Texto y fotos: Iván Vallejo.
Edición 456 – mayo 2020.

Hoy volamos desde Punta Arenas hasta la isla Rey Jorge, puerta de ingreso a la Antártida. Somos diez expedicionarios entre técnicos, científicos y un servidor. Nos embarcamos en un avión C130 de la Fuerza Aérea Colombiana. Me coloco los tapones en los oídos y a la cuarta serie de respiraciones me duermo profundamente. Lo malo de dormirse en ese estado es que el tiempo se te pasa como un suspiro y crees que las dos horas y media de viaje han sido apenas cinco minutos. Con el inevitable golpe de la nave tocando tierra me doy por enterado del fin del vuelo; cuando el ruido de las hélices baja los decibeles, uno de los oficiales colombianos nos dice a voz en cuello, “Bienvenidos a territorio antártico”. Más dormido que despierto logro ponerme el mono térmico de color rojo con vivos negros, bajo por las escalerillas y tomo la primera foto de rigor. A pesar de que el clima no da para mucho, porque está muy nublado, me obligo a tomar unas cuantas fotos más; al fin y al cabo esta neblina no es cualquier neblina, es neblina de la Antártida.
Nos trasladamos hasta el buque Fuente Alba, de la Armada chilena, nave que nos llevará hasta nuestra estación antártica. El Fuente Alba enfila todo hacia el sur buscando el famoso paso Drake, cuyas aguas conectan el sur del continente con la Antártida.
A las cuatro de la tarde avisan por el altoparlante que se avista la estación Pedro Vicente Maldonado. Desde el puente de mando descubro en el horizonte la inmensa franja blanca de un glaciar que brilla con la luz de la tarde. El glaciar baja hasta descansar y morirse en el mismo mar, entra en este, unas veces con sutileza y otras abruptamente rompiendo sus bloques de hielo con irreverencia y descuido. Me quedo extasiado mirando esa especie de beso poético entre el hielo del glaciar y el agua de la mar. Afino un poco más el ojo y puedo divisar al costado izquierdo del glaciar —a estribor dirían los comandantes—, en tierra firme, una pequeña hilera de color rojo-naranja: ahí está la estación ecuatoriana.
Origen de la estación
El equipo ecuatoriano nos viene a recoger para llevarnos a tierra. En la cena me toca en suerte compartir la mesa con el contralmirante Homero Arellano, embajador en Chile, que ha venido con una comitiva de la Armada del Ecuador para inaugurar los nuevos laboratorios de la estación. Pausadamente, el embajador me cuenta los orígenes de la estación.
Después de haber buscado, en la primera expedición de 1989, el lugar adecuado para ubicar la estación ecuatoriana, el 2 de marzo de 1990, la segunda expedición antártica inauguró la Estación Científica Pedro Vicente Maldonado en la punta Fort William de la isla Greenwich, que es parte del archipiélago de las Shetland del Sur. A partir de entonces se han realizado veinticuatro expediciones y alrededor de 150 proyectos de investigación. La estación no es permanente, funciona únicamente en los tres meses que dura el verano austral, de noviembre a marzo. En ese período acoge a investigadores, científicos y técnicos de las más diversas especialidades.
En esta ocasión estamos veinte personas en la estación: diez del equipo logístico fijo de la Armada Nacional, y nosotros: dos físicos, dos oceanógrafos, un ingeniero experto en glaciares, un ingeniero en comunicación del Ecu 911, un artista plástico colombiano, un ingeniero en luminotecnia español, un geólogo y un servidor con conocimiento de montaña y seguridad en glaciares.
Como estamos en enero hay luz hasta casi las 22:30. Me muero de ganas porque llegue la oscuridad total y pueda ubicar a la Cruz del Sur desde este sitio único en el confín del mundo, pero el cansancio me gana. Me voy a dormir tranquilo porque todavía me quedan doce noches más bajo el cielo de la Antártida.

Isla Barrientos
El día comienza a las 06:45 con la diana que se escucha por los altoparlantes de la estación, enseguida la Oración Antártica y luego un set musical a gusto del encargado de turno para que nos terminemos de despertar los más dormilones. Luego del desayuno nos embarcamos en el Zodiac. Después de treinta minutos en lancha desde la estación llegamos a la isla Barrientos. Apenas desembarcamos nos llega una vaharada intensa y penetrante de excremento de pingüino. Frente a nosotros aparece un escenario de miles de pingüinos repartidos equitativamente entre bebés y adultos, cuyo canto desentonado rompe el silencio casi absoluto de la isla. No se inmutan ante nuestra presencia y enseguida pienso en nuestras islas Galápagos. Me siento un intruso: ese es su hogar y nosotros allí desentonando hasta con el color rojo del mono. Decido sentarme, así sin más, solo para mirarles —me acuerdo del proverbio zen “el hacer sin hacer”— y ahí me quedo quietito, admirándoles, escuchándoles y fotografiándoles.
En la isla Barrientos hay dos especies de pingüinos: el Papúa y el Barbijo. El primero, que ocupa la parte inferior de la isla, tiene en el pico un pequeño listón naranja que combina elegantemente con el naranja de sus patitas. El segundo, que se halla en la parte más alta de la isla, tiene un raya negra delgadita por debajo de sus ojos a manera de delineador. Allí viven casi sin preocupaciones pues el mayor depredador de ellos, el skua, hasta allá no se anima.
Al llegar a la parte más alta de la isla se me abre, como un mirador, una vista sobrecogedora y preciosa del resto de islas del archipiélago. La bruma les da un encanto aún mayor, parecen fantasmas perezosos que todavía recostados intentan despertarse con el bullicioso canto de los pingüinos.

