¿De qué te ríes?

Ilustración: Diego Corrales.

Es paradójico que en este preciso instante tenga que aceptar el presente, tal y como es, y al mismo tiempo transformarlo. Es como tropezar. Quizás alcances a regresar a ver, incrédulo, para verificar cuál fue el motivo del tropiezo, pero sigues andando. Y regresas a ver por cumplir un rito extraño, nada más. Si nos ponemos rigurosos, regresar a ver es estúpido: corres el riesgo de no ver lo que tienes directamente al frente, ¡y tropezar de nuevo! El rito tiene que ver con un público que imaginas que te está viendo en ese momento, con asegurarles que eres consciente de que tropezaste, no es que seas así por naturaleza. La culpa fue de otro, del municipio: han dejado un pedazo de fierro salido de alguna señal de tránsito que sacaron porque de todas maneras no cumplía su función.

Sería importante hacer un recuento de todos los tropiezos. De las cosas más básicas por las que uno puede reírse (no lo digo yo, lo dice Kurt Vonnegut) es la imagen de alguien que en un segundo está de pie, andando, y al siguiente con parte de su cuerpo desapareciendo debajo de él o ella.

Hay fotos en las que salgo, de pequeño, con el ojo morado o una venda sobre la ceja rota, pero no recuerdo los tropiezos de la infancia. Sí recuerdo estar trotando en el parque Metropolitano hace unos veinte años, y que mi pie se enganchó en la raíz levantada de algún árbol (un eucalipto). Tropecé en varios tiempos hasta caer del todo. Cuando vivía en Tumbaco (hace unos quince años) y obligaron a la gente a construir bordillos para de ahí pasar al adoquinamiento de los caminos de tierra (que igual demoró), yo hacía equilibrio sobre uno de esos bordillos y, sin poder prevenirlo (eso parece ser una condición elemental del tropiezo), resbalé, y en vez de aguantar con el pie firme en el piso insistí con tratar de ubicar bien el que había perdido su rumbo, y en vez de poner la mano mientras caía puse el hombro. Esa imagen me lleva a pensar en las veces que, jugando fútbol, me di un rodillazo en mi propia cara. Jugando fútbol tropecé un montón porque el mismo deporte te lleva a eso; pero hay también esas ocasiones cómicas en las que, persiguiendo un balón que se escapa, los trancos largos insisten en llegar y se termina con el cuerpo doblado hacia adelante y una rodilla estrellándose en la jeta. Cuando vivía por la UTE —hace dos años— solía contemplar desde mi ventana a los grupos de estudiantes totalmente ebrios en el parque. Una vez que había caído un aguacero y el suelo del parque estaba muy resbaloso, vi uno de estos grupos que con toda la voluntad del mundo no podía permanecer de pie, ni siquiera arrimándose los unos en los otros, sujetándose de la mochila del que estaba al lado. La gravedad los reclamaba. Por último, acabo de recordar la vez en que se fue la luz en una casa de playa. Busqué a tientas y encontré una caja de fósforos. Intenté sacar un fósforo de la caja pero se me cayó al piso. Pensé que era buena idea, en la oscuridad, agacharme para recogerlo del piso en vez de sacar uno nuevo. No se veía nada. Sobre todo, no se veía el mesón de la cocina. Cuando me agaché, con el impulso regular con el que uno se agacha, me vi cara a cara con ese mesón invisible. Regresé a mi habitación a tientas, sangrando por la frente. Y volvió la luz.

Este último no fue un tropiezo (y el anterior a ese no fue un tropiezo mío). Ya no voy a esa casa de playa de todas maneras, ya no vivo ni en Tumbaco ni cerca de la UTE tampoco (y hasta esa institución, creo, está por desaparecer), ya no juego fútbol siquiera. Los tropiezos del pasado se evaporan como un villano al final de una película vieja, pero sin chillar.

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