Todos somos peregrinos.

Por Diego Pérez Ordóñez.

Ilustración: Tito Martínez.

Edición 435 – agosto 2018.

firma-Perez

“El viaje es, para un espíritu noble, como un renacimiento.  Tiende a enseñarnos una profunda humildad, ampliando nuestro altruismo hasta abarcar la humanidad al completo”.
Herman Melville, Viajar.

Es verdad que en el viaje suelen coexistir y potenciarse los mejores y más profundos rasgos de la naturaleza humana: de la memoria al placer, de la soledad a la necesidad de cierta compañía, de la nostalgia a la más generosa perspectiva. Viajar por las razones adecuadas casi siempre nos convierte en mejores, nos hace distintos y nos transforma, nos aporta nuevas visiones y ayuda a refrescar las ideas. Viajar implica, por fuerza, sacudir límites y diluir idiomas. Viajar involucra, necesariamente, evaporar linderos y sacarle brillo a la cansada mente.

Casi nada le puede ganar la mano al efecto siempre maquinal de llegar —ya sea por primera vez o en un viaje de reconocimiento— a la ciudad deseada: desempacar a toda velocidad, sin perjuicio del cansancio y de la diferencia horaria, para cruzar lentamente el puente de las Cadenas, descomunal y ruginoso, en un paseo inolvidable desde Pest hasta Buda por encima del pausado y opaco Danubio, que Claudio Magris apostilla como el río que “transcurre grande, y el viento de la noche pasa por los cafés al aire libre como la respiración de una vieja Europa que tal vez se encuentre ahora en los márgenes del mundo” (El Danubio, 244).

Y qué me dicen de la adrenalina de poner pie en la maciza, ruidosa y olorosa Nueva York, de preferencia en abril o en septiembre, con la certera e improbable guía de dos poetas, uno madrileño y el otro andaluz. Por un lado la lírica fotográfica y musical de José Hierro: “Se funden las aguas atlánticas/ con las del Mediterráneo/ La corriente del East River/ se ha guadalquivirizado” (Cuaderno de Nueva York, 119). En el otro lado del cuadrilátero idílico, el peregrino Lorca: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas/ La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada” (“La aurora”, Poeta en Nueva York, 209).

O quizá la ansiedad de dejar las maletas y callejear por la camaleónica Buenos Aires, deleitosa ciudad en la que pueden convivir, casi sin litigios territoriales ni celos de clase alguna, la alta cultura del Teatro Colón, con las bajas pasiones del rock; lo criollo con lo italiano, lo armenio con lo ruso, lo americano con lo europeo. “En los barrios más señoriales —nos recuerda Ernesto Schoo— Buenos Aires quiere hacernos creer que es París, hasta que el copete de una palmera, o la floración de los jacarandás nos devuelve a la realidad. Una realidad dentro de la cual hay lugar también para algún remedo de Londres” (Mi Buenos Aires querido, 115). En Buenos Aires el nombre del juego es devorar la ciudad, proponerse caminarla de cabo a rabo, parar en algún café en procura de un tambo, husmear en las librerías (de preferencia Eterna Cadencia en Palermo o en la más turística Ateneo, en la tradicionalmente libresca avenida Santa Fe), hacer planes para visitar museos y galerías.

No nací en el Mediterráneo

Puede ser que el viaje tenga propósitos educativos y estéticos, como el “grand tour” del siglo XVIII, por el que los jóvenes de alta clase se empapaban de la cultura clásica, al tiempo que aprovechaban para reunir importantes colecciones de arte, y armar suntuosas y muy surtidas bibliotecas. Si bien estas giras de placer decayeron con la aparición del ferrocarril, con la pérdida de interés por las raíces grecolatinas y por la popularización de los viajes —gracias a Thomas Cook, trotamundos de tanta resonancia— el “tour” sirvió para definir a estos prospectos para los más altos asuntos de Estado o de empresa. Y sirvió también, en el caso de las mujeres, para sembrar los primeros vislumbres de la soberanía: “En el caso de las crónicas masculinas de viaje (nos informa Brian Dolan) estos comentarios están poblados de conquistas, afanes de conocimiento y domesticación de lo salvaje, los relatos femeninos muestran experiencias diversas, sobre todo relacionadas con crecimiento individual, búsqueda de independencia y salud. Los viajes surtieron educación, entretenimiento, ejercicio físico y una vía de escape para una amplia variedad de mujeres durante el siglo XVIII” (Ladies of the Grand Tour, 11. Mi traducción libre).

Típicamente, además, la gira arrancaba por Dover (si el paseante era británico, queda claro) y se franqueaba el canal hacia, normalmente, Calais o Le Havre. El primer destino “civilizado” solía ser París, en ese entonces centro del mundo y lugar donde los viajantes refinaban su francés, y podían contratar clases de esgrima, modales de corte, baile y artes ecuestres (sobre esto de París como ombligo del mundo, el libro recomendado es Cuando Europa hablaba francés, de Marc Fumaroli). Después se emprendía hacia Italia —vía Suiza, generalmente— con particular énfasis en Florencia (una visita a los Uffizi era de rigor, durante los meses o años de estancia) con otra etapa larga, placentera y tendida en la Venecia que luego fascinó a otros viajantes estetas, como John Ruskin y Marcel Proust. Roma, claro, era el centro de gravedad del “grand tour” y el foco de compras de estatuas, vasijas, pinturas y libros para las colecciones. Los más aventureros podían bajar hasta Nápoles (a lo William Hamilton) o intentar rodear Sicilia, a bordo de una embarcación a la altura.

Viajar en busca de placer sigue siendo una de las más grandes experiencias, incluso en la cresta de la ola de la masificación del turismo, de las filas interminables y de los grupos para cada ocasión, aun en condiciones en que las inspecciones de seguridad, en todo lado y casi en cualquier circunstancia, bordean el tacto rectal. Casi no hay sala de espera, verificación y sello del pasaporte, visita guiada o agencia de turismo que puedan oscurecer los bálsamos y las delicias del viaje.

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