
“Empecé a jugar los trece o catorce años. Al principio no lo hacía mucho tiempo, porque no había Internet en mi casa. Solo unas tres o cuatro horas, para matar el aburrimiento. Después, cada vez jugaba más, hasta que llegué a jugar un promedio de diez o doce horas al día, sin levantarme casi ni para ir al baño.
Comencé porque mis padres me restringían las actividades que me gustaban, como las clases de música o el básquet. Un día yo, aburrido, fui a casa de mi primo, que estaba jugando uno que se llama League of Legends. Me gustó”.
Quien habla así es un hombre de veinticinco años, quiteño, clase media, adicto a los videojuegos. Su forma de expresarse, las muletillas que utiliza para explicar su adicción, culpar a otras personas y sobre todo asegurarse de no salir de ella, así como la forma en que plantea su futuro —como el escenario de un videojuego, en el que los mundos se construyen o destruyen con un mágico clic— lo hacen parecer mucho menor. Como un adolescente soñador. O un adulto despistado.
Pero este hombre, que insiste en que su nombre real se publique “para enseñar la entrevista a sus amigos”, cursa la mitad de su carrera, vive con sus padres y, mientras pasa el día y la noche moviendo los controles del mando, sueña con tener una casa cómoda, un trabajo, un carro y suficientes ingresos para comprar mejores equipos y seguir jugando.
El poder de las pantallas sobre los cerebros y las vidas de los más jóvenes; la adrenalina que producen los videojuegos o la dopamina que genera cada like en las redes sociales; la sensación de controlar uno o varios mundos o de agradar, de contar con cientos de amigos (aunque a la mayor parte no los hayamos visto en la vida); todo ello produce la adicción a las pantallas, en cualquiera de sus variantes.
Eso es lo que atrapa a Diego (vamos a llamarlo así). La virtualidad le permite todo: salir de la apatía que le produce la interacción social con personas reales (“no hablan de nada interesante”); evadir las peleas que genera en su casa la adicción que sufre y sentirse el dueño del mundo. ¿No es fantástico?
“Yo tenía muchos problemas con mi padre, así que decidí llevarle la contraria con lo que más odiaba, pero con el tiempo me fui acostumbrando a estar más tiempo frente a las pantallas que en el mundo real. Comencé a jugar más, más y más, y a dejar de lado mis actividades. Para pagar en los ciber, me ahorraba los dólares que me daban a diario para el recreo. Con ese dinero, entre semana jugaba unas seis horas; el sábado y el domingo, igual. Cuando salía del colegio, me quedaba metido en mi casa, frente a la computadora, unas diez horas seguidas.
La gente se daba cuenta de que yo estaba conectado todo el tiempo y lo veían como un vicio, pero yo solo quería progresar en el juego. Con el tiempo me di cuenta de que era un vicio, porque no me importaban ya ni los deberes. Pero a veces también pienso que es normal: hay gente que le gusta el fútbol y se pasa horas viendo, ¿no? A mí me gustan los videojuegos”.
La pandemia agudizó la dependencia a las pantallas
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre el 1 y el 10 % de los jóvenes que tienen contacto con videojuegos presentan signos de adicción. El aislamiento y el encierro que ocasionó la pandemia agudizó esa dependencia. Durante el confinamiento, la vida de muchos chicos y chicas menores de edad se redujo prácticamente a las actividades y el contacto que les permitían sus teléfonos celulares, sus computadores y sus tabletas. Clases, interacciones sociales, entretenimiento: todo dentro de las pantallas.
En España el resultado lo midió la universidad valenciana Miguel Hernández. Según su investigación, antes del confinamiento, 15 % de los niños españoles usaba pantallas más de noventa minutos al día, pero durante ese período el porcentaje se incrementó hasta alcanzar el 73 %. En el Ecuador no hay datos específicos sobre este tema, pero en Latinoamérica la industria de los videojuegos creció 10,3 %, alcanzando 134 millones de dólares. El dato proviene de un estudio de la agencia uruguaya de comunicación WILD, FI, según el cual la comunidad de los gamers del continente ha aumentado en 260 millones, lo que representa un crecimiento del 62 % en el consumo de videojuegos a nivel global. Estos datos corresponden al período de enero a marzo de 2020.
