Tres historias de libros desaparecidos

En los bastidores del éxito literario se esconden textos que no llegaron a la imprenta porque sus autores los perdieron a bordo de un tren o los incineraron por pudor. Hemingway, Gógol y Esquilo escribieron libros que hoy están desaparecidos, pero que guardan la verdadera esencia de su arte.

Almas incineradas

Libros perdidos Nikolái Gógol.
Nikolái Gógol

Nikolái Gógol (1809-1852) abandonó una prometedora carrera como funcionario público para dedicarse a la literatura. De los escritorios de la administración pública en San Petersburgo fue a los salones artísticos y a las revistas, transformándose en un autor cotizado tanto en el país como en el resto de Europa.

Sus cuentos, a manera de pasaporte, le permitieron viajar por varias partes del continente y hasta por Tierra Santa. Al regresar a Rusia no era el mismo: la literatura había sido desplazada por la fe. Era el año de 1848 y para entonces su obra capital, la primera parte de Almas muertas, llevaba seis años esperando el nacimiento de la segunda.

El plan original era convertirlas en piezas de una epopeya, cuyo protagonista era el funcionario que debe sumergirse en la corrupción y la mediocridad del Estado para alcanzar la riqueza y un puesto dentro de la sociedad. Gógol, que conocía a fondo aquel mundo, pretendía hacer de su novela una Divina comedia moderna con infierno, purgatorio y paraíso a ras de suelo.

libro Las Almas muertas

Pero luego de Tierra Santa, el artista se convirtió en su propio inquisidor, renegando de su creación y condenándola a muerte en una pira junto con otros escritos en los que había trabajado durante sus viajes. Algo logró salvarse, no lo suficiente. Y apenas unos años después, en 1852, él mismo sucumbió al agotamiento físico y al deterioro mental.

Muchos críticos se han empeñado en achacarle intenciones moralizadoras a Gógol, mas, él parece que prefirió eludir las calumnias futuras con la complicidad de las llamas.

La maleta perdida de Hemingway

Libros perdidos Hemingway
Ernest Hemingway.

Era diciembre de 1922 y nevaba sobre Lausana, Suiza. Allí, un Ernest Hemingway (1899-1961) aún sin fama hacía esfuerzos sobrehumanos por compaginar su vocación literaria con el periodismo. El escritor cubría para el Toronto Star uno de los tantos tratados de paz que se firmaron en el siglo XX, pero el arte era más poderoso que la coyuntura: el editor Lincoln Steffens le dijo que le interesaba leer sus borradores y acaso publicarlos.

De inmediato, Hemingway envió un telegrama a su esposa Hadley Richardson solicitándole que tome todas las carpetas que tenía regadas en su buhardilla parisina para llevarlas a Suiza en el primer tren disponible.

La mujer metió en su maleta de cuero verde una colección de folios emborronados y fue a comprar el tiquete para esa misma noche.

libro Hadley Richardson

A la hora programada, Hadley fue a la estación de París-Lyon y se subió al tren con igual o mayor emoción que la que debía sentir su esposo. Al fin y al cabo, su matrimonio empezaba a desmoronarse, especialmente porque ella se sentía sola en París mientras él iba a cubrir historias en Constantinopla y Madrid.

La literatura era una salvación para ambos: para ella porque acabaría con las coberturas en ciudades remotas y, por lo mismo, con el abandono; y para él por la paz que otorga un destino cumplido.

Hadley sintió sed. Faltaban varios minutos para la partida del tren, así que saltó a los andenes en busca de una botella de agua. A su regreso, la maleta había desaparecido. Como una ménade, peinó aquel vagón y los otros, rogando ayuda de ferroviarios opacos que se limitaban a mirarla con una frialdad muy a la francesa. ¡Nada!

El viaje fue tranquilo; la calma antes de la tempestad que iba a desatarse en Lausana cuando Hemingway descubriera que los únicos sobrevivientes del desastre eran un par de cuentos: uno oculto en un cajón por ser “impublicable” y otro porque la suerte quiso que estuviese en Estados Unidos a la caza de un editor.

La momia de Esquilo

Libros perdidos Esquilo
Esquilo.

Cuando los arqueólogos empezaron a desnudar a una momia egipcia en la década de 1990, no imaginaron encontrar poesía adentro. Y esta no era de Egipto sino de Grecia. El dramaturgo Esquilo (525 a. C.-456 a. C.), padre de la tragedia, había llegado al final del siglo XX gracias al dios Anubis, quien hizo que unos embalsamadores del último siglo antes de Cristo usaran papiros con la trilogía de Aquiles como traje para el muerto.

Hasta entonces eruditos y artistas sabían de su existencia solo por un puñado de versos y sobre todo por las referencias irónicas de Aristófanes, quien aprovechaba el escenario para abatir con sus comedias a Esquilo. Por otro lado, el texto completo de Aquiles desapareció cuando los romanos quemaron por accidente la biblioteca de Alejandría en el año 48 a. C.

De las manos de los arqueólogos, el ropaje de la momia pasó a los filólogos y de estos a un dramaturgo griego contemporáneo de nombre Elias Malandris, quien se puso a trabajar con esos versos de ultratumba para hacer algo más complicado que solo verter un texto de un idioma a otro. Reconstruyó una obra de una época distinta con piezas incompletas.

libro Aquiles

Tardó una década en meterse en la cabeza de Esquilo. Durante ese período buceó en tratados de filología y en la obra de los clásicos, desde Homero hasta otros autores trágicos como Sófocles y Eurípides. El resultado fue una criatura que hilvanaba los versos de la mortaja con hilos extraídos de la Ilíada y de sus propias elucubraciones.

La obra se estrenó en Chipre en julio de 2004, dos milenios y medio después de que Esquilo la escribiese. El director del Teatro Nacional, Andy Bargilly, dijo ante la prensa que “creía que se trataba de una adaptación fidedigna, pero nadie era capaz de asegurarlo”.

Los académicos saltaron de inmediato para criticar a Malandris por no ser Esquilo. Se quejaban de que él estaba lejos del real, pero al público, como siempre, aquello le importaba poco. Cuando Aquiles, interpretado por el tenor Mario Frangoulis, lloró por la pérdida de Patroclo a nadie le quedó duda de que ese amor del pasado anunciaba la llegada de una era nueva, cada vez más distante del prejuicio.

El apasionado de los libros seguramente deseará que cualquier obra perdida tenga un fin como este, donde las palabras resurjan de la nada para desnudar a los autores en su génesis. Sin embargo, la realidad es que la mayoría de los escritores que perdieron sus cuartillas a bordo de un tren consiguieron a cambio una segunda oportunidad: distanciándose de sus obras inmaduras, crearon algo nuevo sin perder la esencia de lo anterior.

Y es que todos le debemos demasiado a la reescritura.

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