Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
Edición 429 – Febrero 2018.
Una pila de años fue necesaria para que su vida ecuatoriana terminara convertida en polvo, en cicatriz, en muda recua de fantasmas. Hasta él en persona, como casa abandonada, había terminado habitado por otro fulano, apodado el apátrida.
Al menos así lo creía, hasta mediados del año en el que cumplió 40.
Para entonces vivía en Praga, en un vasto apartamento subterráneo con atmósfera de refugio antibombas, al que se accedía por un oscuro pasadizo y en donde se acostumbró a vivir con luz artificial. Lo compartía con un colega de trabajo de origen chileno, un tipo menudo y melenudo, de cara redonda y ojos tan angostos que lo creían tibetano. También lo compartía con el desfile de amantes del chileno. El apátrida, para entonces, trabajaba como cronista en Bifront, una revista que mezclaba reportajes sobre extrañezas del mundo y conflictos a gran escala. Él se encargó, por ejemplo, del reportaje sobre Muvuzha, una aldea donde la gente nacía sin ojos. Una comunidad autárquica, sin ninguna noción del sentido de la vista, por lo cual la vivienda, el trabajo, la alimentación, el conocimiento, el amor, lo vivían de otra manera. Un tiempo atrás, Karin Andersen, la noruega directora de la revista le propuso que viajara al Ecuador, con el fin de hacer una carpeta con sus extrañezas. Alguien le había hablado de unas lagunas a las que anualmente acudían millares de aves transmigrantes no para reproducirse sino para morir de manera fulminante, una suerte de suicidio colectivo. Lo siento, Karin, pisar el suelo natal me resultaría mortal. Como si estando vivo tuviese que convertirme en zombi. Algo así, le dijo para excusarse. Hasta que un amanecer, como una cucaracha en su buzón, se filtró un mail: “yo sé que todavía estás vivo y ni siquiera preguntas por mí. Al menos déjame ver tus ojos antes de morir”.
Como un frasco estrellándose contra el piso se le hizo añicos su condición de “irreversible apátrida”. Varios días con sus infinitas noches transcurrió bebiendo ginebra y manoteando, como a una telaraña, el sentimiento de culpa. Hasta que, con el dolor del alma, tomó la decisión de perjurar y cometer el retorno a su país. Pero como nada suele estar escrito, el equipo de cronistas y reporteros gráficos de la revista, una bandada de gallinazos, tuvo que volcarse de inmediato a la región de los Grandes Lagos, en el centro de África. Allí, supuraba el infierno genocida de Ruanda y venía de estallar su fase más atroz. Cerca de un año, como un gallinazo en el matadero, el apátrida estuvo sumergido en el horror, la náusea, el agotamiento. De tal manera que el retorno a su país y la cita con su agónica madre se disolvieron en la misma pira africana.
De vez en cuando, solía despertar con un sabor de lodo y sangre a causa de alguna pesadilla de la infancia. Hasta que una mañana con resaca, tufo a droga y mujer desconocida resoplando en su cama, se dijo, basta. Como echando paladas de tierra sobre la tumba materna y en una fosa común arrumando al país con sus vivos, anuló nombres, cuentas y claves digitales. De paso, renunció a su enfermizo trabajo, a la gélida Praga y con una mochila y su Mac, se embarcó en un tren medianochero, sin saber si iba a Auschwitz o a París. Un apátrida es ciudadano de la nada, como las llamadas plantas azules que a falta de raíces se nutren de la humedad del aire. Algo así se dijo, encerrado en el baño del vagón, mientras se rasuraba el cráneo, el rostro, la garganta.