“Tenemos que salvar nuestra alma”

Edición 465

Biden quiere rescatar los valores y principios de su país después de la caótica presidencia de Trump.

“Dios tiene una providencia especial para proteger a los locos, los borrachos, los niños y los Estados Unidos”. La frase, sin ningún dejo de ironía o de maldad, la dijo a finales del siglo XIX Otto von Bismarck, el artífice mayor de la unidad alemana y un hombre de una sagacidad asombrosa. Y, en efecto, algo de providencial debe haber habido para que todos los astros se alinearan en contra de Donald Trump a lo largo de 2020, de manera que cuando el año concluía, el 3 de noviembre, casi ochenta y dos millones de americanos, hastiados de tantos desatinos y excesos presidenciales, votaran por Joe Biden: su país no hubiera resistido cuatro años más de un gobierno caótico, errático y radical.

El problema no fue la pandemia que nadie esperaba. El problema fue, en el caso estadounidense, la manera desprolija e imprudente con que Trump condujo a su país durante los meses peores de la crisis, cuando, en vez de alentar a sus compatriotas para que se cuidaran, lanzó disparates tan peligrosos como aquel de que “el virus está disipándose y cualquier día habrá desaparecido”, al mismo tiempo que seguía, mañana tras mañana, publicando unos tuits incendiarios e irreflexivos que exasperaron los ánimos internos y alejaron a sus aliados externos. Y, así, “America First” se convirtió en “America alone”. Y se volvió, además, un país tenso, polarizado e intolerante, alejado de los valores de la democracia liberal que lo hicieron grande, acogedor y poderoso.

Un año antes de la elección, Trump parecía invencible: la economía avanzaba a un buen paso, con cifras significativas de crecimiento y empleo, mientras sus adversarios del Partido Demócrata estaban paralizados por una disputa interna no resuelta entre una izquierda excesiva y ruidosa, encabezada por el viejo senador Bernie Sanders, y un centro cauto y moderado, pero sin líder y sin propuestas. Pero tan constantes y groseros fueron los errores presidenciales que, alentados por legiones de personas que comprendieron que otro mandato de Trump sería devastador, los demócratas se pusieron a buscar (durante el transcurso de sus elecciones primarias) un candidato conciliador y equilibrado, capaz de aglutinar al abanico más abierto posible de posiciones políticas y de marcar con mayor claridad las diferencias con la actitud agria, estridente y belicosa del presidente.

Ese candidato fue Joe Biden, un hombre al que incluso sus adversarios describen como “un buen tipo, un hombre decente, una persona normal”, es decir el polo opuesto a la figura incendiaria de Donald Trump. Su propuesta fue “salvar el alma de la nación”, es decir recuperar sus convicciones existenciales y sus principios esenciales, que se habían extraviado en los años turbulentos de Trump. Ese fue su anuncio en agosto de 2020, al empezar su campaña. Y, con su país desgarrado, sus expresiones fueron elocuentes: “quiero sacar lo mejor de nosotros, no lo peor, porque ha llegado el momento de que nosotros, el pueblo (“we, the people”), nos unamos, pues unidos podemos superar, y superaremos, esta época de obscuridad…”.

El mundo ya es otro

Con su política de tierra arrasada, como en las guerras medievales, Trump le dejó a Biden una situación política de complejidad extraordinaria: el nuevo presidente empieza su mandato con una sombra de ilegitimidad por las incontables acusaciones de fraude electoral que hizo desde el día de la elección, acusaciones en cuyo respaldo no presentó ni una sola prueba, al extremo de que cortes con mayoría republicana rechazaron uno tras otro sus intentos por detener la proclamación de los resultados. No obstante, las masas fanatizadas acogieron cada una de esas acusaciones como verdades inconmovibles, por lo que es probable que Biden deba enfrentar la movilización incesante, tal vez violenta, de la extrema derecha, que tratará de paralizar al gobierno demócrata y, acaso, de preparar el regreso de Trump al poder en 2025.

