Tengo cuarenta y soy autista

Un diagnóstico tardío abre la puerta para hablar de un tema poco abordado: el autismo en adultos. A través de una experiencia personal, este texto es un prisma para mirar al mundo desde la perspectiva de la neurodivergencia.

“El autismo no es lineal, es un espectro, una condición diversa. El logo con el que se identifica a la comunidad autista es el símbolo del Infinito Multicolor”.
“El autismo no es lineal, es un espectro, una condición diversa. El logo con el que se identifica a la comunidad autista es el símbolo del Infinito Multicolor”. Ilustración: Shutterstock

Regalo de cumpleaños

Dos semanas antes de cumplir cuarenta años, fui diagnosticado de autismo. “Javier cumple con los criterios para diagnosticar un trastorno del espectro autista en grado 1”, reza el documento de trece páginas que recibí. Los especialistas que me evaluaron se reunieron conmigo aquel día para explicarme las implicaciones del resultado, los criterios que tomaron en cuenta y las recomendaciones para mejorar mi calidad de vida. Escucharlos supuso un alivio y un golpe emocional.

Lo primero que hice fue contarle a mi novia y desahogarme. Después compartí el documento con mi madre y con mi hermano Andrés, quienes tuvieron la paciencia de leerlo completo. Ahora todos teníamos las herramientas para comprender mis comportamientos y lo conflictivas que siempre fueron nuestras relaciones: “No hace charla social, no hay reciprocidad en la comunicación, es muy reservado (…) Siempre ha sido imprudente, es muy directo y hosco”.

Esto fue en enero de 2023.

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La primera vez que escuché hablar de autismo fue a través de la película Mercury Rising, a finales de los noventa. En ella, un agente del FBI debe proteger de su propio Gobierno a Simon, de nueve años cuyo “trastorno mental” le impide comunicarse, pero que descifró un código que pondría en riesgo la seguridad de su país.

Simon no habla, y cuando alguien se acerca rompe en gritos, como un niño con berrinche. Algunos personajes se refieren a él como “retrasado”. Recuerdo que vi la película con mi familia, en el cine, a los quince años. La reseña decía que Simon era autista.

Lo que se conoce del tema a nivel social es muy poco, y suele estar atravesado por estereotipos extremos como Simon u otros más family-friendly cuya torpeza social y lucidez intelectual tienden a caricaturizar la condición, como Sam Gardner en Atypical, Sheldon Cooper en The Big Bang Theory o el doctor Gregory House.

Durante nuestra primera sesión posdiagnóstico, mi terapeuta me explicó el autismo con una analogía informática que yo he reformulado así: es como nacer con un sistema operativo de Linux y tener que vivir en un mundo configurado para Windows. Es parte de la neurodiversidad.

En 1998 la socióloga Judy Singer planteó el paradigma de la neurodiversidad. Dentro de una variedad infinita, hay personas que comparten ciertas características cuyo desarrollo neurológico suele considerarse típico. Son neurotípicos. Y hay quienes compartimos características del neurodesarrollo, diferentes a la mayoría. Somos neurodivergentes.

Desde 2013 el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), clasifica al autismo como un espectro que abarca incluso lo que antes se conocía como Asperger.

No se trata de una enfermedad, sino de una diversidad neuronal. Aun a los cuarenta años, entender esto es un alivio.

Burnout: cuando se agota la batería

La noche que hablé con mi madre sobre el diagnóstico, nos contó a mi hermano y a mí una historia que apenas en ese momento cobraba sentido: cuando nos llevó por primera vez a la guardería, Andrés, un año menor, no tuvo problema para jugar con los otros niños, mientras que yo me quedé quieto en una silla. “Cuando volví, tú seguías sentado donde te dejé por la mañana”, dijo.

Tengo varios recuerdos posteriores muy parecidos. A los trece años tuve que hacer un trabajo de grupo en la casa de uno de mis compañeros, en Los Chillos, una localidad periférica ubicada treinta minutos al sudeste de Quito. Yo ya sabía moverme en bus para llegar al colegio y al trabajo de mis padres, pero Los Chillos estaba fuera de mi radar.

“Dile al chofer que te deje en El Triángulo”, me explicaron. Mis compañeros me esperarían allí. Recuerdo el viaje por la autopista, sentado junto a una ventana del lado izquierdo. El bus se detuvo en un semáforo. Yo intuí que había llegado pero no me moví. No pregunté a nadie. Continué la ruta hasta el final, sabiendo que en algún punto el vehículo tendría que dar la vuelta. Cayó un aguacero. Yo me entretenía mirando al agua golpear contra el vidrio.

Cuando llegué a mi casa dije que me había perdido. No era verdad, pero tampoco entendía por qué no pude levantarme del asiento ni preguntar la dirección a nadie ni hablar con el chofer para que me dejara en El Triángulo.

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Funcionar con un sistema operativo distinto implica, entre otras cosas, que un cerebro autista está configurado para procesarlo todo de manera profunda. Los neurotípicos procesan en paralelo: una cantidad enorme de señales al mismo tiempo, de forma rápida y superficial. Los neurodivergentes lo hacemos en secuencia: una cosa detrás de la otra.

Esta sola diferencia de “cableado” trae un sinnúmero de implicaciones para el cotidiano. En un mundo diseñado por y para neurotípicos, la supervivencia social depende de la capacidad de adaptarse con rapidez a escenarios cambiantes e impredecibles. El esfuerzo de un autista por adaptarse a ello —el masking o enmascaramiento— puede generar sobrecargas que se expresan de diversas formas. Una de ellas es el burnout, un agotamiento severo que puede llegar a bloquear la capacidad de acción.