Visita al glaciar Quito
A escasos diez minutos de la estación se encuentra un glaciar gigantesco que cubre toda la parte sur de la isla Greenwich, su lecho de hielo junta las bases ecuatoriana y chilena, su frente debe tener fácilmente unos doce kilómetros y su fondo… mi vista no alcanza a dimensionar semejante infinitud. Le calzo los crampones a Fernando (el ingeniero luminoso como lo llamo cariñosamente) y lo llevo de excursión por ese mar de hielo.
La ventaja del verano es que por la temperatura estival el glaciar puede mostrar su piel de una manera más descarnada y entonces asoman cientos de riachuelos, que por la simple ejecución de la ley de la gravedad saben exactamente hacia dónde tienen que correr y en ese viaje van dibujando en la piel del hielo meandros, curvas, túneles y sinuosidades.
El punto más alto de este glaciar está coronado por una montaña de 687 metros sobre el nivel del mar que, cuando se nos otorgó nuestro territorio antártico, el Ecuador lo rebautizó como monte Quito. Son las 20:00, hay luz para rato. Para Fernando esta es la primera vez que pisa un glaciar y, además, un glaciar en la Antártida. “Ese sí que es un lujazo”, le digo y él asiente sin que su cara disimule un ápice su felicidad y asombro.
Me quedo completamente quieto, inmóvil sobre mis crampones, dejando a mis espaldas el monte Quito, teniendo al frente el Pacífico Sur y se me humedecen los ojos. En ese preciso lugar y momento solamente existimos dos seres humanos diminutos que son la nota distinta en ese prístino, bellísimo e infinito mar de hielo.

La basura que circula
Amanece con mucha bruma, casi no se puede ver el resto de islas del archipiélago, pero el mar está en calma. En menos de veinte minutos llegamos a la isla Dee. Propongo a mis dos acompañantes que recorramos la mitad occidental de la isla. Apenas arrancamos la caminata nos topamos, de manos a boca, con una colonia de elefantes marinos, recostados uno al lado del otro, en descanso y paz absolutas, sin apuros, sin preocupaciones. Teniendo en cuenta que el 90 % del tiempo pasan en el agua, este 10 % se la están gozando para aprovechar la “calidez” del verano, por llamarlo de alguna manera.
El jefe de la colonia mide fácilmente unos cuatro metros de longitud y debe pesar por encima de los mil kilogramos. Como para dejar bien claro quién es el macho alfa, cuando intento acercarme un poquito más para fotografiarle, lentamente levanta su cuello, abre su boca y me lanza un berrido agresivo y sonoro. Alcanzo a ver sus fauces húmedas y rosadas, igual le tomo la foto y sin discusión vuelvo sobre mis pasos.
Luego vemos con estupor, abandonadas cerca de la orilla, tres botellas de agua vacías y más allá dos garrafones de aceite vacíos. Siento vergüenza, no sé si ajena —porque yo no fui quien las arrojó—, o propia —porque es mi raza humana la que cometió semejante estupidez—. Me quedo sin habla, me acerco a las botellas, las recojo y le regreso a ver al capitán como pidiéndole explicación; él entiende mi frustración y mi rabia. “Iván, esto llega hasta acá transportado por las corrientes marinas”, me aclara.
Para rematar el drama al voltear un pequeño risco encontramos los desechos de un inmenso cabo de nailon de pesca. Toda la alegría que traía se me derrumba, siento como si hubiera estado caminando por encima de un bello castillo, pero de naipes. Tengo decepción por pertenecer a una especie a la que le vale madre cargarse el planeta. Guardo en mi mochila las botellas y los garrafones y arrastramos entre todos el cabo hasta la lancha.

Se pierden los glaciares
Bolívar Cáceres es ingeniero, funcionario del Inamhi, cuya especialización es el estudio del movimiento y retroceso de los glaciares del Ecuador, tomando como referencia lo que está sucediendo en esta parte del planeta. Esta es la novena vez que viene a la Antártida, por lo cual lleva un registro continuado de la evolución de los glaciares en función del calentamiento global.
En un recorrido que le acompaño por el glaciar Quito, buscamos y encontramos una de las pértigas que colocó hace nueve años. En el momento que lo hizo quedaba visible apenas un metro de longitud para su control, ahora sobresale por encima del hielo un metro adicional: ese es el espesor que ha disminuido el glaciar en estos nueve años. Como me gustaría que Trump viniera a este santuario por quince minutos nada más, para explicarle gráficamente lo que está sucediendo y deje de repetir que es un cuento chino, de cuatro ilusos, la triste realidad del calentamiento global.
Este fue otro día de luto.
La cereza del pastel
Se termina la expedición y me quedan dos deudas pendientes: escalar el monte Quito y ver la Cruz del Sur. En estos catorce días solo el día de entrada tuvimos cielo azul, los demás fueron con neblina, lluvia y nevadas.
Ya de salida a Punta Arenas en un avión de la Fuerza Aérea Brasileña, se arma un gran barullo porque, como parte de los pasajeros que retornan de una visita a la Base Antártica Brasileña está el doctor William Daniel Phillips, Premio Nobel de Física 1997. Sabiendo que difícilmente me volveré a encontrar con un Premio Nobel y en Punta Arenas, con respeto, pero sin el menor empacho le pido, a semejante artista de la ciencia, tomarme una foto junto a él.
¡Ya pues! Con semejante epílogo este viaje a la Antártida fue un regalo de la vida.