Pero, tanto en lo personal como en lo político, Biden parece ser un hombre bien dotado para superar situaciones adversas o, al menos, para luchar contra ellas. De origen obrero, proviene de una familia católica irlandesa de la ciudad minera de Scranton, en el estado de Pensilvania, de la que su padre tuvo que emigrar cuando se quedó sin trabajo. Su mudaron a Wilmington, en Delaware, donde Biden creció, estudió en escuelas públicas y se graduó de abogado. Cuando el joven político (que ya había sido elegido senador) tenía veintinueve años, su mujer y su hija menor murieron en un accidente de tránsito, en el que sus dos hijos varones sufrieron heridas graves. Uno de ellos, llamado Beau, moriría de cáncer al cerebro en 2015.

También su actividad pública estuvo repleta de dificultades, porque Biden fue siempre un político sin electricidad, con recursos oratorios escasos, que suele trabarse en discursos y debates como rezago de la tartamudez que lo afectó en su niñez y contra la cual tuvo que combatir con denuedo y constancia. Y si bien hizo una carrera extensa y meritoria como legislador, en la que se destacó como un hombre de conciliación y consensos, atributos que también demostró como vicepresidente entre 2009 y 2017, sus dos primeros intentos por alcanzar la candidatura presidencial demócrata, en 1988 y 2008, terminaron en fracasos sonoros. A la tercera fue la vencida, cuando ya tenía 77 años de edad.

Pero el país que gobernará Biden hasta enero de 2025 no es el mismo del que fue senador y vicepresidente. Los Estados Unidos ya no es la hiperpotencia que domina el planeta, el coloso que emergió triunfante de la Guerra Fría, con la economía más vibrante, la política más estable, los valores más emulados y la fuerza militar más poderosa de la Tierra. En los años recientes, mientras otros países ascendían hasta convertirse en potencias globales, la influencia estadounidense en el mundo se contrajo con una rapidez de vértigo, afectada por una política aislacionista que en sólo cuatro años dinamitó la red de alianzas que había sido tejida con paciencia y pulcritud desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y que en 1989 le dio a la democracia liberal una supremacía planetaria que parecía inconmovible.

Las tres grandes “c”

Covid, clima y China, las tres grandes “c”, serán los mayores retos estratégicos para el nuevo gobierno, según han anticipado los miembros del equipo de política exterior de Biden. No serán los únicos, desde luego, porque después de varios años de extravío estratégico —que no empezaron con Trump, pero que se agravaron con él— los Estados Unidos es una fortaleza asediada, en que a la antigua rivalidad con Rusia se ha sumado el desafío creciente de China, la hostilidad en alza de Irán, el distanciamiento cada día mayor de Turquía y Pakistán, la contracción de su influencia en América Latina y África, sus vínculos inestables con el mundo árabe y la pérdida de su poder dirimente en una serie de instituciones multinacionales, desde las Naciones Unidas hasta la OTAN.

Por supuesto que la reincorporación al Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, que fue una de las decisiones iniciales de Biden, y el regreso al Tratado Transpacífico de Cooperación, que pronto ocurrirá (Recuadro 2), serán mensajes muy positivos de “vuelta a la normalidad”, después de cuatro años de una política exterior descarriada y contraproducente, sin visión estratégica, ejecutada a punta de golpes de efecto inmediato por cálculos políticos internos y con frecuencia inspirada más en las simpatías o antipatías personales de Trump que en la identificación de los intereses nacionales. Y, así, mientras se entendía a la perfección con Kim Jong-un, el tirano obeso y despiadado de Corea del Norte, un país agresivo e impredecible, su antipatía visible por Angela Merkel y Justin Trudeau, dos líderes de proceder político impecable, bajaba a temperaturas gélidas las relaciones con Alemania y Canadá, dos socios de muchas décadas.

Con quienes Biden y su equipo de política exterior (encabezado por Anthony Blinken como secretario de Estado y Jake Sullivan como asesor de seguridad nacional, dos conocedores del mundo y de las relaciones internacionales) tendrán que trabajar mucho será con los socios estadounidenses en la OTAN. Y es que la alianza atlántica sufrió un enorme desgaste interno durante los últimos cuatro años, al extremo de que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, llegó a decir que la organización “padece de muerte cerebral”. Y eso ocurre precisamente cuando la Rusia de Vladímir Putin mantiene una actitud de hostilidad notoria, en el mundo entero, contra los valores de la democracia liberal.

