Tres mujeres afganas

Reina y ministra

Soraya Tarzi nació en Damasco en 1899. Su padre, Mahmud Tarzi, era un periodista y poeta liberal que había sido expulsado de Afganistán. En el exilio su familia se dedicó a llevar a la práctica sus ideas, por lo que las mujeres de la familia no usaban velos y estudiaban, además de viajar a menudo al lado del padre.

En 1901 el nuevo emir de Afganistán, Habibullah Khan, declaró una amnistía general e invitó a volver a todos los desterrados para que participasen en la modernización del país y en una futura eliminación del protectorado británico.

Mahmud Tarzi regresó algunos años después y fue invitado a formar parte del gabinete del gobernante. En una de esas reuniones, su tercer hijo, Amanulá, se enamoró de Soraya y, en 1913, se casaron.

La influencia de la familia liberal fue decisiva y el Estado se encaminó a la modernización con relativa tranquilidad hasta que un espía indio asesinó al emir en 1919. Su hermano asumió el trono por unos días, pero Amanulá se hizo con el control del país, apoyado por el ejército, y lo mandó a prisión.

Rápidamente, se puso en marcha un plan de reformas audaces que buscaban emular lo propuesto por Mustafá Kemal Atatürk en la nueva república turca. Soraya era la mano derecha del monarca y se dedicó a trabajar por la educación de las niñas y sus derechos.

“¡Yo soy vuestro rey, pero la ministra de Educación es mi esposa, su reina!”, declaraba Amanulá y ella hacía lo posible por imponer sus ideas liberales entre las élites, aplicando golpes de efecto como quitarse el velo en público, reemplazándolo por sombreros de última moda.

Desde el trono se combatió la poligamia y el uso del hiyab. En materia educativa, Soraya Tarzi personalmente se encargó de organizar la primera escuela de niñas en Kabul y envió a quince afganas a Turquía para recibir instrucción superior.

Todas estas acciones causaron malestar entre los jefes tribales y en parte del pueblo que no veía muy satisfecho la occidentalización y la pérdida de valores tradicionales. Sin embargo, la herida mortal no fue esta, sino el viaje a Europa que realizaron los dos monarcas para conseguir apoyo internacional.

Ambos, ignorando la tormenta, paseaban por las calles de París, Berlín o Roma, a bordo de coches descapotados y recibiendo aclamaciones. Los periodistas captaron fotografías en las que el brazo desnudo de la reina recibía besos de diplomáticos, y su rostro, sin velo alguno, sonreía sereno. Las imágenes, al parecer por intervención británica, llegaron a los señores de la guerra afganos, acelerándose así la caída del Gobierno.

En noviembre de 1928 los pastunes avanzaron sobre Kabul y el Ejército Nacional Afgano, en lugar de resistir, desertó de forma masiva. Amanulá tuvo que abdicar y, junto a su esposa, marchó al exilio en Italia. Ambos, desde allí, se enteraron de que sus reformas se disipaban a toda velocidad e incluso el nuevo ferrocarril fue dinamitado.

Soraya murió en 1968, casi una década después que su esposo; ninguno había vuelto a vivir en Afganistán, aunque sí lograron ver cómo sus ideas se retomaban en medio de otras revueltas y magnicidios.

Hoy, los emires reposan en Yalalabad, dentro de un mausoleo con cúpula color jade. Desde hace una década lo visita una de sus hijas, quien se ha convertido en defensora de los derechos de la mujer.

En los canastos y entre hilos

Dentro de la casa estaban Shakespeare, Balzac, Joyce, Dostoievski y Nobokov; afuera, las calles polvorientas de Herat y el terror. Las mujeres que asistían a la escuela de costura La Aguja de Oro lo arriesgaban todo porque, lejos de aprender sobre puntadas y diseños de bordado, se dedicaban a leer libros prohibidos: la literatura estaba vetada para los hombres, pero para las mujeres significaba la horca.

Ellas se rehusaban a ceder, acudiendo todas las semanas al hogar del profesor Rahyab, donde, de contrabando, recibían clases sobre autores occidentales considerados pecaminosos por los mulás.

Era 1996 y los talibanes habían tomado Kabul y el noventa por ciento de Afganistán, lo restante estaba en poder de la Alianza del Norte, su enemigo implacable.

Por las avenidas de Herat, igual que en el resto del territorio del autoproclamado Emirato Islámico afgano, los jeeps con milicianos circulaban a toda hora para capturar a cualquier persona que violase de alguna manera su interpretación estricta de la sharía.

Las mujeres pasaban la mayor parte del tiempo encerradas en sus casas con las ventanas cubiertas, evitando que cualquier mirada curiosa les costase la vida. La atracción de la poesía, sin embargo, era más poderosa que el miedo, de modo que varias jóvenes y adultas lo desafiaban, leyendo libros escritos en otras tierras y tiempos, con la coartada de la costura.

A menudo, los hijos pequeños de las invitadas se convertían en centinelas y alertaban a las estudiantes sobre la cercanía de un enemigo. Ellas, enseguida, escondían los poemas dentro de canastos y entre hilos.

