
Contar la historia desde la visión de los vencidos. Proponer nuevas versiones de la realidad. El arte como proyecto cultural y político que aspira a incidir en el imaginario simbólico del tiempo que le ha tocado vivir. Eso es, para Tomás Ochoa, lo medular de su trabajo y así lo expresa en su blog.
Nacido en Cuenca, en 1965, ha vivido más de media vida fuera del país: Ciudad de México, Zúrich, Madrid… y ahora, instalado como campesino, en el eje cafetero colombiano. Que el mundo del arte es relativamente pequeño, dice, y hoy “se puede vivir en casi cualquier lugar del mundo sin estar desconectado del circuito”. Se siente afortunado: “Puedo desarrollar mis proyectos desde el campo de un país periférico, pero con una escena artística potente que hace una presencia muy interesante a nivel mundial”.
En 2002 participó en la Bienal de Venecia y eso fue un punto de inflexión en su carrera. Apareció en diversas publicaciones especializadas y sus ediciones fueron adquiridas por colecciones internacionales como la Goetz Collection de Alemania. La obra participante fue “Sad.co-El castillo ciego”, una videoinstalación en la que recogía los testimonios de los últimos mineros de Portovelo que habían trabajado para la Southamerican, con el propósito de recuperar historias y memorias suprimidas. Esa obra recoge, por medio de la transmisión oral, los rastros de esa implantación en lo lingüístico, simbólico y cultural. Analiza las relaciones neocoloniales y las estrategias de resistencia de los vencidos.
Arriesgado y experimental
El lugar común de “nadie es profeta en su propia tierra”, aplica a Tomás Ochoa. Se ha sentido marginado en el Ecuador, “por negarme a seguir las recetas y la preceptiva de los popes locales”. Por otro lado, está bastante integrado en los circuitos internacionales del arte, “gracias a la brillante escena del arte colombiana. Las galerías La Cometa de Bogotá, Duque Arango de Medellín y Licenciado de CDMX han hecho esto posible”.
Como quien trabaja en un laboratorio y descubre una molécula reveladora, Ochoa ha encontrado una partícula que le ha dado aún mayor originalidad a su trabajo creativo: “Creo haber conseguido expandir el campo de los medios que he usado: trasladar el grano fotográfico de diminutas fotografías de archivos del siglo XIX o los pixeles de una Leica de la más alta definición hacia enormes telas, sustituyendo el grano o los pixeles por granos de pólvora supone, más allá del reto técnico, un salto cualitativo; una redefinición del medio y una proliferación del sentido original de esas imágenes”.
Así ha producido unas obras arriesgadas que aspiran a la complejidad. Lo ha hecho desde una intención experimental. “No se puede hacer nada interesante instalado en certezas”, dice el artista, que echa mano de otras disciplinas para su mundo artístico: la antropología, la etnografía, la poesía, la fotografía…
Los medios se deben subordinar a los presupuestos conceptuales que uno quiere desarrollar en un proyecto artístico, dice Ochoa. Y lo ilustra con un ejemplo: “Si se quiere abordar las memorias de los últimos mineros de Portovelo, quienes trabajaron para la compañía gringa que explotó sus minas desde 1860 hasta 1940, el medio más eficaz sería el registro audiovisual. La pintura puede representar el tiempo, pero solamente con la imagen en movimiento podemos lograr su transcurrir y que las víctimas de una historia de usurpación nos den su versión convertida en un legado historiográfico”.
Tacto de pólvora
La obra de Tomás Ochoa sorprende en los grises y sus matices. En algunas de ellas ha usado pólvora sobre tela. Y de ahí sale una obra potente, que resulta extraña y sobrecogedora: “Al reemplazar el grano fotográfico por granos de pólvora y echarles candela, consigo una fotografía sin fotografía y una pintura sin pintura. La era digital nos está privando de lo táctil y rugoso de las pinturas. Creo que estas piezas aspiran a lo pictórico por su insinuante disposición a ser tocadas. Al ser vistas de lejos o reducidas al tamaño de una publicación parecen fotografías”.

Más allá de los malabares técnicos, resulta más significativa la carga simbólica del uso de un material como la pólvora pues alude a la violencia. Dos de sus series, Pecados originales y Libres de toda mala raza, hacen referencia a la violencia colonial.
Ochoa no usa imágenes de violencia explícita. Sin embargo, “al quemar las imágenes, estas no desaparecen, sino que se resignifican y se cargan como disparadores de sentidos”. Y es cierto: resulta una obra extrañamente sobrecogedora.
En Línea negra se ve el bosque, la naturaleza, la neblina, en un paisaje entre blancos y grises, que resulta triste. Tomás Ochoa cuenta que Línea negra es el poético nombre que los indios arahuacos de la Sierra Nevada colombiana han dado a una de sus prácticas ancestrales y que consiste en recorrer sus territorios con el fin de restaurar el equilibrio natural alterado por la presencia de grupos armados.