Recomponer los nexos con Europa también será una cuesta de ascenso difícil, tanto por los desajustes propios de la Unión Europea, donde países con gobiernos populistas y nacionalistas como Polonia y Hungría están empeñados en cantar desafinando, como por el aliento perverso que dio Trump al ‘brexit’, que en definitiva fue una decisión precipitada y dañina, fruto de un referéndum inoportuno, que llevó al Reino Unido a una encrucijada en la que el Gobierno del primer ministro Boris Johnson sigue sin encontrar la forma de separarse de Europa sin sufrir un cataclismo económico. La fórmula de recomposición, según plantean expertos a un lado y otro del Atlántico, serían las tres grandes “d”: defensa, diplomacia y desarrollo.

Directorio de democracias

Ya durante el siglo XIX, al final de las Guerras Napoleónicas, el mundo tuvo algo así como un directorio de naciones (Gran Bretaña, Francia, Austria, Rusia y Prusia) que, en cierta manera, rigió cien años de paz global. Los británicos han sido otra vez, como lo fueron en 1814, quienes plantearon una idea semejante: abrir los ámbitos del G7 a las mayores democracias asiáticas. Y es que el mundo ya no es políticamente bipolar, como lo fue al final de la Segunda Guerra Mundial, ni unipolar, como lo fue como desenlace de la Guerra Fría. Hoy impera una especie de multipolaridad caótica, causante de incertidumbres inmensas. La propuesta británica sería, entonces, establecer en la cúspide un “directorio de democracias”. Lo que, por cierto, estaría en la base de una política de contención a China.

Los Estados Unidos ya tiene algo equiparable: el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral, que es un foro estratégico, informal pero operativo, con Australia, Japón y la India también integrado a esa política de contención. Biden estaría más inclinado a ese tipo de alianzas, flexibles y menos formales, que a estructuras fijas. La misión de la erradicación final de la pandemia de coronavirus (porque la vacuna será fundamental pero no bastará por sí sola) podría ser una ocasión adecuada para configurar una alianza flexible e informal, con un objetivo concreto y transitorio, que duraría lo que dure la tarea. Y serviría también para impedir nuevas pandemias cada vez que mute el virus de la gripe, algo que los científicos anticipan que ocurrirá con frecuencia creciente. Y es posible que las peores de esas mutaciones provengan de China.

China es, para la democracia liberal, el mayor de los retos estratégicos y geopolíticos del siglo XXI. Y no es tan sólo un tema ideológico, económico o militar. La competencia occidental con el ascendente poderío chino incluye ya la biotecnología, las redes 5G, la inteligencia artificial, la robótica, la tecnología espacial… Y esa pugna por la supremacía se acentuará y se volverá más áspera a medida que China Popular vuelva a sus raíces maoístas, es decir autocráticas y socialistas, lo que ya empezó a suceder en diciembre de 2017, cuando el decimonoveno congreso del Partido Comunista le otorgó a Xi Jinping un poder absoluto e indefinido, como sólo lo tuvo Mao hasta su muerte, en septiembre de 1976. Y si bien en 1978 llegó Deng Xiaoping con su pragmatismo capitalista, lo que sacó de la pobreza a cientos de millones de personas, el regreso a las bases marxistas del sistema parece cada día más próximo.

Frente a ese cúmulo de desafíos, el rescate de una política exterior visionaria y de largo plazo, diseñada con sentido estratégico y que incluya a sus aliados en Europa, Asia y Oceanía (e incluso, algún día, en América Latina), parece ser un imperativo categórico para el nuevo gobierno americano. Cuatro años más de torpezas y desvaríos hubieran sido un suicidio. Sí, es muy posible que Bismarck tuviera razón cuando afirmó que Dios tiene una providencia especial para los Estados Unidos, porque cuando Trump parecía incontestable llegó Joe Biden con su experiencia de casi medio siglo en la política (incluida una larga participación en temas internacionales) y con su sentido de equilibrio, seriedad y moderación para salvar a la democracia, la prosperidad y la libertad ahora que están más en peligro que nunca.

