TOMÁS OCHOA o el arte convertida en pólvora

Por Jorge Dávila Vázquez

En el catálogo de Historias transversales se lee: “Tomás Ochoa (Cuenca, 1969) ha sido reconocido como uno de los artistas contemporáneos latinoamericanos más destacados de su generación. El Centro de Arte Contemporáneo de Quito presenta una exhibición que reúne su obra más representativa, producida en más de una década entre Argentina, Suiza y España. El artista ha participado en las Bienales de Cuenca, Venecia, Singapur, Córdova, Osaka, entre otras, y su obra es parte de algunas de las más importantes colecciones privadas y públicas del país”. Detrás de esta escueta nota hay toda una vida dedicada a la cultura y al arte; todo un conjunto de expresiones plásticas, que van de la pintura al video, la fotografía intervenida y las expresiones menos convencionales que cabe imaginar; todo un universo poblado de los fantasmas de la escritura, la filosofía, las búsquedas expresivas, el trabajo sin descanso.

Ochoa emerge en el panorama de la pintura ecuatoriana, cuando tiene alrededor de veinte años, junto a Patricio Palomeque, Pablo Cardoso y Eugenio Abad, nombres asociados por el público al llamado Grupo de Cuenca. En las primeras exposiciones, los cuatro van más o menos juntos; luego, cada uno se irá abriendo su espacio autónomo en el arte o se deslindará totalmente de él, como es el caso de Abad.

La década de los ochenta está marcada en Ochoa por una serie de experimentos ligados a la modernidad, en los que priman lo matérico, lo informalista y el expresionismo abstracto. La fuerza generadora de su obra lo va distanciando poco a poco de sus contemporáneos y confiriéndole un sitio propio, primero en el ámbito local, luego en el internacional.

Entre fines de los ochenta y principios de los noventa, su producción da un viraje hacia lo posmoderno, marcado claramente por sus inclinaciones literarias y humanísticas. Las lecturas de los posestructuralistas; las visiones del mundo de Deleuze o Foucault, inciden en su nueva manera de hacer arte. Hay una inquietud incesante, manifiesta en sus retratos, autorretratos y bestiarios, que pueblan varios años de su creación.

El gran paso a la madurez lo marca Devenir animal, a fines de la década del noventa, una expresión vigorosa, tremenda, concebida con una fuerza tal, como casi nunca antes se había visto en el arte cuencano del siglo XX. Ochoa teoriza sobre ese momento clave de su labor, al que siente como un paso natural de lo moderno a lo posmoderno: “Devenir animal, según lo postula Deleuze, no significa identificarse, ni regresar ni progresar, tampoco es instaurar relaciones de correspondencia, ni producir por filiación. El devenir es del orden de la alianza, de la propagación, del contagio… A los hombres aquí retratados no los unen lazos de filiación ni parentesco, no pertenecen a un grupo étnico definido, su condición es la del desarraigado, del nómada, del excluido. Ellos deambulan por la plaza de San Francisco de Cuenca y se agolpan en torno a algún posible cliente, esperando ser contratados para trabajos temporales. La proporcionalidad entre los conejillos de India y los jornaleros podría ser una alusión a los ritos chamánicos. El curandero luego de pasar un cuy por el cuerpo del enfermo, sacrifica al animal y al diseccionarlo descubre el mal y al mismo tiempo lee su destino.

“Pero en este trabajo planteo otra proporcionalidad más inquietante, a saber: los cuyes son animales domésticos, criados por los campesinos en sus cocinas o en cubículos dentro de la casa, para luego ser consumidos en días de fiesta. Cuando me acerqué a la plaza de San Francisco no pude dejar de pensar en ella como un cubículo, en el que la sociedad ha colocado a sus miembros sacrificables. Los cuyes son al sacrificio y al fuego lo que los jornaleros al trabajo precario y a sus días perdidos. Destinos signados por la precariedad, la no pertenencia, transitoriedad, como que lo único que contara para ellos fuera ese día. Cuando me acerqué a la plaza para retratarlos se agolparon a mi alrededor con una inaudita disposición a ser fotografiados, como si así confirmaran su existencia”.

Ochoa se piensa entonces —y no ha dejado de hacerlo a lo largo de estos años—, no solo como artista sino como actor social, implicado en la realidad comunitaria. Su sentido de lo contemporáneo es, asimismo, cada vez más agudo. Hay en su producción un uso crítico de la pintura, una mayor intencionalidad en todo lo que hace, y un hondo sentido del arte efímero.

Máquinas de colonización

Instalado ya en lo posmoderno, gana el primer premio del Salón de Julio de 1999, en Guayaquil, con la obra Máquinas de guerra. La iconografía del grabador belga del siglo XVI, Theodore de Bry, críticamente utilizada, está en la base de este conjunto. Es una desgarrada reflexión sobre la conquista europea y sus maldades; una ficción en torno a esos curiosos dibujos y grabados del artista, realizados solo a partir de relatos escuchados, pues él nunca estuvo en América; y es, al mismo tiempo, una actualización, que parece remitir al espectador a una violencia instaurada hace siglos y que jamás termina.

En 2002, Ochoa presenta Sad-co-the blind castle, video arte testimonial que “analiza las relaciones neo coloniales, navega en la memoria colectiva del imperio. Esta travesía comienza en las ruinas que dejó la transnacional estadounidense South American Development Company, Sadco, en el enclave minero de Portovelo”. Los pocos viejos mineros sobrevivientes: Delfín Calle (1907); Efraín Quezada (1916); Alfonso Lalangui (1916) y Miguel Alvarado (1919), narraban al artista “que para resarcirse de la explotación de la que eran objeto robaban a la compañía pequeñas cantidades de oro, untando en sus cuerpos el lodo de las minas que contenía partículas del mineral”.

