Tío Alejo y el agua.

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.

Edición 435 – agosto 2018.

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El tío Alejo llegaba descalzo a los dos metros, de tal manera que resultaba un esfuerzo verle más arriba de la cintura porque te cegaba el sol o te dolía la nuca. Era algo así como tener un gigante de cuento flotando por la casona. Usaba los zapatos más grandes del mundo, que cuando los encontrabas solos, tirados por ahí, no parecían zapatos de persona sino de ogro. Me encantaba meter mis dos pies dentro de una de sus botas, me llegaba al ombligo, y dar brincos como en carrera de ensacados hasta caer de boca. Cuando venían los primos de vacaciones jugábamos al campamento haciendo de carpa su abrigo militar. Todo en él era monumental, hasta la jaula que hizo construir el abuelo para encerrarlo y así evitar que se hiciera daño y causara tanto desastre. Hasta su miedo al agua daba miedo de tan aparatoso, como si le vertieran encima un chorro de tarántulas o de serpientes venenosas.

Cuando estaba limpio, andaba por la casona feliz. Bien vestido, bien peinado, rasurado, se paseaba mostrando su vida como una buena noticia. Subía y bajaba escaleras de cinco en cinco y casi bailando. Entraba y salía de las habitaciones repartiendo sonrisas. Iba y venía por los patios de la casona jugueteando con los animales. Le encantaba espiar la vida de la familia, mezclarse en la vida de las criadas y merodear el comedor a la hora del café vespertino de las tías. Incluso husmeaba la fundidora, aunque tomando distancia de los hornos, ya que si huía del agua el fuego lo aterraba.

Lo malo era que le crecía la barba, el pelo, las uñas. La ropa se le ajaba, se le ensuciaba y cada vez con más apuro y más saña. Él ya lo sabía. Ya se olía. Entonces, empezaba a esquivar los espejos, el reflejo de las ventanas y a distanciarse de todos con progresiva desconfianza. En su cara barbada, en sus movimientos, se veía cómo le iba creciendo la angustia, igual que si la casa se fuera llenando de enemigos. Después desaparecía en los vericuetos de los tres patios. Sobre todo en el tercero que era el más grande y que tenía árboles y estaba sembrado de estatuas rotas, campanas de todos los tamaños, moldes, chatarra. Ya no se lo veía ni a la hora de comida, aunque su hedor delataba desde lejos su escondite. Solamente la Peta podía acercársele con un enorme plato de comida. Algunas veces se encaramaba en los muros y se escabullía por las calles, y casi siempre lo encontraban en las afueras del mercado, confundida su pestilencia con la de la basura. Desde allí, maniatado como esclavo y arrastrándolo, un piquete de obreros lo volvía a la casona.

A la final, siempre llegaba el día en que le tocaba el baño. Sus aullidos de espanto hacían retumbar la casona y hasta el barrio. Qué otro espectáculo más sobrecogedor podía haber para los niños y los adultos que ver a ese Gulliver, empujado, arrastrado, rumbo al agua. Mordía, aullaba, pataleaba, se sacudía como poseído por el mismo diablo. Llamaba a la abuela, que era su madre y que estaba muerta desde antes de que yo naciera. Pero bastaba que el chorro de agua le golpeara la coronilla o la nuca, para que se aquietara como un converso recibiendo el sacramento del bautismo. Quieto, hechizado, aún temblando pero ya sonriente, dejaba que el agua corriera por su cuerpo todavía vestido con la ropa sucia, andrajosa, de vagabundo. Después, él mismo se desnudaba y se metía en su enorme bañera que era nuestra piscina. Nunca olvidaré las noches en las que, sobre los aullidos lastimeros de los perros, se oían en el mundo los gritos placenteros del tío Alejo que continuaba chapoteando, disfrutando de la maravilla del agua.

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