Por María Fernanda Ampuero
“Y por amor a la memoria
llevo sobre mi cara la cara de mi padre”
Yehuda Amijai
(Lo cita Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos)
Hace poco recibí un correo de una amiga de mis papás, la otra mitad de una pareja de amigos de esos tan antiguos que conocieron la risa de nuestros padres cuando eran niños y cuyos hijos crecimos a la par, aburriéndonos a muerte en interminables reuniones de adultos con música, anécdotas y chistes de gracia inentendible, ajena.
Por cierto, es curioso ver a los padres con los amigos de toda la vida. Uno, como hijo, siente que lo están traicionando de alguna manera: ¿quiénes son ese hombre y esa mujer que beben whisky, fuman y se ríen golpeándose los muslos y secándose las lágrimas? ¿Son mis padres? ¿Por qué no se divierten así conmigo? ¿Por qué parece que se han olvidado de que existo? ¿Cómo es posible que se vean tan jóvenes, tan irresponsables, tan distintos a los que viven conmigo en casa?
Vuelvo al correo: la amiga de mis padres me decía en él que había leído algún texto mío y que le había divertido muchísimo constatar que mi sentido del humor era una mezcla perfecta y redomada del humor de mi papá y de mi mamá. Que soy, así lo dijo ella, el resultado innegable del fino ingenio de Xavier Ampuero y la habilidad para hacer chistes con cualquier anécdota de Mercedes Velásquez: “dos de las personas más brillantes y graciosas que he conocido en mi vida”.
Las palabras que me dedicó esta mujer, más allá de la dulce caricia a mi ego que agradecí, me dejaron pensando en que muchas veces, ya de adultos, cuestionamos a nuestros padres y guardamos gigantescos rencores hacia ellos pensando —estúpidos e ingratos de nosotros— que no les debemos nada, que, al contrario, son ellos los que nos han jodido la vida y nos deben explicaciones, perdones, pleitesías y arrepentimientos.
Al menos yo he pasado gran parte de mis años escribiendo en la columna del Debe —aplicada y venenosamente— de la más grande a la más pequeña traición de mi padre, pensando que nada me ha dado, acumulando en su cuenta faltas e impagos, deseándole lo peor con el odio que solo un hijo —la hija, la niña— que adora y se siente traicionado puede sentir.
“No te debo nada, todo me lo debes tú a mí”.
Después del ciego amor del niño, viene el convulso rechazo del adolescente y, finalmente, el cínico cuestionamiento adulto: ¿por qué lo hiciste tan mal, padre? Todos mantenemos, ya sea con uno o con los dos, algún rencor, algo que no les perdonamos, nuestros creadores, nuestros, por así decirlo, dioses. Es así: sus traiciones, sus errores, se sienten como la traición de un dios al que hemos adorado y del que hemos esperado, sin obtenerla, la misma adoración.
Miramos hacia ellos con ojos suplicantes: “quiéreme, mímame, compláceme, perdóname, dame, atiéndeme, consuélame, priorízame sobre todo lo demás”.
Pero nuestros padres —y, aunque parezca mentira, esto no sobra decirlo— son personas, gente como tú y como yo, jodidos idiotas que meten la pata sin parar y mezquinan y cambian y se equivocan y engañan y exigen lo que no dan y actúan con incoherencia y son erráticos, falibles, atarantados. Nuestros padres son como nosotros. Son nosotros.
Vuelvo al correo que me mandó la amiga de mi padre. Ella me estaba intentando recordar lo mucho que le debo a él, con quien guerreé mi vida entera. Ella hablaba de ese sentido del humor que compartimos mi padre y yo, y que nos hace capaces de reírnos hasta de lo más sagrado y de lo más solemne, pero también está la pasión por la música que es su herencia directa y que fue cultivada en esos sábados en J. D. Feraud Guzmán, donde mi padre era feliz y me permitía la dicha de elegir un disco para mí. Y en la lectura —por muy cansado que estuviera no se dormía sin leer unas páginas—, y en la escritura y en el amor por el precioso país nuestro que recorríamos en su Volkswagen y que solo él y yo contemplábamos —como un secreto común— mientras mis hermanos y mi mamá dormían.
Mi padre está en mi voz, en mi frente, en mi pelo rizado, en mis ojos, en mi boca y en este corazón que es parecido al suyo: desaforado, inmanejable, abrupto, incandescente y tan fácil de romper.
Pero esto, que sin él no sería quien soy, quizás lo he pensado ya muy tarde: mi padre batalla contra un cáncer al que le importa un bledo que yo haya hecho este descubrimiento.