La obra recupera historias y memorias suprimidas. Es un descarnado análisis de lo que fue la presencia neo-colonialista extranjera en ese perdido pueblito del Ecuador, entre 1840 y 1960, primero por parte de la Great Zaruma Gold Mining, y desde el fin del siglo XIX por la Sadco; los modos de explotación, la implantación de unas formas expresivas extrañas, pero también “las estrategias de resistencia de los vencidos”. Ochoa hace hincapié en “las relaciones asimétricas” entre explotadores y explotados, por el contraste entre la opulencia de los unos y la vida infrahumana y miserable de los otros.

En cuanto a la técnica del video arte dice: “Una cámara subjetiva propone una deriva por los remanentes de la Sadco. Con este procedimiento, recurrente en mi trabajo, trato de incluir al espectador en el recorrido y le planteo una experiencia cuasi cinética. Este trabajo lo desarrollamos en colaboración con el poeta portovelense Roy Sigüenza, quien realizó el acopio etnográfico”. Por ejemplo, “fotografías hechas por uno de los gerentes de la compañía (John Tweedy), las cuales fueron intervenidas y recontextualizadas para la puesta en escena de la obra”.

Como había ocurrido antes con los materiales de Bry, el trabajo del artista consiste no tanto en una apropiación, cuanto en una intervención y una puesta en contexto, que vuelven al drama algo absolutamente cercano y conmovedor por la recuperación de la memoria histórica y la visibilización de sus ignorados protagonistas.

Pólvora y pecados originales

Los dos años siguientes, en Argentina, continúa con búsquedas similares. Pieza esencial de ese tiempo es Contagio (2004), que registra la vida de un actor desocupado, en plena crisis económico-social del país. Partiendo, una vez más, de ideas de Deleuze, Ochoa se interna en un mundo donde se dan relaciones de alianza con el individuo excepcional de la manada, “el anómal”, en pleno proceso del devenir animal. “Víctor López ya no puede subsistir como actor y prefiere vivir en la calle antes que realizar otras tareas. De este modo, se coloca a sí mismo en el borde de una acción artística y una obligada marginalidad; interviene así en la ciudad sin otra herramienta que su propio cuerpo”.

“Este es un registro de las relaciones que López estableció en la calle con personas que permanentemente habitan en ella, en lugares de tránsito, terminales terrestres, plazas, comedores para indigentes. López es el anómal deleuziano, por medio del cual entramos en contagio con zonas heterogéneas, accedemos a la banda y a las historias personales de sus miembros”.

El video en cierto sentido es también la historia de un ser a la deriva, sentida como acto creativo, según Jodorowsky. Ochoa realiza el trabajo involucrándose directamente en la vida de los sin techo, compartiendo el cada día de los desposeídos y poniendo por obra su teoría del artista social como actor implicado. Sus trabajos de este período participan en numerosos festivales de video arte y cine experimental y en muestras del más alto nivel, y pasan a formar parte de importantes colecciones.

Es también una época en que grandes críticos internacionales como Fernando Castro, Carlos Jiménez, Simonetta Lux, Irma Arestizábal o el mítico curador Fumio Nanjo, se ocupan de su producción, y esta aparece en prestigiosas publicaciones especializadas americanas y europeas.

Además de La casa ideal, fotografía y video en que el artista intenta captar los sueños de los obreros migrantes de la construcción, sobre una utópica morada en su país, tres proyectos capitales copan este último tiempo:

• Indios medievales, obra basada en una estructura alegórica, en la que según la teoría de Craig Owens, el artista no crea imágenes, las confisca, desmontando así, socavando las estructuras establecidas. El tema de la migración, por ejemplo, es visto como el escape de una esclavitud hacia otra.

• Cineraria, cimentada en la idea del campo expandido de la pintura. En la modernidad el artista busca un estilo, en la posmodernidad le interesa lo multidisciplinario, lo metafórico, los bordes. Una vez más la lectura nueva de viejas fotografías sobre lienzo, intervenidas con pólvora, “incineradas” simbólicamente, en una especie de catarsis. Aunque no haya pintura, el resultado es pictórico. “En la serie de los cuadros de pólvora lo que deconstruye, insisto, es la mirada del colonizador que fotografía, por ejemplo, a una dama transportada en andas, como si fuera una virgen, a puro lomo de indio. Tomás Ochoa se apropia o confisca las fotografías de la gerencia de la mina, desplegando su ejercicio alegórico que guarda relaciones, evidentemente, con la estilística apropiacionista que se desarrolló en los años ochenta y que es uno de los elementos vertebrales del postmodernismo”, escribe Fernando Castro Flórez.

• Pecados originales, en que el tema fotográfico se desplaza hacia las misiones en la Amazonía, y los procesos plásticos retoman las búsquedas experimentales de Cineraria, siempre en pos de una resignificación, un desentrañamiento, unas estrategias de representación que lleguen a los públicos, despierten su sentido crítico, los conmuevan. Irma Arestizábal señala que estas obras “son construcciones poéticas que transitan entre la foto/video-ensayo, donde el artista actúa también como etnógrafo, como sociólogo, englobando una serie de practicas artísticas al margen de la lógica tradicional, pretendiendo acercar el arte a la realidad, colocándose en situación de acción, interacción y participación”.

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