VOLVERÉ…

El relato es delirante: el ganador de las elecciones del 3 de noviembre no fue Joe Biden, sino Donald Trump, pero le robaron el resultado con una serie interminable de trampas y fechorías. Biden es, por consiguiente, un presidente ilegítimo. Y Trump es, por lo tanto, quien debería gobernar. Si no lo está haciendo ahora, porque le estafaron, volverá en 2024, será otra vez candidato y ganará. Por supuesto que ganará.

Grover Cleveland.

La constitución estadounidense sí lo permite: se puede ser presidente dos veces, es decir ocho años, consecutivamente o no. Pero, con una sola excepción, quienes fueron presidentes lo fueron consecutivamente. Como, por citar los más recientes, Bill Clinton de 1993 a 2001, George W. Bush de 2001 a 2009 y Barack Obama de 2009 a 2017. La excepción única fue Grover Cleveland.

Cleveland, un demócrata trabajador y honesto que hizo famosa su frase “sólo tengo una cosa que hacer, y es hacer lo correcto”, gobernó entre 1885 y 1889, pero al intentar ser reelegido perdió ante Benjamin Harrison la votación en el colegio electoral, pese a haber ganado en el voto popular. Los dos rivales volvieron a en-frentarse cuatro años más tarde y, esa vez sí, Cleveland derrotó a Harrison tanto en el voto popular como en el colegio electoral. Y fue presidente, por segunda vez, de 1893 a 1897.

En definitiva, Grover Cleveland ganó tres veces la votación popular y fue presidente dos veces. Y esa es la gran diferencia con Donald Trump, que perdió las dos veces en el voto popular (2016 y 2020).

UNA VENGANZA DULCE

Lo que acabamos de hacer es una gran cosa para los trabajadores estadounidenses”, dijo el mandatario al firmar la decisión ejecutiva mediante la cual retiró a su país del acuerdo comercial.

Fue una obra magnífica de arquitectura diplomática: el 4 de febrero de 2016, en Auckland, Nueva Zelandia, doce países quedaron integrados en el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, con lo que se consolidó un espacio de libre comercio (cuyas raíces se remontaban a 2005) que, en la práctica, era una barrera de contención a la expansión, cada vez más arrolladora, de China.

Ahí estaba la mayoría de los principales protagonistas comerciales de la cuenca del Pacífico: Australia, Brunéi, Canadá, Chile, Estados Unidos, Japón, Malasia, México, Nueva Zelandia, Perú, Singapur y Vietnam. Formar ese grupo había requerido una negociación larga y paciente, con cesiones y concesiones de todas las partes. Y empezó a funcionar con rapidez y eficiencia.

Pero en 2017 llegó Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos y de un plumazo, a los tres días de haber asumido, retiró a su país del Acuerdo. Las celebraciones en Pekín deben haber sido jubilosas.

La diplomacia china se movió con presteza para llenar el vacío de poder dejado en la cuenca del Pacífico. Antes de que terminara enero de 2017 ya había delegados chinos negociando en Brunéi y Vietnam. La idea era forjar un nuevo acuerdo transpacífico, pero con China como eje.

El 15 de noviembre de 2020, en efecto, quince países de Asia y Oceanía firmaron en Pekín un acuerdo para establecer la mayor asociación comercial del planeta, que incluye 2.100 millones de consumidores y 30,3 por ciento del producto bruto mundial. Nada menos. Ahí están Australia, Brunéi, Camboya, Corea del Sur, China, Filipinas, Indonesia, Japón, Laos, Malasia, Myanmar, Nueva Zelandia, Singapur, Tailandia y Vietnam.

Para los Estados Unidos, una herida profunda y dolorosa, que sangrará largo tiempo. Una derrota geopolítica severa y cruel. Pero Donald Trump había logrado su cometido: ensuciar el legado de Barack Obama. Y, para él, eso era lo importante.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual