Edición 438 – noviembre 2018.
La Argentina, a pesar de sus recursos inmensos, sale de una crisis sólo para caer en la siguiente.
El grito fue estremecedor, multitudinario, repetido cada noche, una semana y otra, por muchedumbres enormes y enardecidas: ¡que se vayan todos! Encuestas de esos años revelaban que hasta el 71 por ciento de la población quería, en efecto, que se fueran todos. Era el año 2001 y, en medio de una pobreza creciente, un desempleo abrumador y una recesión de espanto, la Argentina estaba convirtiéndose en una sociedad sin Estado ni instituciones funcionales, con los piqueteros apoderados de las calles, la economía desplomándose y el gobierno en desbandada. Y, además, con el ¡que se vayan todos! retumbando sin cesar.
Los tres años previos a ese tumultuoso diciembre habían sido de propagación explosiva de la pobreza (los argentinos perdieron en ese lapso un promedio del 11,7 por ciento de sus ingresos per cápita), por lo que desde que asumió el poder, en diciembre de 1999, el presidente Fernando de la Rúa tuvo que lidiar con una crisis económica honda y agresiva. Y no pudo: la situación lo doblegó hasta pulverizar en pocos meses su base de apoyo. En las elecciones de octubre de 2001 la oposición peronista se apoderó del congreso, al mismo tiempo que los sindicatos obreros se lanzaban al ruido y la desestabilización. El gobierno quedó colgado de un hilo.
Cientos de miles de personas se dedicaron a comprar dólares y, claro, las reservas estatales se diezmaron y el dinero circulante se contrajo con brusquedad. La recesión se agravó y cayó la recaudación de impuestos. Los gobiernos provinciales empezaron a emitir bonos (los célebres “patacones”, entre otros) para al menos poder pagar a sus burocracias. Al borde del abismo, De la Rúa trató de detener la estampida de divisas imponiendo controles monetarios durísimos, como por ejemplo restringiendo la libre disposición del dinero mediante la fijación de topes para los retiros de efectivo de los bancos. Ese fue el devastador “corralito”. Por falta de circulante, la actividad económica se paralizó, la ira popular estalló y, sin otra salida posible, el presidente renunció el 20 de diciembre. La crisis económica había derivado en un derrumbe político. Al empezar el siglo XXI la Argentina había tocado fondo.
En los siguientes trece días, el país tuvo tres presidentes. El cuarto, Eduardo Duhalde, peronista, asumió el 2 de enero. La suspensión de los pagos de la deuda externa fue anunciada de inmediato: la Argentina había quebrado. Para entonces, más de la mitad de los habitantes urbanos habían visto caer sus ingresos por debajo de la línea de la pobreza y, de ellos, la mitad estaba en la pobreza extrema. Los argentinos ya no podían creer en nada ni en nadie. Por eso el estruendoso y multitudinario ¡que se vayan todos! Con todos idos, la Argentina ya no volvería a despeñarse. El futuro sería de estabilidad y de prosperidad. La lección estaba aprendida. ¿O tal vez no?
Algo de viveza criolla
Todo estuvo bien organizado, con prolijidad y detalle. No quedó —parecía— ningún cabo suelto: tenían controlado el congreso, domados a muchos jueces y fiscales, amenazada a la prensa, firmada una legión de testaferros, aseguradas las complicidades, conseguidas bóvedas y cajas de seguridad, identificados los paraísos fiscales, bien trazada la ruta del dinero… Sabían, incluso, cuánto pesa un millón de euros en billetes de quinientos. Era, por lo tanto, una operación segura, hermética, inexpugnable.
La operación, en efecto, fue ejecutada semana tras semana, sin cometer errores ni caer en descuidos. Todo perfecto. Bolsas repletas de dinero (billetes de quinientos euros, claro) llenaron las bóvedas secretas y, más tarde, fueron sacadas del país y llevadas a islas discretas, en vuelos sigilosos para que no quedaran registros. Y, así, dos, diez, cincuenta patrimonios (de amigos, parientes, gente de confianza) crecieron durante doce años. Hasta que…
Hasta que un buen día aparecieron ocho cuadernos, con anotaciones pulcras de nombres, direcciones, fechas y montos, que a lo largo de diez años, desde febrero de 2005, había escrito un chofer con alma de notario que trabajaba para la presidencia. Nada menos. Después de revisarlos con dudas y minuciosidad, el juez de la causa puso manos a la obra. Y en pocos días ya hubo 14 detenidos, 43 imputados y 12 potenciales delatores.
