Todavía cambio mi reino por un plato de lentejas.

Por Gonzalo Dávila Trueba.

Ilustración: Camilo Pazmiño.

Edición 434 – julio 2018.

Gastronomia

Si Esaú vendió su primogenitura por las lentejas, ¿de qué forma estarían preparadas para que tuvieran tanto valor? Por ello, cuando me dijo aquella chica —novel en la cocina— que debía de haber cerrado el restaurante porque mis recetas eran de otra época, sonreí y callé.
Y abundó en argumentos como aquel de que mis clientes ya debían de haber estirado la pata o serían demasiado viejos y que ahora era el momento de innovar con reducciones y asociación de productos para lograr sabores inauditos.

—¿Cerraste por esto el restaurante? —me preguntó.

—Verás… ¿cómo te digo? —repuse y añadí—: me sucedió lo que a todos cuando decidimos. En algún momento de la vida te lanzas al vacío y en el vértigo de la caída, en mi caso, me ratifiqué por segundos en aquello que había intuido: estaba harto de todo y esto atormentaba mi mente.
Los sabores son la gloria de quien, con imaginación, paciencia y tenacidad, los descubre no en la primera vez que prepara su receta, sino quizá en la ocasión mil. O peor aún, jamás. Toma una vida entera en la cocina y otra para inventar aquel plato inmortal cuyo nombre se popularizará, sin tú saberlo, como le sucedió a un maestro clásico quien escuchó reproducir por primera vez su música cuando iba camino al hospital donde fallecería.

¿Quién hizo la fanesca? ¿Quién el seco de chivo? Alguien mezclaría los granos con el pescado salado o pondría la chicha de jora en el estofado de chivo. Y como Arquímedes, ¡eureka! habrá gritado. La satisfactorancia (más que satisfacción) del descubrimiento le llevaría a pregonarla a los cuatro vientos, que en realidad era chulla soplo en un pequeño caserío recientemente fundado con el nombre San Francisco de Quito. Y esas recetas se repitieron y son el ancestro culinario y educan sobre el proceder en la cocina.

Cuando el cocinero logra dar con un sabor inaudito, como aquel que resulta de la mezcla de las salsas de vino blanco y soya caramelizada y allí las ameniza con los cristales que quedan pegados en la sartén luego de freír langostinos, no hay otra opción que reafirmar que la excelencia gastronómica existe.

Pero no fue una, aunque sí pocas las ocasiones en las que algún prepotente burócrata, investido de un poder que yo no le di, criticó por criticar a la cherna bañada con esta salsa.

Quizá andaría herido al saber que muy pronto su real calaña e inoperancia se pondrían al descubierto, pese a que pregonaba ser la mente creadora del cambio de matriz productiva, sin entender procesos y viabilidad, aunque sí la conveniencia de cambiar para siempre el saldo de su chequera.

Ya no se cuece hoy para los clientes habituales. Se lo hace para los ciudadanos del mundo que están ávidos por encontrar nuevos sabores en escenarios espectaculares. Esa amplitud del escenario gastronómico no exige —pues ya pasaron por ello— que el plato le llegue con serpentinas y tenga un nombre raro. Desea un plato que tenga un precio racional, un sabor excelente y no se lo expenda en una cueva de ladrones.

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