Por Sandra Araya

De un tiempo a esta parte, los tatuajes se dejan ver más claramente, a veces como pincelazos sobre la piel y otras como murales. ¿Tenemos derecho a preguntar qué significan?
Entre libros y películas. Entre películas y libros. Así transcurre la vida, y no por la pandemia. Siempre fue así.
Las calles, la gente, los libros, las películas que muestran, a su vez, las calles, la gente. Aprendes, a través de otras historias, a meterte en la piel de otros, o por lo menos lo intentas. Y en este caso, es literal. Luego de ver El hombre que vendió su piel, la primera película tunecina que fue nominada para un Óscar, y con el cuerpo con tinta, como lo tengo desde hace diez años, no podía dejar de preguntarme ciertas cuestiones sobre mi piel, sobre el concepto de pertenencia cuando hablamos de la piel como un lienzo que muestra una obra de arte.
Porque, señoras y señores, para mí el tatuaje es un arte. Y el tatuador, un profesional que tiene su estudio impecable, que te guía en el proceso de plasmar algo importante y significativo en tu cuerpo, de forma permanente; es un artista, un creador cuyo soporte es piel viva, sintiente. Que por cierto le pertenece a alguien más. Porque mis tatuajes son míos. Y la piel también.
Suena redundante y algo absurdo esto que acabo de mencionar. Pero vivimos en un mundo absurdo, donde, de hecho, opinar libremente sobre el cuerpo de otros es casi una obligación. Apropiarnos de la vida del resto: eso es lo que entendemos por ponernos en la piel de otros, no a nivel de empatía y respeto, sino siempre embozados en la censura. No se hace crítica de la estética del tatuaje, sino de las intenciones que tuvo quien prestó el cuerpo para la obra.
Si tuviera que narrar todas las impertinencias que he escuchado sobre mis tatuajes, este artículo no se terminaría nunca. Podemos reducir esas intromisiones a cuestiones básicas. La primera, que es la que quizás tenga más sentido, es que podrías tener problemas médicos posteriores. Y claro, si no te cuidas e higienizas tu tatuaje, que equivale a comer en un lugar insalubre, claro que vas a tener líos en tu cuerpo. Pero hoy en día, tienes claro qué alergias podrían afectarte y con un presupuesto mínimo puedes tatuarte en un lugar que no es un antro oscuro y lleno de malvivientes, como seguro se imaginan muchos cuando piensan en un estudio de tatuajes, un imaginario que, por supuesto, Hollywood y algunas historias han contribuido a exacerbar.
Pero esas son algunas visiones sobre el tatuaje, una práctica ritual que tiene muchos años en la historia de la humanidad y que no responde a una moda o sarpullido momentáneo de gente que no sabe qué hacer ni con su cuerpo ni con su dinero. O que no solamente tiene que ver con las modas. Que también hay, no se puede negar.
Y claro que hay tatuajes que apuntan a lo macabro, obvio: pero, ¿quién soy yo para decirle a alguien más que su tatuaje es un recordatorio de un momento atroz y que quizás el resto no queremos participar de ese relato plasmado en su piel? No soy nadie. Solo estoy tatuada por mi lado, llevo guardado en mi memoria el significado de las dos calacas que adornan mi muñeca derecha, y, por eso, puedo entender la decisión personal de grabarnos en la piel un momento importante, por el dolor o por la rabia, por el nivel en que ese acontecimiento nos toca en lo emotivo. Esta semana, por ejemplo, leí el relato de una mujer que llevaba tatuada en una mejilla una lágrima cuyo relleno era celeste: corresponde al hombre que mató a la bebita de la mujer, y que ella a su vez ajustició con sus propias manos. Frente a esos testimonios, solo puedes guardar silencio. Respeto.
Alguna vez un sujeto me preguntó por el significado de mis tatuajes, sobre todo por el dragón que llevo en el brazo derecho. Me preguntó, entre risueño y desconfiado, si mi tatuaje tenía que ver con alguna banda criminal o si había matado ya a alguien, porque en su tierra aquello siempre tenía que ver con delincuencia. En el mismo tono ⸻que en realidad suelo usar con quienes no conozco y que considero se están pasando algo de la raya⸻, le dije que había matado ya a varios personajes en papel, y que seguro podría llegar a hacerlo en vivo y en directo, en defensa propia o por cuidar a quien motivó ese tatuaje.
