámbar que lleva en la mano izquierda y las mariposas blancas que, por decenas, sobrevuelan a todo el mundo en este lugar. Es esa hora de los días de final de verano en la que todo es más bonito, como a través de una película color castaño. Los grandes ojos de Mohammed miran una mariposa que pasa el cerco policial y se va. Se queda en silencio un momento. Y dice:

—¿Sabes? Yo aprendí inglés para este momento, yo sabía que en algún momento me iría de Iraq y que necesitaría hablar inglés. Lo aprendí viendo películas, películas estadounidenses, las mismas una y otra vez. Yo quiero ir a Alemania, a Frankfurt, allá tengo unos familiares. ¿Tú conoces Alemania? Dicen que está muy bien. Yo solo quiero ser libre, libre de hacer una vida, ¿entiendes? De salir, de bailar, de ir al cine, lo normal, o lo que aquí en Europa se llama normal, pero que en Iraq o en Siria o en Afganistán es imposible. Allá es matar o que te maten. No quiero. Yo quiero ir al teatro, ir a cenar, tomarme unos tragos con amigos, enamorarme.

Mohammed escribe en mi libreta su nombre, su número de teléfono, su contacto de Facebook. Lo hace con tanta fuerza que traspasa varias páginas. Debajo de sus datos escribe:

—Next stop Frankfurt!

Al rato, Mohammed corre con su mochila y su funda con botellas de agua y algo de comida. Se sube a uno de los buses que, dicen —nadie sabe a ciencia cierta nada—, llevará a todos a Eslovenia, otro país europeo que los dejará más cerca de Alemania, que es donde la mayoría quiere llegar. Algunos periodistas aseguran que es una táctica para marearlos, para que se no se amotinen, para agotarlos: Eslovenia tampoco les va a abrir las puertas. Se quedarán varados en otra frontera. Pero eso ellos no lo saben, así que van contentos.

Mohammed asoma la cabeza y grita:

—Next stop Frankfurt!

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***

En Tovarnik todo el día ha hecho un calor infame, el sol como una bola de odio. Por fin es de noche y me siento en el suelo junto a una familia siria: papá, mamá, tres niñas de no más de siete años y un bebé regordete que dormita en los brazos de su madre. La policía croata vigila que ningún refugiado se escape al pueblo, los tienen rodeados en unos cuantos kilómetros de carretera secundaria y campo que terminan en la estación de trenes, donde otros tantos cientos de árabes esperan poder escapar de ahí. El hambre no es el problema: las ONG y también algunos particulares reparten latas con todo tipo de comida que, a veces, por exceso, se quedan tiradas en el camino. Tampoco el frío, eso ya llegará. El problema es la incertidumbre, la desesperación, el cansancio de los niños.

Dos de las niñas miran con curiosidad la libreta, piden dibujos de quién sabe qué. El repertorio es breve: un gato, un perro, un muñeco de nieve. Ríen.

Recuerdan los números en inglés:

—One, two, three.

Aprender a contar en español:

—Uno, dos, tres.

Enseñan a contar en árabe:

Wahed, athenan, thelathh.

Ríen y ríen. Pero solo dos de ellas. La tercera niña, pequeñita, está acostada sobre una colcha de estampado de vaca justo a mi lado. Lleva un vestidito amarillo de tirantes con animalitos en la pechera sobre un pantalón también amarillo y sandalias blancas. Tiene los ojos abiertos. No juega.

De repente, el padre se levanta y se aleja un poco —¿va a estirar las piernas?—. Un antidisturbios le grita en inglés, que qué hace, qué adónde va, que no se mueva. Es muy violento. El padre levanta las manos y lentamente, caminando de espaldas, vuelve a su sitio. La pequeñita no se mueve, pero el corazón, si le pones la mano sobre él, se estrella contra su pecho como un pájaro salvaje. Se orina en su pantalón amarillo. Las hermanas, también asustadas, abrazan a su papá y él les habla, les acaricia las cabezas de pelo rizado, las caras pegajosas y sucias.

Y, de repente, el gesto: una de ellas se lleva los dos brazos a la espalda y se agarra una muñeca con la otra mano. Su hermana la imita. Quieren contarme: el padre estuvo detenido.

—María, María.

Se ponen de rodillas, los brazos detrás de la espalda, una mano agarrando la otra muñeca.

Huyeron de los extremistas, cuenta el padre, que creían que él, empleado de un taller mecánico, era espía. Su mujer, que ha sido una sombra todo este tiempo con su ropa y su velo oscuros, saca su cara redonda a la luz y en esa cara hay mucho miedo.

Llegan los buses, esos que, dicen los periodistas, darán una vuelta por la zona, como un tour demoniaco, y los volverán a dejar fuera de una frontera cerrada, ya sea en Hungría, en Serbia o aquí mismo, en Croacia. La policía llama a familias con niños pequeños a embarcar primero. Allá van. A través de las ventanillas, las niñas, incluso la más pequeña, ríen y cuentan:

—One, two, three. Uno, dos, tres. Wahed, athenan, thelathh.

***

Justo antes de la publicación de este texto, Mohammed Al-Masoudi se conectó a Facebook y escribió: “Hello from Frankfurt!! How are you?”. 

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