¿Qué pasa cuando es la familia o los médicos quienes se empeñan en alargar la agonía de enfermos terminales o crónicos? Un proyecto de Testamento Vital propone que se respete la voluntad del paciente.
Texto y fotografías: Xavier Gómez Muñoz
En una de las salas del Hospice San Camilo cuatro personas hablan en voz baja, con cuidado de que no les escuche el familiar al que visitan. La hija de una mujer con cáncer a la lengua entra a la habitación de su madre. Dos ramos de flores adornan el cuarto de un paciente que lleva conectado un respirador a sus fosas nasales, pero sonríe. Me acerco hacia él. Luego de una presentación breve y un ligero apretón de manos que deja sentir sus huesos, me dice que se llama Galo, que tiene poco más de 60 años y que podré ir a verlo en los próximos días, cuando esté sin visitas y pueda contarme cómo vive la etapa final de la fibrosis pulmonar idiopática que está terminando con su vida.
El Hospice San Camilo es un centro integral de cuidados paliativos, situado al norte de Quito. Hasta allá llegan personas con enfermedades crónicas avanzadas y pronóstico limitado de vida. Una de las reglas es que los pacientes no pueden estar internados más de treinta días; si en ese tiempo no han fallecido vuelven a sus casas y reciben los cuidados a domicilio.
“El precio que cobramos al paciente es de 70 dólares diarios, lo cual equivale a la mitad del valor real del servicio, y se reduce cuando se atiende a los pacientes en sus casas”, me explica el padre Alberto Redaelli, mientras recorre la obra que inauguró hace apenas dos años. Sin embargo, desde hace dieciocho años ha atendido en sus domicilios a cerca de quince mil enfermos terminales.
El concepto de hospice, continúa el fundador de la institución y miembro de la Orden de los padres Camilos (conocidos también como Ministros de los Enfermos), ha sido poco difundido en el Ecuador e incluso en América Latina. Se trata de centros especializados en aliviar el dolor y dar asistencia médica, psicológica y espiritual —sin imponer ningún tipo de creencias— a pacientes terminales. Estas unidades combinan los servicios de un hospital con los de un hogar de cuidados para ancianos, aunque reciben gente de todas las edades. “No se trata solamente de calmar el dolor y acompañar a una muerte digna a los pacientes: aquí nos preocupamos por mantener un vida digna, ayudándolos a aceptar su realidad y prestando apoyo psicológico y espiritual también a sus familias”.
Alrededor del 80% de los pacientes del Hospice San Camilo padecen diversos tipos de cáncer y, en menor proporción, cardiopatías, insuficiencias renal o hepática, enfermedades neurológicas, entre otras afecciones. No es extraño encontrarse con enfermos desahuciados por casas de salud públicas o privadas, que no cuentan con unidades que brindan un servicio integral de cuidados paliativos. Pero también hay personas que decidieron, algunos en contra de sus familiares o pronósticos médicos, dejar la quimioterapia y demás procedimientos que pudiesen haberles alargado la vida, o prolongar el dolor de su agonía. Lo cierto es que en este punto se hace evidente —en esto coinciden los pacientes consultados— la necesidad de un documento legal que garantice que se respetará su decisión cuando no estén en condiciones de expresarla por su cuenta. Un testamento para el final de sus días.
La muerte a su debido tiempo
El doctor Agustín García, médico jubilado y exprofesor universitario durante 48 años, me recibe para hablar de los procedimientos que normalmente se aplican a enfermos terminales y crónicos, y del proyecto de Testamento Vital que ha desarrollado la Sociedad Ecuatoriana de Bioética, organización autónoma e interdisciplinaria que él ayudó a fundar en 2003.
Hablar de la muerte en países con fuerte tradición católica, dice el doctor García, es casi un tabú, por lo que propuestas como el Testamento Vital pueden ser socialmente malinterpretadas y, en consecuencia, ignoradas. No se trata de una iniciativa a favor del homicidio por compasión, el suicidio asistido o la eutanasia, sino más bien de un proyecto a favor de que se “respete la muerte en su debido momento (ortotanasia), si es que el paciente así lo decidió previamente, y no se extienda su agonía de forma inhumana en casos en los cuales no hay ninguna posibilidad de recuperación”. En términos médicos eso se conoce como distanasia, que es un ensañamiento u obstinación terapéutica, mediante procedimientos desproporcionados de soporte vital, aplicados a enfermos terminales, que prolongan innecesariamente su agonía.