Mi hijo nació en el año chino del dragón. He ahí la sencilla explicación del dragón rosa y morado que me rodea el brazo derecho como un brazalete de piel y tinta. Iba a poner entre los anillos del animal el nombre de mi niño, pero al final pensé que con el dibujo bastaba. Y no es que me frené por aquello de que es mejor no tatuarse nombres, porque la gente pasa, pero la tinta queda: este no era el nombre de un amante que al día siguiente podría convertirse en el enemigo o, peor aún, en un desconocido. Este es el mágico-mítico-pop-amoroso nombre del hijo deseado, y, como diría Marguerite Duras, se puede dudar de todo y de todos, menos del hijo. Me guardé su nombre, aunque lo pronuncie todos los días a modo de oración.
Así que explicar estas intensas relaciones de sentido entre lo que una se tatúa y por qué, en realidad, es un ejercicio que no debería hacerse. No se lo debo a nadie. Ahora lo hago, me pongo en el rol de decodificar porque a mi vez estuve frente a esa piel tatuada alguna vez que me produjo impacto y que, sin saber, también juzgué. O piensas, reflexionas, a quién le pertenece eso que está metido debajo de la epidermis, si es de quien lo mira o de quien lo lleva puesto.
Y me reivindico: los tatuajes son míos. La piel también.
Claro que también sé que no soy la única que se lo ha cuestionado, que ha hecho este ejercicio de preguntarse por la piel ajena.
La historia que se cuenta en El hombre que vendió su piel está basada en un relato real, en el que un artista contemporáneo tatuó una hermosa virgen en la espalda de un empleado en una gasolinera, en Suiza. El trabajo del tatuado, luego, consistía en pasarse horas sentado en un museo para que pudiese verse la obra del artista en ese lienzo que era, además, el cuerpo de otro ser humano. En la cinta la relación entre cuerpo-persona va más allá porque aquello por lo que Sam Ali, el protagonista, un hombre sirio perseguido, acepta tatuarse, es una visa Schengen, el umbral que todo refugiado quiere, el pase libre para moverse en la comunidad europea. Pero Sam Ali no es tan libre como quisiera pues, como en la historia real, debe estar sujeto a los horarios en que su piel se exhibe en el museo, a la vista de otros, de esos otros que se sienten libres de opinar sobre su posición: que si ha sido explotado por un artista inescrupuloso, que si es un hombre desesperado, que si ha arruinado su vida o, mejor dicho, la ha vendido. Porque la historia llega a la situación de ubicar a Sam Ali en las manos de un coleccionista que ha pagado dinero por tener su piel, su espalda, luciéndose en un salón lleno de diletantes del arte. Cuando muera su piel deberá ser preservada para ser exhibida. Su piel.
Es la mirada de los otros la que convierte en ajena la piel propia: posible mercancía, después de todo.
Y, sin embargo, quienes nos tatuamos lo hacemos entre otros motivos para reafirmar la pertenencia sobre esa epidermis, la soberanía sobre nuestro cuerpo, la postulación de nuestros deseos, recuerdos y afectos, de nuestras ideologías, en fin, del ser, expresado en nuestro metro cuadrado de humanidad.
El cuerpo tatuado es también, entonces, un cuerpo político.
Y entiéndase aquí que lo político no tiene que ver con un partido o una filiación ni con figuras prominentes. Político es cada acto cotidiano, desde la forma de hablar, de vestir; lo que comemos, si somos carnívoros, vegetarianos, veganos; lo que vemos en la televisión, si vemos siquiera televisión, qué música escuchamos, qué libros leemos o si leemos. En fin. Todo aquello que nos sitúa en una posición frente al mundo es lo político. Y, por tanto, tatuarse es un acto profundamente político.
Decimos: este cuerpo es mío. Los tatuajes son míos. Y la piel también.
Llevo tatuados los recuerdos, lo vivido. Lo que Paul B. Preciado diría de otra forma: “No hablo aquí del cuerpo vivo como de un objeto anatómico, sino como lo que denomino ‘somateca’, un archivo político viviente”.
Mis tatuajes son los afectos, buenos, tóxicos. Son memoria. Son preferencias. Son la loca conjunción de lecturas e ideas sobre el universo. Ahí está: lo que llevo en mi espalda no es un timón, es el símbolo del caos como un principio del que parte la creación. Asimismo, las alas y la espada que llevo en los antebrazos son armas para pelear contra el caos si llega a volverse peligroso para lo que amas y lo que crees.
