Las tres vidas de Mary Ellen Fieweger

Mary Ellen Fieweger nació en Wisconsin, Estados Unidos, y llegó al Ecuador a finales de 1970. En su juventud hizo activismo en contra de la guerra de Vietnam y hoy, a sus 74 años y a más de tres mil kilómetros de su lugar de origen, insiste en la lucha antiminera en Íntag.

Mary Ellen Fieweger
Mary Ellen Fieweger. Fotografías: Armando Prado.

María Verónica llega primero al borde del camino de tierra que está a unos pasos del puente de Santa Rosa, una comunidad de Cotacachi, en la provincia de Imbabura. A esta perra de pelaje café le sigue Flor Negra, Dora La Exploradora, Luigi, Rizos y Lulu. Mary Ellen Fieweger es la única humana del grupo, viste botas de caucho, pantalón impermeable y una camiseta celeste en la que se lee: “Dogs make me happy” (“Los perros me hacen feliz”). Entre sus manos lleva media docena de collares y una tarrina con trozos de carne, “golosinas” que reparte, de tanto en tanto, a la manada que ella lidera.

Son las diez de la mañana, de un sábado de finales de mayo. Mary Ellen (Wisconsin, 1949) es una gringa que ha decidido vivir en una finca a seis kilómetros de la carretera de Santa Rosa. Disfruta tanto de su soledad y del verde frondoso del bosque nublado que no está dispuesta a recorrer este camino más de cinco veces al mes. Nuestra visita rompe su regla, pero después de recibirnos comienza el camino de regreso a casa. En el trayecto esta mujer de 74 años caminará por estrechos senderos de tierra, hundirá sus botas en lodo y subirá y bajará, con agilidad, por pequeñas lomas.

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Caminante

Fue un amor a primera vista. “Al pisar esta tierra dije: ¡Chuta! esto es una maravilla. Aquí es donde quiero morirme”. Mary Ellen Fieweger descubrió el valle de Íntag, a finales de los años ochenta. Llegó junto a su colega y amiga del colegio Americano, la inglesa Jean Brown.

Su anhelo de echar raíces en medio de este bosque nublado se concretó en 1995 cuando compró su finca. “Me mudé acá definitivamente en julio de 1996, unos días antes de la posesión del Loco Bucaram”.

En esa época la carretera principal no estaba pavimentada, la mayoría de habitantes de la zona se dedicaba a la agricultura y nadie tenía luz. Mary Ellen consiguió un panel solar, pero luego se dio cuenta de que era un objeto inservible en medio del bosque nublado, una zona en la que hace mucho calor pero en la que llueve con frecuencia.

Antes de mudarse a Íntag vivía en Quito. Llegó a la capital a finales de la década de 1970, durante la dictadura militar. En Estados Unidos, atraída por los escritores del boom, estudió una maestría en Literatura Latinoamericana. Escribía y entendía español pero tenía un problema. Le costaba hablar, “soltar la lengua”; así que decidió viajar a los Andes.

Pudieron ser Cusco o La Paz, pero el azar quiso que fuera Quito. Un día salió de la universidad, caminó hasta una agencia de viajes, anunció la cantidad de dinero que tenía y luego preguntó hasta dónde podía llegar. Entonces, una mujer, que ahora es un recuerdo borroso, le respondió: “Con este dinero puede llegar a Quito” y ella exclamó: “Excelente, dónde queda esa ciudad”.

Después de su primer año en Quito volvió a Estados Unidos. Al poco tiempo se dio cuenta, como les pasa a muchos extranjeros, que extrañaba el clima y las montañas, así que regresó. Tuvo tres trabajos como maestra: en el colegio San Andrés, en la Escuela Politécnica Nacional y en una academia de inglés. Sus días empezaban a las siete de la mañana y terminaban a las nueve de la noche.

Mientras espera a Lulu, la más pequeña y rezagada del grupo, recuerda que la academia de inglés quedaba cerca de la Universidad Central y que a las nueve de la noche comenzaba una caminata que terminaba una hora más tarde, en la calle Muros, cerca del hotel Quito, donde alquilaba una habitación. Cuando caminaba a su casa, movía sus pies a velocidad crucero porque quería llegar puntual a ver su telenovela favorita: La loba.

Activista

Es la segunda de siete hermanos. Los tres últimos nacieron cuando ella era adolescente. Entonces, postergó su vida para cambiar pañales, preparar biberones y cocinar para los hijos de sus padres. Cuando tenía dieciséis años, en medio de un día de Acción de Gracias, hizo un anuncio premonitorio a su familia: “¡No voy a casarme y menos a tener hijos!”

Los abuelos de Mary Ellen llegaron a Estados Unidos desde Alemania. Ella creció en el campo, en medio de una familia católica y conservadora. Estuvo a punto de convertirse en monja, pero terminó como la primera de su familia en ir a la universidad. Por entonces, el sexo y la guerra en Vietnam eran los temas de conversación entre los jóvenes de su edad. En ese contexto descubrió su vocación como activista. Junto a una amiga fundó un colegio y al mismo tiempo se las ingeniaba para que los hombres esquivaran el servicio militar, que era obligatorio.

