Territorio de la (des)memoria.

Por Francisco Febres Cordero.

Ilustración: Mario Salvador.

Edición 448 – septiembre 2018.

Firma---Pajarito

En mi generación había una costumbre: cuando un hombre casado ingresaba solo a una discoteca, a un bar o a algún otro sitio donde era posible el ligue (precioso término que usan los españoles para lo que otros llaman flirteo y nosotros levante), lo primero que hacía era sacarse el aro de matrimonio y guardárselo en el bolsillo. Con solo esa secreta acción (que los jóvenes actuales probablemente consideren irrelevante pues, si el matrimonio es una costumbre en vías de extinción, el aro deviene en un adminículo completamente arcaico) quedaba borrado el pasado y abierto el camino para la conquista, para las promesas de amor que irían surgiendo a lo largo de una noche de sorpresas, ternezas y aventuras, en que cualquier mentira era posible, sin trabas ni cortapisas. Con el aro en el bolsillo, se borraba automáticamente la memoria y se iba construyendo un presente ilusorio que el amanecer se encargaba de poner fin y que dejaba como remanente un pesado vaho alcohólico que emergía de la boca reseca y pastosa, además de alguna indiscreta huella de lápiz labial en la camisa.

Con sorpresa, un método similar se extrapoló muchos años más tarde, el instante en que alguien sacó de la historia del país el aro que lo enlazaba con el pasado y entró al presente con una mentira: nadie antes había pensado en la patria, nadie había luchado por ella, nadie antes había construido escuelas, hospitales, puentes, carreteras, nadie había muerto en las batallas. Y si por ahí alguno hubo, fue una excepción, porque todos los demás no eran sino una caterva de infames, corruptos y ladrones.

Y así, con un discurso altisonante y repetitivo, el recuerdo del pasado se fue debilitando: lo único que existía era un presente promisorio que venía acompañado de una riqueza ilimitada, que iba llevando al país hacia la dicha con todo eso que nadie había construido antes: hospitales, escuelas, carreteras, puentes. Era tanto el progreso que, además de las centrales hidroeléctricas que alumbrarían por primera vez un territorio hasta ese instante oscuro y tenebroso, paralelamente se iniciaba la conquista del espacio mediante el lanzamiento de un satélite liliputiense, que sería el primer paso para nuevos descubrimientos estelares que, probablemente, harían que pongamos el pie en Marte mucho antes que las otras potencias, con las cuales nos codeábamos ya de igual a igual.

La frase de “prohibido olvidar” se repetía como una muletilla, porque en nuestra memoria —era una orden— debían quedar impregnadas con carácter indeleble las gestas más heroicas, los avances más impresionantes, los logros más inmensos de esa época con que se iniciaba nuestra mutación genética que nos transmutaría de gatos a jaguares.

Como aquel que se despojó del anillo para darse un festín de licor y concupiscencia y luego, cogido en falta, intuyó que la única manera de salvarse era aferrarse a la desmemoria, los más conspicuos héroes de la última revolución —también cogidos en falta— se aferran a similar arbitrio: no supieron nada, no conocieron a nadie, no estuvieron allí.

Y así, con voz temblorosa y vacilante y con una apariencia fantasmal, se presentan para dar su testimonio, que es el de las víctimas de un mal que aqueja a todos quienes habitan en el nuevo paraíso por ellos conquistado: el del olvido.

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