El chofer, a quien también le habían caído unas propinas y ya se había comprado una casa y siete autos, dejó en sus cuadernos los testimonios irrefutables de cientos de viajes en los que, a bordo de su Toyota, transportó bolsas de dinero con prudencia y discreción. El juez calcula que fueron, al menos, doscientos millones de euros. Dinero de comisiones que empresarios codiciosos y sin conciencia pagaban a cambio de contratos con sobreprecios y bajo estados de excepción.
Entre los imputados y detenidos todavía no está la cabeza de la corrupción. Pero todo el mundo sabe quién es. Tarde o temprano le llegará su hora. Y es que, a pesar de lo bien que organizaron el saqueo, con prolijidad y detalle, todos irán cayendo. Ya empezaron a caer. Uno por uno. Y, por cierto, no sólo en la Argentina…
Forjando el desastre
Decía el general Juan Domingo Perón que “el drama argentino no es, como podría creerse, un asunto improvisado”. No lo es, desde luego. Ya en su origen, en los años inmediatos a la Independencia, la Argentina se dedicó a atraer inmigrantes europeos, tal como lo habían hecho los Estados Unidos, ofreciéndoles un país inmenso, poco poblado, con tierras fértiles necesitadas de mano de obra. El gran acierto estadounidense fue convertir a esos proletarios europeos en propietarios norteamericanos. Así surgieron los ‘farmers’, esa clase que llegó a ser la columna vertebral no sólo del asombroso progreso económico del país, sino también de su robusta democracia. Más aún, con la enormidad del ‘Far West’ esperándolos, los inmigrantes se quedaban muy poco tiempo en las ciudades, por lo que la mano de obra urbana se volvió siempre escasa. Los centros industriales tuvieron, entonces, que pagar salarios altos, lo que hizo surgir un mercado de masas como no había habido nunca en el mundo. El resultado fue un capitalismo creativo y vigoroso, que inventó la producción en serie y que hizo de los Estados Unidos el país más rico y libre del planeta.
En la Argentina, por el contrario, los proletarios europeos que llegaron siguieron siendo proletarios. Las tierras se las adjudicaron las viejas familias criollas, por lo que, en lugar de los colonos-propietarios al estilo estadounidense, la clase que apareció y dominó fue la de los grandes estancieros, dueños de territorios inacabables, cuya expresión política fueron los caudillos que sometieron al país durante todo el siglo XIX. “En 1830, un poco más de quinientos individuos se habían repartido entre sí más de ocho millones de hectáreas”, según la prolija investigación del historiador Mauricio Rojas. Unos años más tarde, en 1879, “8,5 millones de hectáreas fueron adquiridas por 381 personas, lo que da un promedio de 22.310 hectáreas por individuo…”. La extensión media de las propiedades rurales argentinas era, en esas décadas, siete veces mayor que en los Estados Unidos y catorce veces mayor que en Inglaterra.
Un sector agrícola con propiedades tan extensas y fértiles permitió una expansión económica inicial muy rápida, que hizo de la Argentina el país más avanzado y próspero de América del Sur, con una ciudad, Buenos Aires, que año tras año se convertía en una metrópoli vibrante, luminosa, elegante y con altísimos niveles de educación y cultura. Entre 1870 y 1913, la economía argentina se multiplicó 12,3 veces y el producto interno bruto per cápita casi se triplicó. Para entonces, 20,7 millones de hectáreas estaban dedicadas a la producción de cereales, con lo que las exportaciones de trigo estaban en 3,9 millones de toneladas. Así, la Argentina llegó a tener indicadores económicos en los niveles de los países de punta y su población urbana un poder adquisitivo entre los más altos del mundo. Pero el país llevaba en sus entrañas el germen de las crisis.
Patrones y caudillos
“La sociedad argentina fue edificada sobre la base de la relación patrón-peón”, de acuerdo con la descarnada descripción del historiador John Lynch. Incluso antes, cuando los países hispanoamericanos emprendieron el camino de su independencia aprovechando que España había sido invadida por la Francia de Napoleón, la ruptura de la Argentina fue “una disolución sin plan y sin objeto, operada por los instintos brutales de las multitudes”, según escribió el presidente Bartolomé Mitre. No fue extraño, por lo tanto, que en una fecha tan temprana como 1829 surgiera el primero de la lista larga y demoledora de los caudillos argentinos: Juan Manuel de Rosas. Tras apoderarse, vía militar, de la provincia de Buenos Aires, Rosas extendió su influencia por toda la ‘Confederación Argentina’ y fue hasta 1852 el hombre más poderoso del país, que marcó su historia hasta muy avanzado el siglo XIX. Con él llegó el populismo a la Argentina, para no irse nunca más.
