Travesuras de un niño miope

Travesuras de un niño miope.
Ilustración: Miguel Andrade.

Cierta vez, bien apegado a la pared como siempre, pasaba delante de un billar. De pronto, escuché un barullo que empezó con el correteo de una sombra y detrás los gritos de agarren-al-ladrón. Nadie me vio recoger del suelo una bola, grande como manzana que, después de estrellarse contra la acera, rodó hasta mis punteras. Tendría entonces unos siete años. Maravillado con el hallazgo, me distancié en sentido contrario al tumulto.

Tal era mi emoción que, en lugar de enrumbarme hacia mi casa, por primera vez solo tomé la calle que conducía al puente sobre la autorruta. En un terreno baldío jugué a mi gusto con la bola, que era roja como la sangre y tenía grabado el número 3. Fascinado por su redonda perfección y su peso casi irreal, la examinaba, la sopesaba y la hacía rodar o la lanzaba apuntando a las nubes o hacia adelante, lo más lejos posible, mientras imaginaba que era un planeta viajando en el universo. Hasta cuando aterrizó en medio de unos hirsutos matorrales, sobre un bollo de mierda. La limpié con hierbajos y hojas de cuaderno, pero seguía apestando.

Por fin, encontré un grifo público donde la lavé hasta dejarla como nueva y más roja, más brillante que antes. Recién, entonces, me percaté del enorme puente. Su murmullo de cascada, su altura que daba vértigo. Los autos y los camiones pasando como balas debajo de mí, y yo, solo en el mundo, apoyado el mentón en la baranda viendo hacia abajo. Era una sensación maravillosa y excitante, como si la autorruta fuera una galaxia en movimiento perpetuo, y yo, un dios que había desprendido del orden cósmico el planeta 3, nada más que para acariciarlo entre sus manos.

¿Y si lo reincorporaba a su sistema galáctico? Bastaría con lanzar la bola hacia abajo. Durante un buen momento hice el amago de lanzarla, pero no lograba decidirme. Fue al escuchar el bramido de un avión sobre mi cabeza que, turbado más que decidido, la lancé con todas mis fuerzas y más bien al aire. Por poco me voy con ella hacia abajo. Dos o tres segundos después, escuché un estallido de vidrios, chirrido de frenos y otros estrépitos que se fueron multiplicando.

El alboroto, que aumentó a lo grande con las sirenas de las ambulancias y los bomberos, ya me estaba poniendo sordo. Miope y sordo, y además con hambre, cosa que venía de darme cuenta. El reloj que tenemos en el vientre no se atrasa nunca, nos decía siempre el profesor Mena. Eso estaba pensando cuando escuché, distante, como imaginada aunque se estremeció la tierra, una explosión. El Big Bang, dije, mientras caminaba rumbo a mi casa, bien apegado a la pared, como siempre.

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