Por Francisco Febres Cordero.
Ilustración: Mario Salvador.
Edición 438 – noviembre 2018.
Connecticut no se llamaba todavía Connecticut cuando nos instalamos en sus cercanías para pasar vacaciones en un lote donde mis papás construyeron una casita liliputense que no guardaba proporción con la inacabable extensión del terreno, que nos permitía jugar a las escondidas entre el sembrío de maíz, treparnos al único árbol existente, recoger moras silvestres y bucear en una pileta redonda cuya agua helada apenas nos llegaba a las rodillas.
Connecticut no se llamaba todavía Connecticut, sino que era un pueblo de tiempo aletargado. Sus casas remataban en un techo de teja soportado por paredes de adobe minuciosamente maquilladas con cal; en su vientre habían sido talladas unas ventanucas con cerco de madera pudorosamente protegidas desde el interior por cortinas tejidas a crochet que no escondían otro secreto que el de pobreza. Cada casa tenía un jardín donde sus dueños dejaban amarillar las esperanzas.
Deambulábamos por las calles casi desiertas hasta que llegara la hora en que salía el pan, todavía con el aroma que le dejaba la leña, para luego dirigirnos a la tienda en cuyo oscuro zaguán un par de operarias elaboraban unos chocolatines apelmazados que tenían la virtud de desprender de nuestras muelas las calzas que con tanta paciencia —y tanto dolor— nos había colocado el dentista. Pero el manjar más preciado eran unas galletas esponjosas coronadas con espumilla seca, conocidas como tortillas de viento, que dieron al pueblo fama gastronómica: no había visitante que osara pasar por allí sin saborearlas.
El pueblo tenía un único bazar donde era posible encontrar desde un tornillo hasta un arma tan apetecida y letal como una catapulta, pasando por botones, hilos y pelotas. El pueblo no tenía un cine, pero sí una cantina cuya rocola exudaba pasillos mientras sus clientes curaban con trago las heridas de sus desamores. Creo que el robo estaba aún por inventarse y de la existencia del crimen se sabía solo porque en la escuela los niños escuchaban, estupefactos, el bíblico asesinato de Caín.
Cuando años más tarde regresé para construir mi casa en el predio familiar, ya sabía que eso que en mi infancia creí que era una hacienda se reducía a un pequeño lote. No tardé mucho en enterarme que los delitos habían sido descubiertos y ahora eran cultivados con modernas técnicas y sincrónico esmero. Poco a poco, muchas de las casas se fueron transmutado en edificios y las pandillas comenzaron a marcar su presencia con indescifrables garabatos impregnados en los muros. Aprovechando el diluvial aguacero de la modernidad, habían brotado peluquerías, restaurantes, farmacias, gimnasios, clínicas para mascotas, un banco, un mercado y hasta un supermercado. Por las calles, ya pavimentadas, compiten camionetas que anuncian, a paso de funeraria, la venta de frutas, legumbres y gas, con automóviles que emergen fantasmales de las multifamiliares circunvecinas construidas sin orden ni concierto.
Así, de manera casi imperceptible, las tortillas de viento se convirtieron en hotdogs, los chocolatines en brownies, las mascotas en pets, las peluquerías en barber shop, los Juanes comenzaron a llamarse Johny, y las Rosas Daisy, mientras Conocoto fue rebautizada, según la chispeante jerga popular, como Connecticut, una briosa ciudad satélite que, ante el pasmo de los astrónomos urbanos, gira vertiginosamente alrededor de Quito.