¿Cómo saber si es una adicción?
Pero si todos, niños y adultos, pasamos horas frente al computador, ¿cómo saber cuándo estamos hablando de dependencia? Hay pistas claras, que se parecen a las de cualquier otra adicción: cambios de carácter, agresividad, síndrome de abstinencia, problemas de aislamiento y falta de dinero, hurtos en las tarjetas de crédito de los padres, mentiras sobre el uso del dinero y sustitución de actividades (está jugando o mirando redes, cuando debería estar haciendo las tareas o durmiendo, por ejemplo).
En 2019 el bautizado como gaming disorder fue incluido en la sección de “trastornos mentales del comportamiento o del desarrollo neurológico”, después del gambling disorder (la ludopatía). Esta clasificación entra en vigor justo el 1 de enero de 2022, lo que obliga a los países que están adscritos a la OMS a poner en marcha tratamientos y medidas de apoyo para quienes padecen este desorden.
En el caso de Diego el síndrome de abstinencia parece ser el síntoma más claro: “Cuando no puedo jugar, siento desesperación”, dice. Pero también experimenta problemas familiares y aislamiento.
“En el ámbito familiar es un caos”, reconoce. “A veces mi papá me dice: ‘Necesito que vayas a la tienda y compres diez panes’. Yo le explico: no puedo poner pausa en media partida, pero él insiste. No entiende y yo tengo que salir. Mi grupo se queda en desventaja. En el tiempo en que me demoro en ponerme los zapatos, llegar a la tienda, hasta que la señorita coja el pan, me lo dé, le pague, ya pierdo unos ocho minutos. En esos ocho minutos el equipo rival gana.
Llegó a tal punto la tensión con mi papá, que una vez él me rompió un mouse. Las cosas se pusieron muy mal; tanto que considero que ya no tengo familia y, cuando pueda, me iré de aquí. Cuando entré a la universidad para estudiar Contabilidad y Auditoría, en mi casa me quitaron Internet. Así que se me ocurrió la brillante idea de instalar el juego en las computadoras de la biblioteca. A partir de las seis de la tarde me veías en la biblioteca, jugando League of Legends. Solo dejé de hacerlo porque la computadora no aguantó el juego.
El tercer, cuarto y quinto año de la universidad los he hecho en casa, por la pandemia. En la mañana me conecto a clases. Desde la una en adelante me pongo a jugar. A veces estoy en clases y juego, aunque ya sé que así no aprenderé nada”.
Insomnio y distorsión de la realidad
Vani García Leal es psicóloga infantil y juvenil. Vive y trabaja en Cataluña y una de sus preocupaciones —también como madre— es el entorno en el que se educan los niños y los jóvenes, y la creciente dependencia a los aparatos electrónicos.
Vani dicta charlas en las escuelas y se afana por mostrar a los más jóvenes la diferencia entre una vida sin esa adicción y lo contrario. En esas presentaciones explica a los niños cuán diferente —y más divertida— puede ser una vida al aire libre, con amigos de carne y hueso, con interacción y diálogo familiar de una vida en la que lo único que existe es el mundo dentro de la pantalla.
“Las pantallas no son buenas ni malas, depende del uso que se les dé”, aclara García Leal. Para ella uno de los riesgos, sobre todo en los más pequeños, es que la sobreexposición provoque que se empiecen a difuminar los límites entre lo real y lo irreal, que “se mimetizan”. En la batalla de un videojuego, la muerte no es definitiva y la violencia se normaliza. Una persona adulta sabe que coger un palo y atacar a alguien es una agresión; un niño o niña que usa armas virtuales varias horas al día, para “herir” o “matar”, empieza a perder esa noción.
