Top less

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Ilustración: Camilo Pazmiño

Por Mónica Varea

Me encanta la música tropical, adoro la cumbia, el merengue, la salsa y hasta el chachachá, (al reguetón no lo nombro porque clarito dije “música”). Lo grave no es que me gusten estos ritmos, lo grave es que me gusta bailar, estoy convencida de que bailo bien y no me pierdo de hacer el ridículo ante quien sea. Mis pies no se resisten, mi cuerpo entero vibra y salto a la pista de baile sola o acompañada, el papelón me importa un pito

Con estos antecedentes les contaré que hace unos años nos invitaron a un matrimonio en Guayaquil, nada más y nada menos que de gala y en el club La Unión. Mi marido no estaba muy animado, pero le convencí que el esmoquin le quedaba regio y que no se veía “ensillado”, como afirmaba él. Yo por mi parte dejé que mi hija Carolina me prestara una falda gris plata con una cola pequeñita y un top negro que escondía mis miserias. “¿Tienes sostén strapless?”, me preguntó la Caro cuando yo hacía la maleta. Y claro que tenía, uno de la pelea pasada pero sin tirantes y negro como lo exigía la ocasión.

Cuándo estábamos casi listos me di cuenta de que arrastraba la falda sin compasión; “el muerto resultó más grande”, habría dicho mi abuela, y es que Carito no es tan enana como yo y usa zapatos de tacón alto. La imaginación no se hizo esperar, pasé el sostén por esas tiritas que los modistos gringos ponen para colgar las faldas y en lugar de ponérmela desde la cintura, me la cerré justo debajo del busto. ¡Quedé regia!

Llegamos a la fiesta en cuestión y todo era muy lindo y elegante, incluidos mi marido y yo. Yo hacía gala de clase y distinción. Había sonreído toda la noche, no había hablado de política, religión o sexo, no había metido la pata, o sea toda una lady D de Latacunga. Todo iba bien hasta que a algún irracional se le ocurrió tocar La pollera colorada. Inmediatamente sentí la mirada de pavor y de súplica de mi marido, que con ojos de borrego ahorcado me decía: “Moquita, no, por Dios”. Pero Moquita ya estaba en la mitad de la pista de baile, echando por la borda toda buena educación y decoro.

Yo me sentía la reina del baile, poco o nada me importaban la angustia y ansiedad del pobre Santi, yo me meneaba al ritmo de la adorada música tropical y al vaivén del río Guayas que se veía hermoso.

No era yo la única que bailaba, era la única que bailaba mal, creyendo que lo hacía bien, pero había muchas personas que al igual que yo no pudieron resistir la música. Recuerdo una pareja alta y espigada que lo hacía con una elegancia envidiable, sin tanto humor como yo, pero ¡con qué ritmo! Había también un hombre gordito que parecía perinola junto a una mujer muy guapa y muy seria, y estaba el inolvidable viejito que levantaba polvareda, tenía unos 150 años y sus movimientos desacompasados demostraban que había perdido el oído hace unos 50, por lo menos.

Yo con mi falda gris plata bailaba, según yo, como una diosa (tal vez diosa inca, pero diosa al fin), de pronto el éxtasis tropical y mis exagerados movimientos me llevaron demasiado cerca del viejito que, sin dar tiempo a nada, saltó sobre la cola de mi traje, dejándome topless de un tirón, ya que el sostén ¡estaba agarrado a la falda! Mis reflejos funcionaron a las mil maravillas y, sin dar tiempo a nada, subí el top, cubriéndome todo lo que se desbordaba sin compasión. Con los ojos fuera de órbita, con las tetas en la mano y casi sin aliento avancé a decir: “¡Santi, vámonos!”

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