La lectura de novelistas chinos contemporáneos lleva a entender algo de los intrincados comportamientos y supersticiones de la laberíntica República Popular.
Por A. F. Osorio
Aterricé en Pekín, China, en julio de 2018. Era verano. En ese entonces conocía del llamado gigante asiático muy pocos datos: es la economía más grande del mundo, solo superada por Estados Unidos; el país más poblado del planeta, relegando a India, levemente, al segundo puesto; resultado de una cultura milenaria, dueño de un idioma inaccesible para la mayoría de los occidentales.
¿Cómo entender ese país lejano y que, además, se cierra en sí mismo? ¿Es posible entender un país? Lo más probable es que no. Lo primero que se me ocurrió, estando aquí, fue tratar de comprenderlo a través de sus novelistas. Por supuesto, tuve algo en consideración: ¿puede uno entender un país a partir de los libros que escriben sus escritores?
La respuesta más objetiva es, otra vez, un rotundo no. Pero Italo Calvino nos ofrece un sosiego cuando escribe: “No se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe. Y, sin embargo, entre la una y el otro hay una relación”.
Aquí va, entonces, una descripción de China a través de algunos de los escritores cuyos trabajos se encuentran vertidos al castellano.
La frontera


Si un amigo, buen lector de novelas, me pidiera sugerirle un texto de un autor chino de hoy en día, no dudaría en quedarme con La frontera de la escritora Can Xue (1953), traducida por Blas Piñero (editorial Hermida).
No es un libro fácil. Es largo, complejo, pero lleno de poesía. La historia es más bien simple: una mujer, Liu Jin, regresa al pueblo donde la criaron sus padres, ubicado en la provincia de Xinjiang. De la mano de esta mujer, el lector entra en un mundo espectral, que recuerda la Comala del mexicano Juan Rulfo.
En el pueblo del Guijarro merodean lobos que amenazan con devorar niños, dicen que el cuerpo de los muertos allí pesa menos que en cualquier otro lugar del mundo, los ancianos ven gallos que vuelan como palomas a través de las ventanas y los obligan a decir: “Nosotros somos como ese gallo que buscaba un camino de salida, pero que ya estaba muerto y no lo sabía”.
Es necesario leer La frontera porque habla de una China lejana, de base rural, opuesta a la que muestra la propaganda oficial que exhibe las grandes megalópolis como Pekín, Shanghái, Shenzhen, Chongqing (cada una con más de veinte millones de habitantes), urbes que rascan la panza del cielo con sus edificios y viven al ritmo de teléfonos móviles, drones e infraestructura de punta, todo hecho en China.
El país tiene un pie en la vida rural, un pasado que cambió con dramatismo en los últimos setenta años, pero que uno observa en las calles de Pekín. Los chinos son supersticiosos (no barren de noche porque lo consideran de mala suerte, ponen espejos sobre las puertas que dan a la calle para que los fantasmas, en caso de querer volver a casa, vean en el reflejo su irrealidad y regresen por donde vinieron). El país entero transpira los elementos que uno lee en la novela de Can Xue.
La autora, cuyo nombre es Deng Xiaohua y adoptó el seudónimo Can Xue (can —残— algo que se derrite y pierde su pureza, y xue —雪— nieve), toma elementos de la Comedia de Dante, la obra de Kafka y el taoísmo, porque la China de hoy es algo de eso: un país oriental, sí, que siempre ha mirado, con prismáticos, a Occidente.
Crónica de una explosión
El pasado rural chino entra en ebullición durante la celebración del Nuevo Año cuando millones de personas dejan las grandes ciudades para ir a los terruños, los lao jia (lao —老— antiguo; jia —家— casa), de donde salieron en busca de mejores oportunidades. Es considerada la mayor migración turística del planeta, con un movimiento de unos tres mil millones de desplazamientos.
Para echar a andar de manera eficiente a tantas personas, el país exhibe con orgullo otro de sus buques insignia: la colosal infraestructura de aeropuertos y trenes de alta y baja velocidad, y los buses que alcanzan los lugares más remotos del territorio.
