Texto y fotografías: Pablo Cuvi.
Edición 439 – diciembre 2018.

La luz del amanecer se va reflejando en las fachadas de piedra rosada en la que están talladas las iglesias, los conventos, los edificios republicanos y las grandes esculturas que adornan las plazas de Morelia, llamada la Ciudad Rosa. Y no hace falta descender al Centro Histórico para apreciarla pues lo mismo sucede en las terrazas del hotel Villa Montana donde uno se topa con leones de sonrisa triste, peces dispuestos a navegar en una escalinata de ladrillo o pájaros exóticos de la mitología aborigen. Cuando es el gran festival de cine, puede toparse también con Diego Luna o Gael García. Pero el evento que nos convoca es la Feria de los Pueblos Mágicos, 111 municipios que calificaron para el programa por su gastronomía, su arquitectura o la riqueza del arte popular.
Somos solo tres los periodistas del grupo: una señora japonesa que habla inglés; una colombiana joven y pilas que hace volar un dron pequeño en cualquier lado, lo controla con su smartphone, edita poco después y lo sube a su blog de viajes, y este servidor. Karen, la mexicana, nos guía por los callejones y calzadas tradicionales, cada una con su leyenda de romances y aparecidos, que topan al fondo con el santuario de Guadalupe, la virgen omnipresente, aunque más hermoso sea el altar barroco de la capilla dedicada a santa Rosa de Lima. Presidiéndolo todo está la catedral, cuyas torres restauradas se alzan en pleno centro. Estos símbolos del poder religioso muestran, como en Quito o Roma, quién manda a la hora de los quesos.
Incluso el prócer de la Independencia que dio nombre a la ciudad, don José María Morelos, era cura. La tranquila casa de patio interior donde nació, en 1765, es ahora un pequeño e interesante museo personal con una figura animada que repite sus proclamas independentistas.
Y por imágenes republicanas tampoco falta pues, a mediados del siglo XX, un discípulo de Diego Rivera, Alfredo Zalce, pintó en los muros del palacio estatal de Gobierno la historia y las gentes de Morelia. No, no está a la altura de Rivera, pero los murales cumplen su función didáctica y nacionalista prolongando ese culto tan mexicano a las figuras ejemplares y grandilocuentes.