Me han dicho que quienes critican mis tatuajes, y los de otros, otras, lo hacen porque el otro es inalcanzable, inentendible y, por tanto, digno de temor. Recelo, repugnancia. Lo otro, lo nuevo, nos produce rechazo. Y manejamos el rechazo a través de la burla, la crítica, la censura.
En una web dedicada a la historia del tatuaje encontré la historia de un príncipe polinesio que fue capturado por ingleses y vendido a William Dampier, el navegante en quien quizás se inspiró Jonathan Swift para escribir Los viajes de Gulliver. Pero Dampier, además de navegante, buscaba “mostrar” lo otro, lo extraño, como una rareza: el príncipe polinesio, Giolo, fue exhibido como un animal porque llevaba toda la piel de su cuerpo tatuada.
Quizás fue la historia de Giolo la que inspiró a Saki y a Roald Dahl para la escritura de sus distintos textos sobre tatuajes, que, vaya, se cruzan en la misma reflexión: ¿de quién es la imagen que llevan tatuada estos hombres en sus espaldas? ¿Es que alguien puede pagar por ese lienzo viviente que es la piel?
¿Qué pasa con quienes no muestran sus tatuajes? Un amigo querido, antes de que yo me tatuara por primera vez, y cuando le pregunté por qué se hacía tatuajes en lugares invisibles, me dijo que el tatuaje era un regalo para sí. Un tesoro privado. Una obra de arte para un solo espectador, que es, también, el dueño de la obra. El soporte vital. Un lienzo político.

Y este cuerpo político dice: no me interesa lo que digas sobre mis tatuajes. Porque son míos. Y la piel también.
Quizás la mejor ⸻por risible⸻ intromisión que se me ha hecho sobre mis tatuajes es que mi cuerpo se ve menos femenino por la tinta y por los diseños. ¿Femenino según quién? Según el deseo ajeno, por supuesto. Impuesto y al que deberíamos acceder como dando gracias. ¿Qué es la feminidad, amiguitos?, me pregunto. Pero esto sería, también, tema de otro largo texto y debate. Así que, por ahora, les dejo la imagen de Rooney Mara o de Noomi Rapace, las dos actrices que interpretaron a Lisbeth Salander, y de su dragón tatuado en la espalda. Y pienso en este personaje porque Salander es la expresión de una feminidad que ha sido violentada sistemáticamente por mucho tiempo y que responde con una violencia proporcional a sus agresores: Lisbeth embosca al tutor que ha abusado de ella y le tatúa en el torso, bien visible, la etiqueta “Soy un cerdo violador”. ¿Qué más muestra de una feminidad activa es esta? Y quiero que conste que esto de la feminidad o su ausencia me lo ha dicho más de una persona y que son quienes suelen presumir de una ideología de izquierdas basada en la defensa de los derechos humanos.
Otro comentario: pareces futbolista. Y me lo dijo un aficionado al fútbol. Entonces. ¿Tatuarse es bueno, feo, malo? ¿Adoran el deporte, a los futbolistas todos tatuados, pero son clasistas o esbozan un sectarismo innombrable solo para descalificar tu decisión de tatuarte?
Quizás la única reconvención que puedo tener sobre mis tatuajes a estas alturas es que cuando quiera hacerme una resonancia magnética, que espero no tener que hacerme nunca, la imagen no se verá muy clara. Y bueno. También espero no contraer covid o la próxima enfermedad que nos caiga encima por obra del espíritu de los siempre inventivos seres humanos.
En un mundo demasiado edulcorado, lo ideal sería no enfermarse nunca y no morir, dicho sea de paso. Pero como esta es la vida, señoras y señores, me enterrarán o cremarán con mis tatuajes, porque son míos, así como esta piel. Con este retrato de familia canina que llevo en el brazo izquierdo, con mi caos, mis dolorosas calacas, mi espada, mi laberinto y mi dragón: el hermoso recuerdo en el cuerpo de que tuve un hijo. Y de que este conoció a su madre con el cuerpo tatuado, con la capacidad de ver al caos de frente y echárselo a la espalda para criarlo, para algún día darle la fuerza para decir también, si es necesario, fuerte y bien claro: este cuerpo es mío.