¿En qué momento y cómo un país que hasta mediados del siglo XX era uno de los más pobres del mundo logró el desarrollo material que tiene hoy? Algunas pistas pueden encontrarse en la novela Crónica de una explosión de Yan Lianke (1958), con traducción de Belén Cuadra Mora (editorial Automática).


La novela es la historia de una ciudad llamada Explotia, incrustada en la serranía Balou (donde ocurren todas las historias del autor), una aldea minera, modesta, empobrecida, que llegó a ser una megalópolis, y está inspirada, según me dijo el mismo señor Yan en una entrevista, en Shenzhen, el centro tecnológico chino, famosa por sus enormes edificios.
Explotia es una visión de la China de hoy: esa pintoresca muestra entre un socialismo político con una economía de mercado. El credo de la ciudad es hacer dinero y cuanto más mejor. La modestia está mal vista. Un personaje, por ejemplo, es catalogado como enfermo mental por negarse a comprar un coche o usar un automóvil oficial, siendo hermano del alcalde, y porque prefiere ir a pie.
En el cementerio el epitafio de la tumba de uno de los pioneros en la empresa de hacerse rico reza: “Aquí yace el mártir Zhu Damin, referente del enriquecimiento”.
La riqueza repentina está cimentada en dos fuerzas entrelazadas en la realidad del país y que en la novela aparecen representadas por dos hermanos: la política liderada por el Partido Comunista de China y la del Ejército Popular de Liberación de China, el mismo que comandó Mao Zedong y se impuso sobre los hombres de Chiang Kai-shek a mediados del siglo XX.
En China, sobre todo en Beijing, se siente una fuerza omnipresente, un orden total que no pierde los papeles. Aquí no se pierde nada, no se roban nada y a nadie matan o ultrajan en la calle. Para un latinoamericano la seguridad que viven los chinos parece casi una ficción.
Esta sensación de seguridad puede explicarse en una anécdota que ocurrió durante la primera emergencia por coronavirus, después de que en Wuhan empezara la tragedia de la covid-19. El país entero entró en cuarentena. No se podía salir, todo estaba cerrado y se le pidió a la gente enclaustrarse como si afuera anduviera un pelotón de zombis.
Entonces pensé que al fin vería desde la ventana tanques en la calle, arrestos, policías. La fecha coincidía con el Año Nuevo chino, cuando los carros aparcados en la calle desaparecen porque la gente está de viaje. De un día para otro las aceras y los aparcaderos volvieron a llenarse de carros como siempre y en la calle no había nadie.
En un profundo y silencioso orden los millones de pekineses estacionaron, regresaron, sí, pero acuartelados en su casa acataron la orden. Ni una protesta ni una queja, todo en ese silencio estremecedor que contrastaba con las protestas en Occidente, que eran la noticia mundial justo antes del estallido de la epidemia por el nuevo coronavirus.
Los chinos han pagado un precio alto por este sistema de seguridad inverosímil. Han sacrificado lo que en Occidente llamamos libertades individuales y de eso los artistas son conscientes. Yan Lianke me lo dijo en la charla que tuvimos: el destino de China es ser como Corea del Norte. La obra de este escritor de la provincia de Henan está llena de indicios, muchos de ellos en clave humorística, de cómo los chinos cedieron en libertades a cambio de progreso material y seguridad, mucha seguridad.
La novela de Yan comienza con un hecho particular. Los habitantes salen a la calle abrigados por una profecía: lo que encuentres primero marcará tu destino. Un hombre ve a sus pies una moneda (será millonario), una mujer se cruza con un condón (ejercerá la prostitución). Hay muchos elementos garciamarquianos en los libros de Yan y en general en los escritores de su generación, incluido el Nobel, Mo Yan.
En China aman a García Márquez. En las librerías y cafés de Beijing hay imágenes suyas, las chinas con las que uno se cita a través de Tinder o TanTan (la versión local de una app de citas) han leído Cien años de soledad, y les encanta, aunque encuentran demasiado extensos los nombres de los personajes, y tiene sentido porque los apellidos chinos son monosilábicos: Hu, Yang, Xi, Deng, Zheng…
El traductor Blas Piñero alguna vez me dijo que los autores chinos mueren por ser traducidos al castellano porque tienen endiosados a los escritores latinoamericanos.