Hay otro matiz que preocupa a García: el uso permanente del teléfono móvil, por ejemplo, es una práctica abrumadoramente común entre los adultos y socialmente aceptada. ¿Cómo una madre o un padre dicen a su hijo que se desconecte, si ellos mismos son incapaces? Por eso, dice la psicóloga, es tan difícil romper este hábito, que deriva en males como el insomnio, la falta de creatividad, problemas de visión, sedentarismo y dificultades de atención y concentración.
Se puede curar
Marc Masip, director del programa psicoeducativo Desconecta, que atiende a más de trescientas familias con adolescentes adictos a las tecnología, a las sustancias tóxicas, o con trastornos emocionales y de conducta alimentaria, en Madrid y Barcelona, es cauteloso al hablar de un posible “perfil” de jóvenes adictos a la tecnología. “La genética puede influir o afectar, pero no determinar. De hecho, muy pocos padres o madres de estos chicos son adictos a la tecnología desde pequeños, porque simplemente no existía. Si tienes un padre adicto, puedes imitar su conducta o hacer todo lo contrario”.

Con lo que sí concuerda este experto es con las investigaciones que identifican la adicción a los videojuegos más por parte de los chicos y la dependencia a las redes sociales —sobre todo Instagram y TikTok— por parte de las chicas, que a partir de estos contenidos muchas veces desarrollan también trastornos alimenticios. “En España el consumo de videojuegos es 50 % de chicos y 50 % de chicas, pero en cuanto a la adicción, el 95 % son ellos”.
Masip y su equipo desarrollan una terapia cognitivo-conductual en la que “se exige desde el amor un cambio”. “Se le hace consciente del buen uso de nuevas tecnologías y al adicto a los videojuegos se le prohíbe volver a jugar, porque esta adicción ya es reconocida como patología por la OMS”.
Hay mucho trabajo familiar, mucha contención —amor y control— en casa. “El adicto sí tiene un problema de origen y encuentra en el consumo un refugio para evadir ese problema o vacío de fondo. Hay que buscar ese origen”, dice Masip.
Según otros estudios, este tipo de dependencia puede tener cierta correlación con rasgos depresivos, bajas habilidades sociales, baja autoestima, trastorno de déficit de atención e hiperactividad.
“Mis padres no comprenden que a mí me gusta jugar. No le puedes decir a alguien que le gusta algo: no lo hagas. Deberían restringirme ciertas horas, pero no quitarme. Yo he intentado dejar unas cinco veces, pero no tengo fuerza de voluntad. Si no tuviera este problema, quizás podría dedicarle solo una hora al videojuego, y de ahí hacer ejercicios, leer un libro, hacer algún curso…
¿Cómo me veo de aquí a cinco años? No sabría decir. Si quiero seguir jugando, tengo que trabajar. En cinco años quizás tenga mi empresa. Seguro ya tendré mi propia casa y generaré ingresos para mis necesidades y gustos. Podría trabajar hasta las cinco. Después comprar algo, prepararme la cena y luego jugar unas dos o tres horas. Ya no viviría con mis padres”.
Normas responsables sobre el uso de tecnologías y pantallas
(Vani García Leal)

Edades
- Hasta los tres años no necesitan la tecnología ni las pantallas.
- De tres a seis años, media hora de pantallas al día.
- Hasta los seis años no son recomendables videojuegos, tabletas ni teléfonos móviles.
- De seis a nueve años, entre media hora y 45 minutos al día.
- Hasta los doce años siempre debe utilizar Internet con un adulto.
- De nueve a doce años, una hora de pantalla al día.
- De doce a catorce, ya pueden empezar a navegar solos por Internet.
- Hasta los catorce años no es recomendable tener redes sociales.
Normas
- No utilizar dispositivos durante las comidas.
- Mejor hablar cara a cara que por mensajes.
- No utilizar tecnología antes de dormir.
- No enviar fotografías ni videos muy personales de su cuerpo.
- No reenviar imágenes ni videos personales del cuerpo de otras personas.
- No hablar por redes sociales con personas desconocidas.
- Comprobar la información que le llega (fake news).
- Escoger actividades al aire libre antes que encerrarse en casa para utilizar pantallas.
- No utilizar pantallas más de dos horas seguidas.