Tour en los Kitos Infiernos

1

¿Es ecuatoriano, el señor?, me pregunta el taxista mirándome por el retrovisor y ostentando su dentadura flamante. Esquivo la vista como se cierra la puerta en las narices de un vendedor inoportuno. Es más, cierro los ojos. No quiero ver, todavía, esta ciudad extraña que ha reemplazado a aquella que abandoné hace más de treinta años. Con los ojos cerrados sigo viendo la ciudad. El hedor a lubricante quemado y a frituras es el mismo, pero hay otro ingrediente que aún no identifico.

Kitos infiernos
Ilustración: Miguel Andrade

El bullicio también es el mismo, aunque con más decibeles. Hay momentos en que, absurdamente, con solo doblar una esquina, me parece que salimos de un barrio para entrar en otro de latitudes opuestas; incluso, al entrar de sorpresa en una estridente avenida con una pestilencia irreconocible, siento como si ya no estuviese en Quito sino en la vieja Caledonia.

2

Como si entrara en un sueño, evoco un viernes de diciembre, al final del siglo XX: dos hombres enlutados e impasibles se me acercaron y en tres palabras me invitaron a entrar en un Pontiac negro de vidrios ahumados. Con seca amabilidad uno de ellos me vendó los ojos, mientras el auto empezó a desplazarse lentamente por la avenida Amazonas. En un primer momento, el olfato y el oído me permitieron ir reconociendo casi sin esfuerzo el Quito norteño, que iba evolucionando desde el bullicio hasta el silencio de su zona residencial.

En el sector de La Carolina, el auto dobló hacia el Oriente, al parecer, rumbo a la avenida Eloy Alfaro, pero repentinamente entramos en un sector que no correspondía a la zona sino al sur. Desde luego esa posibilidad era absurda, pues se necesitaba saltar un tramo enorme de la ciudad. Sin embargo, me parecía que estábamos atravesando los túneles que bordeaban el intransitable centro de Quito.

La ansiedad me impelía a quitarme la venda y no solamente para constatar por dónde íbamos, sino para respirar, como si la venda me lo impidiera. Entonces, desembocamos en el sector inconfundible de La Marín. Incluso dentro del Pontiac se sentía su paroxismo, sus hedores, su inminencia. Dónde estamos, por favor, pregunté alarmado y no tuve respuesta, como si estuviese solo.

Muy a mi pesar, continué reconociendo las callejuelas aledañas, la angosta cuesta hacia el viejo barrio de La Tola, el descenso sinuoso por La Recoleta, y nuevamente, como en una pesadilla entrábamos a otro ambiente distinto, hasta que empecé a identificar fragmentos de ciudades extranjeras, Lima, México, Marsella (en Quito un absurdo aire a mar). Necesitado de oxígeno, me aflojé la corbata e intenté quitarme la venda.

3

De pronto, un garfio humano se ensarta en mi hombro. Abro los ojos aterrado y veo un indigente cuyo rostro y brazo se han metido por la ventana del taxi. Sus ojos escupen el clamor y el odio que tienen los ojos de los mendigos en todas las ciudades sin salida. Cierre esta ventana, por favor, grito al taxista, quien me pide disculpas porque no funciona el mecanismo, y continúa tarareando su bachata.

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