De su experiencia, el doctor García considera que los motivos de la obstinación terapéutica son varios. Por un lado, está la responsabilidad del médico que quizás no tuvo una adecuada formación humanística y salió con la idea de “salvar vidas a cualquier costo, cuando lo que nos compete es practicar la medicina con dignidad y conciencia, tal como se expresa en la Declaración de Ginebra (actualización del juramento hipocrático propuesto por la Asamblea General de la Asociación Médica Mundial)”. Pero también está la familia, que muchas veces –sobre todo cuando el enfermo no está en capacidad de expresar su voluntad– presiona al médico para que se mantenga al paciente con vida aunque no tenga posibilidades de recuperarse”.
Dilemas
Con más de veinte años de trabajo en el área de Cuidados Intensivos del Hospital Carlos Andrade Marín, la doctora Anabela Cifuentes es una experta en la materia, además, tiene un diplomado en Cuidados Paliativos e integra la Comisión Nacional de Bioética que funciona como un órgano asesor del Ministerio de Salud Pública. La doctora Cifuentes reconoce que dilemas de esta índole se presentan a menudo en clínicas y hospitales. La decisión de mantener con soporte vital a pacientes sin probabilidades razonables de recuperación se acuerda con la familia, luego de que un grupo de especialistas evalúa el caso. “Se les pregunta a los familiares qué quería el paciente en esta situación y se aplica una decisión compartida entre el equipo médico y los familiares”. Pero hay también casos, añade Cifuentes, en los que “es el médico quien se obstina en no retirar el soporte vital. Familias que insisten en mantener así a los pacientes (a pesar del dolor y la angustia)”. O, peor aún, “casos de pacientes en uso de sus facultades a los que se les oculta la verdad sobre su estado de salud”, negándoles la posibilidad de decidir sobre el final de su vida, lo cual se conoce en psicología como conspiración del silencio.
Al tanto de estas realidades, la Sociedad Ecuatoriana de Bioética empezó a trabajar en un modelo de testamento que permita a las personas expresar libremente y por anticipado su voluntad. Para ello la organización revisó proyectos afines que han tenido éxito en países como España y México. Inspirado en el manuscrito de la Conferencia Episcopal Española pero con un espíritu laico, el Testamento Vital ecuatoriano propone en su segundo párrafo:
“Si, por enfermedad o accidente, llegara a estar en una situación clínica irrecuperable y/o en circunstancias en que no pueda expresar mi voluntad respecto a exámenes y tratamientos que se me quieran aplicar; y, si mi médico tratante u otro médico interconsultado, especialista en la materia, independiente del caso, han determinado que no existe una probabilidad razonable de recuperación de tales condiciones, dispongo que no se me apliquen los procedimientos de soporte vital, si éstos únicamente sirven para prolongar el proceso de morir (…), y sólo se me administren los tratamientos y asistencia adecuada para aliviar los sufrimientos que pueda tener”.
Este documento, argumentan sus promotores, está basado en el derecho a la autonomía de cada individuo y el consentimiento informado del firmante. El proyecto “fue presentado a la Comisión del Derecho a la Salud de la Asamblea Nacional en 2013 y (a falta de respuestas) se envió un oficio a la presidenta Gabriela Rivadeneira en noviembre del año anterior”. Tenemos la esperanza, retoma el doctor Agustín García, de que 2016 sea el año en que se discuta este tema.
El final de la vida
Ha pasado más de una semana desde mi primera visita al Hospice San Camilo. La disminución de la capacidad pulmonar y el ahogo que produce la fibrosis pulmonar idiopática han mermado el estado de ánimo de Galo. Hoy, sin embargo, me anticipa su psicóloga, él amaneció con la voluntad renovada: planificó las actividades del día (disfrutar de un baño asistido, caminar un poco, ver una película, escribir una carta para su familia) y está dispuesto a conversar.
Los síntomas de la fibrosis pulmonar se iniciaron hace alrededor de dos años, me cuenta Galo recostado en el sofá de su habitación, con una manta que le cubre las piernas y el respirador conectado, como siempre. Lo que se inició con una tos constante y dolores, le llevaron a varios exámenes, tratamientos e intervenciones que no pudieron detener la condición progresiva de su mal. Galo conoció al padre Redaelli cuando colaboraba como voluntario en una de sus obras, pero jamás pensó que utilizaría los servicios del hospice donde se encuentra hoy en día.
En estas circunstancias, asegura el paciente, “nos damos cuenta de que los cuidados paliativos nos ayudan a afrontar con dignidad el proceso de morir. Uno entiende en estos momentos que la vida es más simple de lo que nosotros la hacemos”. Hace una pausa y se moja los labios. “Que de alguna manera todas las personas te enseñan a vivir, pero nadie te enseña a morir, porque nadie conoce el camino. Es duro, pero hay que tratar de estar preparados”.