En 1968 los Catorce de Milwaukee quemaron diez mil archivos del registro del Servicio Selectivo, para protestar por la guerra de Vietnam. Los arrestaron y llevaron a un juicio que se convirtió en el primero en que los acusados optaron por representarse a sí mismos. Desde ese día Mary Ellen comenzó a gestionar fondos para las fianzas, a hablar con los medios y a organizar conferencias.

Algo parecido sucedió un año después con los Quince de Chicago, que quemaron cuarenta mil registros y que también fueron enjuiciados. Entre los implicados en este caso estuvo Charlie Musa, a quien ella ayudó a esconderse en el departamento de unos profesores universitarios.

Antes de que la manada avance, cerca de la cascada, lee en voz alta lo que está escrito en un letrero: “Prohibido el paso a empresas mineras o sus subcontratistas y funcionarios gubernamentales”. Cuando llegó a este valle Mary Ellen volvió al activismo, esta vez su lucha fue en contra de la explotación de cobre en esta zona. Como parte de su causa, en el año 2000, se convirtió en la editora de Intag, el primer periódico de la localidad.

Un reportaje en portada sobre la amenaza de la minería del cobre inauguró el medio que durante 75 números mostró el impacto negativo de la explotación minera en Íntag. El último periódico circuló en 2011. Desde entonces ha pasado más de una década y Mary Ellen sigue preguntándose por qué las autoridades no protegen la vida que habita en el bosque nublado y sus alrededores.

“Sabías que debajo de Nueva York está una de las reservas de cobre más grandes del mundo. A nadie se le ocurriría derribar la ciudad para sacar todo ese mineral. Mira a tu alrededor, es absurdo que existan personas que quieran extraer todo lo que hay debajo de estas montañas solo por ganar plata”.

Educadora

Durante los años que estuvo en Quito, Mary Ellen encontró en la enseñanza una forma de sobrevivir. Después de su paso por el colegio San Andrés trabajó en el colegio Americano y en la Academia Cotopaxi. De entrada, descubrió que el nivel de inglés de los niños y jóvenes ecuatorianos era precario y que muchos, incluso, tenían miedo al idioma.

Con el paso del tiempo, ese afán por transmitir sus conocimientos y reflexiones trascendió las aulas de clase y se coló en relatos, ensayos y libros. Mientras asegura que falta poco para llegar a su casa, menos de un kilómetro, cuenta la historia de Fe, el texto que se publicó en una revista inglesa y en el que habló sobre el loro pecho amarillo.

“En este artículo quise escribir sobre la ‘fe’ que tenía uno de estos loros, que siempre se empeñaba en regresar a la misma palma, o sea a su casa, y que un buen día ya no la encontró, a causa de la tala que se hacía para el Domingo de Ramos”. Tiempo después, el relato fue traducido al español por Gabriela Alemán, la editora de la antología Granito y arcoíris, un libro en el que está “Virgen de los Remedios”, otro texto de su autoría.

En 1998, apenas dos años después de llegar a Santa Rosa, escribió el libro Es un monstruo grande y pisa fuerte: la minería en Ecuador y el mundo, publicado por la Abya-Yala. Para ese momento había dejado de hacer traducciones de estudios realizados por petroleras sobre impacto ambiental y estaba enfocada en que las personas entiendan el importante papel que tienen el campo y los campesinos para la humanidad.

Durante el trayecto a su casa, Mary Ellen no ha fruncido el ceño. La única vez que lo hace es cuando habla sobre el abandono en el que vive la gente del campo. “La gente de acá se merece lo mejor. Que el maestro, el doctor y hasta el cura de la iglesia tengan experiencia, que no hayan salido recién de las universidades y al poco tiempo quieran irse”.

A lo largo de esta hora de caminata no ha dejado de hablar de sus vecinos, de las mingas que hacen cada mes y del trabajo construido alrededor de los clubes ecológicos y de la Asociación Agroartesanal de Caficultores Río Íntag (Aacri), de la que también forma parte. Cuando se preparaba para ser monja aprendió que para vivir en comunidad hay que tejer vínculos con los demás. Una lección que la acompaña hasta el día de hoy.

***

Al llegar a casa lo primero que Mery Ellen hace es repartir agua para el resto de la manada. Adentro, el lugar donde vive desde hace veintisiete años está atiborrado de libros y pequeñas camas para sus perros. Afuera, los dueños del paisaje son el canto de las aves, el ruido de los insectos, las plantas de café y los árboles frutales.

Desde un pequeño mirador de madera, que está a diez pasos de su casa, hay una vista panorámica del bosque nublado. Todo lo que se alcanza a ver está poblado de un verde intenso. Ese verde que ella ayuda a proteger desde el primer día que llegó a Santa Rosa.

Antes de seguir trabajando la tierra y traduciendo textos académicos, Mary Ellen Fieweger lanza otro anunció premonitorio: “Tienen que irse porque va a llover y con el agua el camino se complica”. En el cielo no hay ningún indicio a la vista de que el clima vaya a cambiar pero, diez minutos más tarde, la lluvia cae sobre todo el valle.

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