El invisible
Si el lector está interesado en una novela cuya historia se desarrolle en una ciudad real, de corte urbano y con dramas asociados a lo citadino, debe leer esta trama de Ge Fei (1964), publicada por Adriana Hidalgo Editora y traducida por Miguel Ángel Petrecca.
Cui —a la vez protagonista y narrador— es un joven que se gana la vida vendiendo e instalando equipos de audio a los nuevos ricos de Pekín. Su oído, sensible a la música, y sus ojos, dispuestos a la belleza femenina, se rinden al amor de una mujer a la que describe como “lo que llaman ‘una belleza irresistible’” que “finalmente existía”.
Pero con el tiempo ella lo deja. Cui tratará de encajar el golpe fumando, uno tras otro, una cajetilla entera de cigarrillos, detalle diciente porque los chinos fuman bastante y en cada esquina de Beijing hay una tabacalera con marcas nacionales, encendedores de colores y artículos para facilitar el hábito de fumar.
Cui, hombre sereno, representa la visión de los que están abajo, los que deben luchar muy duro en una sociedad competitiva, superpoblada y con profundas diferencias sociales. “Mi experiencia de tratar con profesores universitarios me había enseñado que todas las personas con cierto saber tenían una facilidad increíble para hacerte sentir una basura”, reflexiona en algún momento de la novela.
Pero lo más inquietante de El invisible es la resolución, cuando Cui reencuentra el amor en alguien inesperado y ciertamente monstruoso, que con aire confuciano le recuerda: “Tienes que saber que todo en este mundo, originalmente, es así, una gran confusión. ¡Mejor dejarlo así! Si quieres buscarle la quinta pata al gato, tener todo bien claro, bien entendido, no tardarás en amargarte la vida. ¿Qué gracia tendría si todo fuera como lo deseamos?”.


De la mano de la novela recorremos el Beijing de hoy, que está trazado por anillos y líneas que bien describen el mapa del metro de la ciudad. Cui recuerda esa China pobre de la cual vienen sus padres, que contrasta con el país de los nuevos millonarios que en la novela saltan desde los altos edificios de Dongzhimen, el céntrico sector comercial de la capital, después de quebrar.
Aproveché la lectura de esta novela para visitar los barrios de los que hablaba. Fue la primera vez que abandoné la cara turística de Pekín para ir a los barrios profundos, allá donde no llega el metro, pero sí el bus y las bicicletas públicas.
Barrios sostenidos por pequeños locales en los que venden electrodomésticos, piezas de cama, fideos (que se identifica con el carácter 面 —mian—), cigarrillos, por supuesto, y los altos edificios de apartamentos donde sueñan las más de veinte millones de almas pekinesas.
Es en los barrios donde uno entiende la paradoja de China, un país que en términos de PIB per cápita es pobre, pero que al mismo tiempo es la segunda economía más grande del mundo. Un economista lo resumió bien: es la primera vez en la historia que un país en vías de desarrollo alcanza el liderazgo mundial como potencia.
China ofrece este tipo de contrastes. Uno puede ver en el horizonte un edificio colosal, de diseño futurista, y darse cuenta de que en un callejón anexo (lo que aquí llaman hutong —胡同—) hay un hombre duchándose en calzoncillos porque en su casa no hay baño y debe usar uno de los tantos sanitarios públicos que se reproducen en la ciudad.
El país del dragón cambia y adapta sus necesidades con un pragmatismo asombroso. En otoño próximo el presidente Xi Jinping asumirá un tercer período consecutivo, algo inédito en la historia reciente de la República Popular.
Los desafíos son enormes desde que Donald Trump declaró una guerra comercial a Beijing (Joe Biden no la ha moderado), ser socio de Rusia tiene al mundo con los ojos puestos en China. Y ocurren todos los días cosas sorprendentes y silenciosas, mientras tanto los escritores toman notas y escriben novelas.