El populismo es, como tantas veces se ha comprobado, un acto arrebatador, casi irresistible, de ilusionismo: el populista crea una sensación de progreso sólido y de bienestar duradero por medio del uso masivo y abusivo del poder político y del dinero público, aprovechando alguna coyuntura extraordinaria de ingresos fiscales por el alza pasajera de los precios de las materias primas. Claro que la ilusión dura lo que duran los precios altos. Después, ya dilapidada la riqueza en obras suntuosas, gasto desmedido, bonos, prebendas, culto a la personalidad y corrupción, mucha corrupción, lo que queda son deudas, rencores y conflictos. Eso ha ocurrido una y otra vez en la América Hispana, la Argentina incluida, por supuesto. Pero allí se suma un elemento adicional que —según la admirable autocrítica de la más seria e ilustrada intelectualidad argentina— ha hecho aún más destructivo al populismo: la viveza criolla. Jorge Luis Borges, nada menos, aseguró que “la deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama viveza criolla…”.
El gran exponente del populismo argentino en el siglo XX fue Juan Domingo Perón. Su llegada al poder fue precedida por el golpe de Estado de 1930, que cerró una larga etapa de crecimiento económico basado en su sector agroexportador. Cuando los precios internacionales de los productos argentinos cayeron (y lo hicieron hasta en 60 por ciento), como derivación de la crisis mundial de 1929, la Argentina se sumió en la incertidumbre y la inestabilidad. Así llegó a 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, con una política de neutralidad que afectaba los esfuerzos estadounidenses por presentar al mundo la imagen de un continente unido en respaldo a los aliados. Y el 4 de junio, un grupo de militares nacionalistas, con simpatía por los nazis, dio un golpe de Estado cuyo inspirador habría sido el por entonces coronel Perón.
Desde ese día su ascenso fue incontenible, sustentado en un discurso popular, incluso plebeyo, muy distinto del carácter aristocratizante de las clases dominantes, y con cercanías evidentes con el sindicalismo obrero. A todo lo cual se agregó, como un factor decisivo y de radicalización, la figura carismática y emblemática de Eva Perón. Con ellos, marido y mujer, nació el peronismo, el movimiento populista más vigoroso, masivo, desafiante y duradero que haya visto el continente. Y si bien Perón fue derrocado en septiembre de 1955 (Eva había muerto en julio de 1952, con tan sólo 33 años de edad), el peronismo perduró, cambió de rumbo cada vez que le hizo falta para seguir siendo decisivo en la política argentina. Y sigue siendo decisivo hasta hoy.
Tocar fondo, otra vez
Entre la caída de Perón en 1955 y su regreso a la presidencia en 1973, la Argentina tuvo diez presidentes, cinco de ellos militares. La inestabilidad no terminó con su retorno al poder, sino que se incrementó. Perón murió en julio de 1974 y su viuda, Isabel Martínez, que era también su vicepresidente, le heredó el mando. Pero para entonces ya habían empezado las guerras internas, primero entre las facciones de izquierda y derecha dentro del peronismo y después entre las guerrillas marxistas y las bandas paramilitares. Fue la ‘Guerra Sucia’, de una crueldad inaudita y que llevó al golpe militar de marzo de 1976 y, más tarde, a la ‘Guerra Loca’ de abril de 1982, cuando, con la dictadura agonizando, el general Leopoldo Galtieri lanzó al ejército a ocupar las islas Malvinas, con la consiguiente derrota militar ante la Gran Bretaña. La Argentina, que en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, era uno de los países más ricos y prósperos del planeta, era en 1982 un país pobre, vencido, fracturado y desmoralizado. Había tocado fondo, otra vez. Pero, al menos, en 1983 volvió la democracia.
