“El último, maricón”

Ilustración: ADN Montalvo E.

Óscar Molina Vargas

Tenía veintidós años. Trabajaba como periodista en el diario más antiguo de la ciudad. Era domingo y yo, que solo me intereso por los deportes cuando se trata de gimnasia rítmica, nado sincronizado y otras delicadezas, tuve que cubrir una carrera; la más representativa del periódico y de la ciudad. La solemnidad en los trotes sobre la línea de partida, las barras de aliento y los aplausos, el olor a bloqueador solar sobre la nuca: toda esa aura de competitividad recalentada bajo el sol me remitía a ese purgatorio que eran las mañanas deportivas en el colegio de varones en el que estudié. Por suerte, a mí me correspondía escribir una crónica del concierto de cierre de la carrera, en el Estadio Olímpico Atahualpa.

Y ahí estaba yo, con mi libreta y mi silencio, pensando en que la única vez que había pisado antes ese estadio fue para un concierto de Shakira. Mi papá y yo no habíamos compartido el rito de sentarnos juntos en las gradas, empanada de morocho y bielita en mano, para cantar y celebrar los goles del equipo que, supongo, debería haber amado desde la infancia y hasta la muerte (blanca). Hubiera sido absurdo que lo hiciéramos porque yo, la verdad, canto y celebro mejor “Ciega, sordomuda”. Quizá hasta la estaba tarareando en mi mente mientras caminaba ese domingo hacia la salida del estadio. Mentira. Esta es la transición más pop que encontré para llegar a la escena que me ha perseguido desde entonces.

El estadio se vaciaba de a poco. El césped estaba repleto de vasos plásticos desfigurados y de cintas brillantes como culebras muertas. Frente a mí, dos niños de siete u ocho años jugaban a patear lo que encontraban. Hasta que uno le dijo al otro: “Hagamos carreritas”. Ambos se animaron, pero uno de ellos, para insuflar al reto de una hombría mozalbeta, propuso: “El que llega al último es maricón”. Todo a mi alrededor se difuminó (“y todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí”). En ese instante del mundo mis ojos solo seguían la desesperación traviesa de esos chiquitos por no quedarse atrás, por no ser el maricón de la tarde.

¿De qué corrían?, me pregunté. ¿De qué había estado corriendo yo todos esos años, confinado en una estrechez de corazón que no quería?

La competencia de los niños, aunque hiriente, me inspiró. Le propuse a mi amigo Paúl, cineasta, que filmáramos un cortometraje basado en ese día. Mi idea era ver a dos hombres recreando la carrera por no ser el maricón del barrio, mientras de fondo sonaban declaraciones, chistes, amenazas homofóbicas sacadas de entrevistas en la radio, la televisión, de escenas de películas. El cortometraje —su material en bruto— existe. Logramos grabarlo durante una ruta que recorre las iglesias del Centro Histórico de Quito. Yo era el maricón que corría y corría por esas calles iluminadas como pesebre hasta que, exhausto y cabreado, me detenía. Era obvio, pero quise resaltarlo: esa maratón inútil, para mí, se había acabado.

El corto sigue sin editarse —¿alguien se anima?— y con el tiempo he cambiado la idea original. En un momento se me ocurrió que ya no fueran voces negativas y condenatorias las que impulsaran la carrera. Me gustaría, quizá, hacer una pieza más experimental en la que sonaran piropos, alabanzas, sobre lo gay y lo queer. Es junio, mes del Orgullo, así que me adelanté a reunir esos halagos y les pregunté, sin un gramo de ingenuidad, a personas cercanas dónde o cómo se expresa mi mariconería. Qué es —con la conciencia diáfana de que toda etiqueta es un riesgo y un corsé— lo que me hace ser el maricón que soy, además de que me gusten los hombres. Ciertos hombres.

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Paúl, mi amigo cineasta, me dijo por WhatsApp: “Me acuerdo clarísimo que eras joven, y un día llegaste y dijiste soy gay. Eso te hizo gay. Declararte gay. Nombrarte gay. Anunciarte como tal. Antes de que te digas gay, yo ni me había dado cuenta”. Y yo que en ese entonces pensaba que mi anatomía era ya muy transparente.

“Tus gustos musicales”, me dijo Carla, mi mejor amiga desde la universidad. “Aunque eso obviamente es muy amplio y no es determinante, pero que te guste Britney Spears y otras cantantes pop”. Las paredes de mi adolescencia estaban empapeladas con pósteres hiperbólicos de Britney y Christina Aguilera: santas de mi templo badea. “Pero también”, agrega Carla, “es tu capacidad de sorprenderte con la belleza”.

“Marica, es una pregunta bastante compleja porque, además, uno tiene que definir qué te hace gay, más allá de la atracción por los hombres”, me dice Juanita, mi parce colombiana, desde Nueva York. “Y creo que es la necedad de explorar tu identidad, con base en tu misma percepción de lo que no es heteropatriarcal, de lo no normativo. Eres muy insistente en mirar lo que te rodea y en cómo eso te define en parte a ti. Lo que te ha hecho ser gay es eso: abrirte a la posibilidad de que no solo tu orientación sexual te defina, sino las identidades y las formas alrededor tuyo”. A esta flor, marica, la puse en un florero con agua fresca.

Fausto, amigo y editor sensible, me envía un audio cuya esencia da cuenta del marica hermoso que es él mismo. “Qué importante lo que me preguntas, chiqui. Pensando en el trabajo que hemos venido haciendo, y con todas las precauciones que implica esa palabra, y que, bien sabes, creo que es tu mirada, tu apego por todo lo mínimo, por todo lo vulnerable, por todo lo frágil, por todo lo inestable, por todo lo irregular, por todo lo que siempre se fuga de la norma, de lo vertical”.

“Es algo de cómo te mueves en los espacios y las conversaciones, a tu propio ritmo”, me dice Ariel, la compañera que tuve para sobrellevar la catástrofe tonta de una ruptura amorosa.

¿Todo eso —que sé que no es propio, pero que me conmueve porque florece de la generosidad de los míos— estuvo en mí desde niño? A mi mamá le toma dos horas pensar su respuesta. “Yo no pienso”, me escribe, “que te mostrabas diferente al resto de niños de tu edad. Solo que tenías una carita bella y dulce”. He oído muchas veces que las madres siempre saben, que son las primeras en reconocer que han alumbrado a unx niñitx colibrí. No indago más, conmovido como estoy por la ternura y por el cuidado precioso de mi madre de no ponerme al borde de los precipicios en los que sabe que me han puesto: la exclusión, la rareza, la excepción.

No soy iluso ni falsamente engreído.

Vine a pintar un arcoíris, a ensamblar un coro de celebración. Todo lo primoroso que lxs otrxs ven en mí, yo lo veo en nuestra comunidad. Me pasa a menudo, desde que empecé a quererme más, que cuando estoy en una discoteca, una marcha o un brunch, me quedo un rato quieto, nos contemplo y me digo: qué fabulosxs somos. Qué creativxs, qué dichosxs, qué etéreos.

Tampoco soy inocente.

No nos romantizo. Sé muy bien que, como seres humanos, podemos ser mezquinos, rapaces, arbitrarios. Pero hoy, en este instante, quisiera que nos vieran como la constelación que somos. Quisiera que sientan en la sangre la misma admiración y el mismo deslumbramiento que a mí me ha tomado 35 años sentir: porque no hay quienes como nosotrxs —mariposones, arroyos, suspiros— para insistir, pese a las (o)presiones, en la hermosura gloriosa de fluir.

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