Esto fue lo que me sucedió en el bus a Los Chillos. La cantidad de estímulos sensoriales, el estrés de viajar solo, la ansiedad por un futuro inmediato en el que conocería a la familia de mi compañero, la idea de interactuar con varias personas en un entorno desconocido… mi batería se agotó y no fui capaz de hacer lo que estaba previsto.

Encontrar respuestas

Antes de recibir mi diagnóstico, estuve buscando ayuda durante casi un año y medio. Toda la vida me había sentido diferente del resto, y esa diferencia fue vista y asumida casi siempre como algo malo. Durante mi adolescencia solía negarme a salir de casa para compartir con gente de mi edad, como lo hacía mi hermano. Me sentía más cómodo leyendo en mi habitación o haciendo música.

Muchas veces, cuando alguien interrumpía mis actividades solía reaccionar de manera explosiva lanzando cosas contra las paredes. Una versión adolescente de los berrinches de Simon. Hoy entiendo que eran meltdowns: colapsos de mi cerebro, gatillados por exceso de demandas sensoriales, sociales, cognitivas o emocionales.

En la mitad de mis veintes, ya dentro del mundo laboral, me fui haciendo consciente de mis diferencias de comportamiento. Tendía a evitar la mirada directa de mis interlocutores; no sabía utilizar las manos para acompañar mi conversación; me costaba entender indirectas, insinuaciones y dobles sentidos.

Era intenso, cortante y vehemente. Esto hacía que cayera mal por pesado o, en el mejor de los casos, arrogante. Una vez le pregunté a una antigua amiga por qué, entre tantos compañeros universitarios, mantuvo su amistad conmigo. “Porque todos tienen un amigo raro, y tú eres mi amigo raro”, contestó.

En mi afán por encajar, aprendí a enmascarar imitando algunos comportamientos: sonreír para las fotos, mirar al interlocutor, hablar con las manos. Me di cuenta de que mi comprensión literal del lenguaje podía generar situaciones cómicas y aprendí a ser gracioso valiéndome de ello.

Si bien esto mejoró en algo mis relaciones, aún me cuesta conservar amistades a largo plazo. El esfuerzo social me sobrecarga, causándome cuadros de cansancio crónico, ansiedad y depresión.

Un día haciendo scrolling en TikTok, me llamó la atención un video de “Cosas que no entiendo de los neurotípicos”. Había encontrado la cuenta de un autista cuyos testimonios se parecían mucho a mi experiencia de vida.

Emprendí mi búsqueda personal y descubrí cuán difícil es para un adulto en el espectro ser tomado en serio y obtener un diagnóstico fiable. Durante mucho tiempo se mantuvo la idea de que el autismo se presenta solo en la niñez. Al final di con el Centro de Intervención Multidisciplinario para el Autismo (CIMA), en Cuenca, donde me diagnosticaron.

Hoy sigo investigando por mi cuenta. Siempre estoy escuchando experiencias, como la del youtuber Alvinsch, quien hace más o menos un año hizo pública su condición. Como lo estoy haciendo yo en este momento.

Carta al pasado

Me pregunto cuán diferente habría sido todo si me hubieran diagnosticado de niño. ¿Cómo sería crecer en un ambiente que entendiera y respetara la manera en la que mi cerebro percibe el mundo? ¿Mejor? ¿Menos conflictos? ¿Menos dolores?

Cuando abracé la tarea de publicar este texto, quise escribir una carta al niño que fui a los diez años. Sé que no la leerá —no la leí—, pero quizá caiga en manos de otro, tan confundido como yo a esa edad. O en las de sus padres.

Cierro los ojos. Respiro…

Querido Javier

Todavía no lo tienes claro, pero eres diferente. Tu cerebro procesa de otra forma. Esto no es malo, pero definirá tu vida.

Cuando algo realmente te interese, te vas a meter de lleno y te volverás experto. Te sucederá mucho, con un montón de temas. La gente te tachará de intenso, pero estos intereses especiales serán el superpoder que te ayudará a vivir. Y quizás te acerque a la felicidad.

Nada será fácil. La gente no entiende lo diferente. Solo recuerda esto: tú no eres malo. No eres tonto. No estás mal diseñado. Vas a tener problemas con muchas personas. A veces te sentirás culpable y otras, víctima. No te llenes de culpas ni de rencores. Los conflictos se deben a que ni tú ni los otros conocen tu condición. Perdona y permite que te conozcan. La gente que importa se tomará el tiempo de hacerlo.

Es posible que a veces causes dolor a otras personas; pensarán que eres insensible. Te voy a contar un secreto: tu cerebro está diseñado para responder desde la razón, el de las otras personas desde la emoción. Muchas veces, cuando la gente tiene un problema necesita aliviar su emoción con un abrazo. Un cerebro como el tuyo buscará resolver el problema para eliminarlo, y atender la emoción no será prioridad. Es otra forma de mostrar amor.

No tengas miedo de ser. La gente piensa que no mirar a los ojos equivale a ocultar algo. En tu caso, la comunicación no verbal es solo un cúmulo de información innecesaria que estorba al cerebro para procesar la conversación. Lo neurotípicos no dicen con palabras todo lo que piensan, por eso acompañan el habla con otros lenguajes que para ti son innecesarios.

No es que mientan. Ellos decodifican varios mensajes por distintas vías al mismo tiempo e imprimen a las palabras más significados además del literal. Tú no. Por eso, a veces, cuando digas lo que piensas no tendrás filtro y te tomarán por grosero.

Pero un día conocerás a una chica a quien le va a llamar la atención eso de que no la mires a los ojos. Le causará curiosidad. No rechazo. Curiosidad. Ámala. Cuando sea tu novia y te pida que “alces los platos de la mesa”, no alces “solo los platos”, incluye también los cubiertos, los vasos y las copas.

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