Pasadas las dos de la tarde nos apersonamos en el restaurante San Miguelito, en cuya decoración el barroco popular ha sido llevado al extremo, un decorado que va cambiando con las fiestas del año y que no deja un rincón vacío, ese horror vacui del que hablan los entendidos en arte. Como se aproxima el Día de los Muertos, asoma ya el altar de La Catrina. Cerca, entre las muchas fotos de celebridades, se distingue a Quentin Tarantino. Pero lo más original se halla al fondo del salón, en el Rincón de las Solteronas (que también tienen horror al vacío, ¿o no?) donde una estatua tamaño natural de san Antonio puesto de cabeza las ayuda a conseguir novio. Cuenta la anfitriona que de vez en cuando funciona. Yo le cuento que un árabe petrolero puso un anuncio en la web: “Busco esposa”. Diez mil quiteños respondieron: “llévese la mía”. Sal quiteña, que dicen.
La bebida recomendada aquí es un agua de limón con aguacate, pero yo me decanto por la primera margarita, seguida de un pollo bañado en salsa de chile morita al que escolta chorizo desmenuzado y hebras de queso, ese queso tan infaltable como el chile. Y el mezcal.
Sabor, color y picor
Por la noche, con bombos y platillos y juegos pirotécnicos, el gobernador inaugura la feria y recuerda que el programa de Pueblos Mágicos empezó en 2001 para impulsar a nivel nacional una actividad turística que contribuyera a elevar los niveles de bienestar de la población. Suena bonito. Y funciona, razón por la cual muchos pueblitos aspiran a ser tomados en cuenta para el programa.
Al día siguiente acudimos al recinto ferial, donde cada municipio exhibe sus artesanías y sirve comidas típicas. Hay mucho movimiento en los puestos y una que otra banda o grupo de danza regional alegra los pasillos. A pesar de la fortaleza cultural de México, se observa, en parte, los efectos de la estandarización que invade las ferias populares e indígenas de América Latina, desde Guatemala hasta Bolivia, pasando por el Ecuador.
La gastronomía es otro cantar pues ha preservado la identidad de las cocinas locales, de manera que asistimos a una auténtica feria de sabores y texturas con tortillas y chiles de lo más variado pues los hay que dan color; otros, sabor; otros, picor. Así, una quesadilla de Oaxaca con trocitos de maguey maduro es una gloria que festejamos con Benito, el chofer que conoce y bromea con medio mundo.
Semejante festín antes del mediodía amerita una siesta en el camino a Pátzcuaro, a orillas del inmenso lago del mismo nombre, donde nos topamos con los preparativos de una verbena por el 12 de octubre, Día de la Raza. Cual si lo hubiera dicho el gran indígena Benito Juárez, nuestro Benito reclama: “¡Cómo vamos a celebrar si vinieron los españoles y nos dieron una chinga!”. ¡Ah!, la riqueza de una palabra: chinga = paliza, chingón = montón, chingar = fornicar, fastidiar, y sus múltiples derivaciones y chingaderas. (Traducida para los gringos, chingadera es fucking thing).
En la fachada sencilla de la basílica de Nuestra Señora de la Salud, una placa recuerda la azarosa historia de este templo que ha sobrellevado terremotos naturales y políticos con incendios y pillaje. Hoy, los petardos estallan en el cielo como preámbulo de la caravana de vehículos adornados con globos que lucen los colores de la bandera mexicana.
Tomas sueltas: las campanas llaman a misa de seis; tres jinetes elegantes pasan al trotecito; sopla una brisa deliciosa y una niña corre tras su globo blanco en la terraza de la iglesia; dos señoras abren una rejilla del piso de la nave central y descienden a las catacumbas donde reposan, hasta el próximo remezón, prelados, pudientes y defensores de la religión —supongo, porque no bajo—.
Todas las casas del pueblo lucen el color blanco combinado con un tono ladrillo oscuro como las tejas y no hay letreros colgantes ni sobresalientes, sino nombres escritos con letras negras y rojas en las paredes de cal. Más pequeño y tradicional que Morelia, Pátzcuaro tiene una plaza tranquila con árboles coposos sobre los que vuela el dron de Diana, llamando la atención de algunos paseantes y de un niño que quiere cogerlo.
Desde el fondo de una calle colonial emerge, a voz en cuello y mandolina en mano, una estudiantina de músicos vestidos de negro, aunque la mayoría haya dejado de estudiar hace ya varios lustros y la capa de su líder exhiba, como baúl de barco, incontables sellos de los países adonde han ido a tocar. Un vecino bien puesto pide una canción y se integra un rato al coro. Puro aire festivo.
Hemos llegado a la Casa de los Once Patios, que fuera convento de las mojas dominicas en el siglo XVIII, pero se ha venido reduciendo con el crecimiento de la ciudad y del laicismo oficial; ya son solo cuatro patios y están ocupados por talleres y almacenes de artesanías, desde petates y figuras tejidas con la totora del lago, acá llamada tule, hasta cajitas y objetos pintados con laca.
En el restaurante Doña Paca, abierto, dicen, hace dos siglos, es de rigor probar la sopa tarasca, creada aquí, en Pátzcuaro, con frijoles bayos, tiritas de tortilla de maíz, chile y hebras de queso. Fácil de preparar y muy sabrosa, acompañada con cerveza artesanal o la Negra Modelo nos hace olvidar que sobre el lago se ha desatado la lluvia.


La vida no vale nada
Rodeada de eucaliptos, una Catrina inmensa, de traje largo, sombrero y culebra de cemento al cuello, recibe a los forasteros que arriban a Capula, pueblo de alfareros que organizan cada año eso mismo, la Feria de la Catrina. Como ya falta poco, venden por todo lado catrinas y calacas o esqueletos o simplemente calaveras de barro o de azúcar pintado. Diluida la frontera entre la vida y la muerte, no asombra que el taller del maestro escultor Juan Torres linde con el cementerio y con potreros cubiertos de una flor silvestre de color lila, entre las que pastan las pacientes y rumiantes vacas. Torres es también heredero del muralismo, cuyo peso se siente demasiado en las esculturas monumentales que se yerguen en la leve pendiente del jardín.
Media hora después hemos ascendido (en carro, claro está) a la zona arqueológica de Tzintzuntzan, que en lengua purépecha significa lugar de colibríes y fue, hasta la llegada de los españoles, capital del señorío Tarasca. Quedan los muros ovalados de piedras superpuestas y restos de terrazas de este observatorio privilegiado. Abajo se extiende el lago hasta que la vista topa con los montes azulados. El paisaje se asemeja a la provincia de Imbabura. Luego, Benito nos conduce por una ruta que bordea al lago hasta otro mirador desde el que se distinguen cuatro islas, todas ellas habitadas. Un suave oleaje de aguas enturbiadas por los lirios acuáticos golpea el muelle.