Sin embargo, el germen de las crisis que llevaba en sus entrañas desde la creación del país volvió a manifestarse en cuanto el nuevo gobierno, del presidente Raúl Alfonsín, empezó a enfrentar el drama que había heredado: una inflación de 400 por ciento anual, un déficit fiscal de 15,3 por ciento del producto interno bruto y una deuda externa de 40.000 millones de dólares, todo eso en un país abatido por siete años de una dictadura sanguinaria. Y si bien las decisiones económicas del gobierno no fueron las más tinosas, como más tarde se comprobaría, al fracaso de su gestión contribuyeron con fuerza las paralizaciones promovidas por los sindicatos obreros controlados por el peronismo. En los cinco años y medio que Alfonsín llegó a gobernar, hubo trece huelgas generales y más de mil paros, lo que ocasionó la pérdida de 83 millones de días de trabajo. Sí: 83 millones. A mediados de 1989 la situación económica ya era inmanejable (78 por ciento de inflación en mayo, 114 en junio, 189 en julio) y, claro, la situación política se desbocó. La Argentina había tocado fondo una vez más. Alfonsín tuvo que entregar el poder. Los peronistas volvieron a mandar por medio de Carlos Menem, que había ganado las elecciones y que estaba dispuesto a dar un golpe de timón al rumbo del país.

Lo que vino a continuación ya es historia reciente: Menem levantó la economía en sus diez años de gobierno, hasta 1999, pero a un precio impagable de corrupción. Fue entonces cuando llegó Fernando de la Rúa, que tuvo que irse a los dos años en medio del grito estremecedor y multitudinario de ¡que se vayan todos! Pero no se fue nadie ni cambió nada: unos días más tarde, al empezar 2002, los peronistas ya estaban otra vez en el poder, con Eduardo Duhalde. Y lo siguieron estando desde 2003 con Néstor Kirchner. Y desde 2007 con Cristina Fernández de Kirchner. Con ellos volvió el populismo desenfrenado y, siguiendo la línea del ‘socialismo del siglo 21’, durante doce años concentraron el poder, implantaron el autoritarismo, persiguieron a la oposición, manipularon la información, secuestraron la justicia, elevaron el culto a la personalidad al nivel de política de Estado y se enriquecieron sin límites ni pudor.
¿Podrá Macri?

Cuando Mauricio Macri llegó a la presidencia, en diciembre de 2015, la misión que se impuso fue implantar, al fin, una economía sólida y unas instituciones confiables, para que la Argentina no volviera a tocar fondo. Sus propuestas fueron la “revolución de la alegría” y la “pobreza cero”. Empezó con fuerza, con la mirada bien puesta en sus metas y con un respaldo de 66,3 por ciento. Pero hoy, mil días más tarde, el país vuelve a ir hacia abajo, acercándose al fondo: 28,7 por ciento de los argentinos están bajo la línea de pobreza, 4,9 son indigentes, el desempleo llegó a 9,6 por ciento y el poder adquisitivo de la moneda se desploma. El dinero falta y, como en 2001, la gente está recurriendo al trueque: una gallina por unos pañales, una manta por un poco de leche…
Todo comenzó, esta vez, cuando por el alza de las tasas de interés en los Estados Unidos legiones de argentinos se lanzaron a comprar dólares, la moneda de refugio. El peso empezó a colapsar y, para sostenerlo, el gobierno elevó los intereses en pesos hasta el 73,3 por ciento, al mismo tiempo que vendía miles de millones de dólares. Sirvió de poco: en junio, Macri tuvo que pedir un rescate por 50.000 millones de dólares y, en septiembre, un rescate complementario por 7.000 millones. Se comprometió, además, a no emitir ni un peso más y seguir metiendo dólares en el mercado. Ese plan cuesta hoy 23 millones de dólares cada día y, desde luego, no faltan dudas sobre su sostenibilidad.
Por lo pronto, ya se anticipa que la economía decrecerá 2,6 por ciento en 2018 y un adicional 1,6 en 2019. Para Macri han sido “los cinco peores meses que haya vivido”, sobre todo porque, con la nueva crisis y el rescate, el encanto del empresario exitoso y emprendedor, convertido en político optimista y triunfante, se desvaneció ya. Podría, por supuesto, reflotar y ganar la reelección el año próximo, pero no le será fácil. Y es que, de tanto tocar fondo y de levantarse para pronto volver a caer, los mercados financieros internacionales ya son implacables con la Argentina, mucho más que con otros países con indicadores aún peores. Los tremendos escándalos de corrupción no le ayudan. La rudeza de la oposición peronista tampoco. ¿Volverá, entonces, a tocar fondo? Falta poco para saberlo.