Quiso recoger este legado en el año del proceso de paz en Colombia y para ello recorrió los territorios donde arreció la guerra. Descubrió parajes detenidos en el tiempo, donde no había llegado el “desarrollo”. Paradójicamente, la violencia los había preservado cual bosques primarios, salvo ciertas marcas en el paisaje como logos y pintadas de los grupos guerrilleros en las piedras de los ríos. Así, “esta serie plantea preguntas sobre las connotaciones políticas y consecuencias ecológicas de antes y después de la guerra con relación al territorio. La serie se desarrolló en 2016 y 2017”. “El proceso de paz se limitó a la dejación de armas de las FARC. Sin embargo, la violencia más contumaz, que es aquella que ejerce el Estado feudal y los terratenientes en Colombia, está muy lejos de desaparecer”.
Los paisas mestizos
Libres de mala raza es otra de sus series. Tiene su origen en una invitación del Museo de Antioquia en 2013, una convocatoria que tenía que ver con cuestiones identitarias por el bicentenario de la fundación de la ciudad. Para ello le dieron un manual escolar con el que se enseñaba historia a los niños colombianos. Ahí se leía: “Los antioqueños somos viejos cristianos procedentes de España, libres de toda mala raza, de negros, judíos, indios…”.
En el archivo de la biblioteca pública de Medellín encontró imágenes de Benjamín de la Calle y Melitón Rodríguez, de hace cien años, donde lucían sonrientes los viejos cristianos, pero también indios, negros, mestizos y judíos. “La misma tela pintada que usaba como fondo Benjamín de la Calle para sus fotografías yo la usé como fondo para fotografiar personas que pasaban por ahí y constatar que, desde hace al menos cien años, la composición racial mestiza de Antioquia no se había alterado. El resultado fue una serie de veinte retratos hechos con pólvora a tamaño natural, la mitad tomados con cien años de diferencia, lo único que ha cambiado es la moda”.
Una casa de tierra
A Ochoa le interesa desmontar las estrategias de representación del poder; deconstruir e impugnar los contenidos coloniales que prevalecen hasta hoy en Latinoamérica, como el racismo y el feudalismo; la relectura de la historia. Así como es un investigador nato y no se instala en certezas, tampoco lo hace en recetas: su obra actual no se parece a la anterior, está siempre buscando, experimentando, interpelando.
“Me parece tremendamente aburrido pasarse la vida entera pintando lo mismo o ilustrando las geniales ideas de los oportunos curadores. Mientras la aspiración de la modernidad era encontrar una voz o un estilo plenamente identificable, la de los contemporáneos es la renuncia al estilo y a aquello que nos instale en el éxito, aunque los posmodernos criollos siguen con devoción las recetas y la preceptiva conceptuales de sus curators”.
En sus redes sociales ha colgado un video sobre una casa que se ha construido. ¿Otro soporte para su obra?, ¿consecuencia del confinamiento?, ¿retorno a una serie que se llamó La casa ideal?
“No padecí el confinamiento —responde—, porque, convertido en campesino, estaba inmerso en una relación directa con la tierra”.
En estas circunstancias se le ocurrió hacer una casa como una obra: “investigar los modos y sistemas constructivos vernáculos, acopiar, experimentar y procesar los materiales de la finca: guadúa, fibras vegetales, tierra. Resolví conjugar mis prácticas e intereses artísticos con la arquitectura. Partí de los diseños, técnicas y saberes vernáculos de los Andes para producir una arquitectura híbrida contemporánea. Al incorporar procesos, materiales y tecnologías actuales, quise generar un espacio en el cual se potencien y enriquezcan el pasado y el presente”.
“Me propuse poner en valor los saberes constructivos ancestrales como un ejercicio de recuperación del uso simbólico de los materiales: esta casa de tierra se integra al entorno, nos cobija como una extensión de la naturaleza; plantea cuestiones identitarias y de pertenencia; desafía la idea del progreso. No sé si conseguí hacer de ella una obra de arte, pero sí aspira al atributo de la complejidad”.
Ese proyecto podría conjugarse con una serie de 2008, La casa ideal, donde entrevista a inmigrantes latinoamericanos en Madrid, preguntándoles: “¿Cómo se imagina su casa ideal?”. Las respuestas eran descripciones muy variadas, pero todos anhelaban volver para construirlas en su tierra. “Yo no volví y eso me hace pensar que nadie retorna nunca al mismo lugar porque uno ya no es el mismo y los lugares a donde uno regresa tampoco permanecen inmóviles. La única forma posible del regreso es volver a otra parte”.