Del aire melancólico a la mañana radiante y sonora del domingo: “¡Con dinero y sin dinero/ yo hago siempre lo que quiero/ y mi palabra es la ley!”, cantan los mariachis ante la tumba del charro inmortal que puso letra a los corridos y los amores latinoamericanos de los años cincuenta: José Alfredo Jiménez. A la sombra de un gran sombrero de cemento pintado de café, muchachas pueblerinas se sacan fotos que incluyen otro verso: “La vida no vale nada”. Quién soy yo para discutirle a Jiménez, que vio la luz aquí, en Dolores Hidalgo, cuna también de Miguel Hidalgo.
Bajo un sol de plomo, desde la entrada de la iglesia donde, el 16 de septiembre de 1810, Hidalgo tocó a rebato las campanas de la insurgencia, algunas cofradías fieles a la Virgen de los Dolores arrancan a desfilar al son de tambores y trompetas, portando sus estandartes. Pregunto luego por unos muñecos como años viejos, colgados de una ferretería, junto a una pared de cal encendida por las veraneras. Dicen que acá no queman monigotes en fin de año sino en Semana Santa: esos son los judas originales que ahora suelen llevar caretas de Peña Nieto.
Camino de los viñedos, dos vallas anuncian una marca de mezcal, Tus nalguitas serán mías, embotellado en Dolores Hidalgo. Parece broma, pero no lo es pues existe una marca rival con la etiqueta: Hasta que las nalgas me desobedezcan. Más claro no canta un gallo en la ardiente tierra de José Alfredo Jiménez.
Como están ampliando la carretera, cuesta trabajo hallar la entrada de la Viña Cuna de Tierra, que empezó en el año 93, un poco a la aventura, con cepas de Cabernet Sauvignon, Tempranillo y Ruby Seedless, para uva de mesa. Que los olivos están plantados porque son los primeros donde pegan las plagas y permiten actuar en consecuencia, nos informa el sommelier. Y que, a partir del tercer año, los viñedos dormitan durante el invierno y eso enriquece al vino. Y que esta es una bodega-boutique, donde sirven langostinos cultivados aquí mismo y marinados con su respectivo Cuna de Tierra. Le sigue un lechoncito con pipián encacahuatado, huitlacoche (que es el hongo del maíz) y rábano negro, para rematar con las mistelas que veneraban las abuelitas quiteñas, que rezaban: “En el Purgatorio, chicha/ y en el Cielo, las mistelas”.


Cantinflas a sus órdenes
A San Miguel de Allende lo volvieron famoso los gringos adinerados que empezaron a comprar casas después de la Segunda Guerra Mundial para tener como lugar de veraneo, o residencia permanente, a este pueblo de trazado colonial. No sorprende entonces que, en el instituto Allende, un grupo de gringos canosos pero entusiastas reciba clases de español, junto a bucólicos jardines de árboles frondosos y cactus cargados de tunas donde funcionan talleres de escultura.
En cambio, el hotel al que llegamos perteneció al cómico que definió todo un estilo de ser mexicano: Cantinflas, quien aparece en las fotos de la recepción y tiene su estatua de bronce. Unos niños ríen y meten bulla en la piscina. De Cantinflas han oído, pero ignoran a otro vecino del pueblo, don Pedro Vargas, quien cantó boleros hasta los 80 y pico.
Si Morelia era rosa, San Miguel es rojo ladrillo y ha conservado sus casas de un piso, de ventanas alargadas a la calle, patio interior y un ritmo provinciano de vida, ajeno a los escándalos del narco. Por eso es agradable trajinar las calles sin apuro, curioseando en las tiendas de artesanías y en los puestos de frutas y verduras del mercado.
En otro registro social y económico está la antigua fábrica textil La Aurora, convertida en un centro de antigüedades y galerías de arte donde exhiben los pintores locales, muchos de ellos jubilados del norte. Un bargueño, sin incrustaciones de nácar ni tan tallado como los quiteños, vale dieciocho mil dólares, mientras los cuadros de amateurs andan por los dos mil.
En tiempos de luchas ideológicas, durante la guerra de los Cristeros, varios santos de piedra de la fachada de las iglesias fueron decapitados. Ahí siguen, tal cual, exhibiendo su pescuezo al sol. Tal como sigue y se exhibe, en el restaurante Los Milagros, un cantante doblado por los años sobre la guitarra, que la emprende con “Ayúdame, Dios mío/ ayúdame a olvidarla”… lamento que no oía desde las rocolas de Manta. Reubicado súbitamente en la infancia, hallo de lo más normal que nos sirvan tostadas planas con cebiche de pescado encima, tal como las vendían en la entrada del teatro Manta, cuando valían cuatro reales y se llamaban platillos voladores, y uno las compraba para entrar a ver películas mexicanas en blanco y negro.
En la mesa vecina, dos jóvenes amantes no conversan, se miran a los ojos mientras enrollan y muerden y se lamen los labios y los dedos y dejan en claro la sensualidad que hay en esto de comerse a mordiscos la tortilla y picarse con el chile.
Otra vez la llovizna saca brillo al empedrado y las paredes rojas. ¿Cómo harán para llegar acá las mariposas Monarca que cada octubre, huyendo del invierno, vienen a reproducirse sin recurrir al mezcal ni a las tortillas para sus ritos eróticos. Increíble viaje de cuatro mil kilómetros desde Canadá y Estados Unidos hasta los bosques de oyamel. Un santuario amenazado por el cambio climático, la deforestación, los químicos de Monsanto y Bayer, y los turistas desaprensivos. Cuando vuelva a México, iré a visitar a las famosas mariposas. Seguro, güey.