En el grupo destacaba una joven de dieciséis años llamada Nadia Anjuman, cuyos estudios secundarios quedaron truncos con la llegada del Talibán al poder. Su sueño era escribir poemas, pero sus familiares, por temor y por convicción, se oponían, empeñándose en casarla lo antes posible, seguros de que el matrimonio evitaría que la muchacha tomase un camino peligroso.

Por otro lado, el maestro notaba su talento y la estimulaba a escribir con la convicción de que el arte le permitiría salir de un país que, pese a ser el suyo, le era tan ajeno. Además, su influencia la ayudó a encontrar algo tremendamente esquivo para cualquier escritor: una voz propia.

Los años transcurrieron y, luego de la caída de las Torres Gemelas, el ejército estadounidense invadió Afganistán expulsando a los talibanes hacia las montañas. Era una oportunidad única y Nadia, con veintiún años, finalmente pudo estudiar en la universidad.

Durante ese tiempo, publicó su primer poemario Gul-e-dodi (Flor de humo), libro con un lenguaje totalmente distinto al de los escritores de su tierra y cargado de dolor, soledad y desesperación. El volumen llegó a ser un éxito en su país, pero sobre todo en Irán y Pakistán.

La poetisa no logró resistir mucho más a las insistencias de su familia y contrajo matrimonio con Farid Ahmad Majid Neia, un licenciado en Literatura y bibliotecario de la Universidad de Herat, quien pronto empezó a oponerse a la vocación de Nadia porque, según le dijo: “estaba afectando la reputación de ambos”.

En 2005 tuvieron un hijo, mas el ambiente dentro de casa solo empeoraba. Ella empezó a exorcizar la pena con un nuevo poemario. No tuvo tiempo de terminarlo. El 4 de noviembre, último día del Ramadán, la poeta quiso visitar a su familia, el marido se negó y tuvieron una pelea terrible, la peor de todas.

Varias horas después, Neia, a bordo de un taxi, llegó con su esposa al hospital, aunque era demasiado tarde porque Nadia ya había muerto.

La arena de los valles afganos cubrió la investigación: sin autopsia de por medio, el marido y su madre fueron liberados de prisión apenas un mes después de ser detenidos, ambos aseguraban que la poetisa se había suicidado, y los líderes tribales presionaron, aun a la familia de la víctima, con el fin de que aquella versión se impusiese.

Entre las paredes de esa ciudad que pisó alguna vez Alejandro Magno, todavía resuena el eco de la voz de Nadia Anjuman, solitaria y abatida:

Las canciones de mi corazón
me recuerdan el
día en que voy a romper la jaula,
volar de esta soledad
y cantar como un melancólico.

¡Yo soy mi hermano!

A los ocho años de Nadia Ghulam, una bomba hizo estallar su casa en Kabul. Ella quedó atrapada bajo los escombros; el fuego y las rocas le laceraron tanto el rostro como el cuerpo. Su madre apenas logró salvarla, pero aquel desastre no fue más que el principio de su propia novela.

Al llegar los talibanes al poder en 1996, Nadia Ghulam, que se estaba recuperando de varias cirugías, tuvo que tomar una decisión increíble para una niña de diez años: vestirse de muchacho para que su familia no muriese de hambre.

En ese momento su padre había enloquecido luego de enterrar a su hijo mayor, Zelmai, a quien habían asesinado en las calles para robarle comida y dinero.

Como la ley prohibía el trabajo femenino, Ghulam comprendió que asumir la identidad de su hermano muerto era la única alternativa si quería alimentar a la familia.

A diferencia de su mamá y del resto de sus hermanas, el rostro mutilado por el accidente de la bomba le ofrecía un camuflaje perfecto, haciendo mucho más difícil que cualquier persona pudiera percatarse de su sexo.

Pasaron once años en los que ella fue él. Los vivió limpiando pozos, reparando bicicletas y hasta cocinando para sus enemigos. El miedo se convirtió en su compañero de todos los días, al fin y al cabo, se jugaba la vida a cambio de pan.

Tan bien manejaba la identidad falsa que en su hogar a menudo la olvidaban, identificándola con el hermano muerto. Era lo mejor: un comentario desafortunado dicho ante un testigo inadecuado hubiera provocado su muerte.

La pesadilla acabó cuando Nadia conoció a Mónica Bernabé, periodista española en Afganistán, que trabajaba en una ONG dedicada a luchar por los derechos humanos en el país. Con su ayuda logró viajar a Barcelona, donde una familia adoptiva la esperaba. En esa ciudad le practicaron nuevas cirugías y lograron reconstruir su rostro.

Con el tiempo, convirtió sus experiencias en literatura, narrándolas en la novela El secreto de mi turbante, preparada a cuatro manos con Agnès Roger, la que en 2010 consiguió el Premio Prudenci Bertrana a la mejor obra en lengua catalana.

En sus redes sociales y en las fotografías de prensa se puede ver a Nadia Ghulam con una sonrisa tranquila. Y cuando alguien le pregunta sobre su adolescencia dice que no se arrepiente de nada porque, durante esos once años vestida como su hermano, pudo hacer lo que estaba vedado para cualquier otra mujer de aquel Afganistán: estudiar, trabajar y vivir en libertad.

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