El tatuaje como expresión

EDICIÓN 485

Tatuaje
Fotografía: Shutterstock

Tengo las costillas del lado derecho cubiertas por un atrapasueños. Fue mi primer tatuaje. Mide treinta centímetros. Me lo hice en 2013, hace casi una década, justo para mi cumpleaños. Mis padres no lo sabían. No tenían que saberlo. El modelo lo encontré en Internet. Hasta hoy, el amuleto funciona.
Diez años después, las dinámicas del mundo del tatuaje han cambiado.

La gente ya no busca los diseños en Google. Buscan artistas para comprar arte, obras de arte que serán expuestas en la piel como piezas de una colección permanente. Muchos dicen que lo que andan buscando realmente es una experiencia y, como sea, los tatuajes se han vuelto, además, un accesorio para estar a la moda.

Rayarse la piel

Las calles del barrio San Marcos, en el Centro Histórico de Quito, pertenecen a otro tiempo. En la calle Junín las casas son de abobe y piedras, tienen puertas de madera y techos de tejas que son el hogar de cientos de palomas. Si no fuese porque hay un parlante que estalla con una canción de Bad Bunny, me sentiría en otro universo.

No hay personas transitando la vía. No encuentro el estudio de tatuaje, solo veo una tienda y una picantería llamada Laurita. Al verme perdida, una señora de cabello corto y delantal azul sale de la picantería a rescatarme. Con su voz suave, maternal, me pregunta:

—¿A quién está buscando?
—Un estudio de tatuaje —digo yo.
—Es justo aquí —dice la mujer, señalando con su mano derecha una casa amarilla con blanco que está frente a nosotras. Andrés Pérez “Pino”, de quien hablaré enseguida, me abre la puerta.

Segundos después de entrar, Pino me dice que la casa es de 1908. Es muy vieja, muy grande, muy bella. El piso es de madera y cruje. Está decorada con cuadros de dioses gatos, de divinos niños tatuados, de cóndores que salen de la cabeza de un toro con rostro de mujer.

Las paredes gastadas están cubiertas de un papel tapiz amarillo combinado con verde. Hay un cuadro de san Jerónimo que vino con la casa. Hay tres balcones que reciben el aire fresco de San Marcos. Del techo cuelgan unas largas y modernas lámparas que no desentonan con la decoración colonial.

En la mitad de un cuarto hay una silla negra, a primera vista me evoca el reclinatorio de un dentista. Es elegante. Pino trabaja en la pierna de una mujer extranjera, marca una orquídea cuyas hojas preparan la forma de una vagina.

Pino tiene 36 años. De lo que se ve, tiene tatuada la cara, el cuello y los brazos. Es risueño, de risa contagiosa, y ojos verdes. Nació en Baños de Agua Santa, quizás por eso sus dibujos tienen vírgenes y niños dioses y gatos santos.

Andrés Pérez. Fotografía: Charic Miguel Cerda Freire.

Pino es su apodo de barrio. Cuando le pregunto por qué le dicen así, me responde: “Así es la vida, amiga”. Hizo de su apodo su nombre de artista y ahora se llama así. Dice que es fácil de aprender, una palabra con solo cuatro letras, no hay por dónde perderse.

Pino parece descomplicado. Tatúa desde que estaba en el colegio: cuando tenían quince años, sus amigos hicieron máquinas artesanales para tatuarse y su primer diseño fue un tribal mal hecho que lleva en la pierna. Se rayaban los unos a los otros.

—Era bien bacán, pero mi viejo era supercerrado y mi mamá también. Me decían que me aleje de ese círculo, pero yo me hice una máquina y tatuaba a mis compañeros en el recreo.

Pino habla pero no me mira, sigue trabajando y su concentración me asombra. Sigue rayando la pierna de la mujer extranjera y recuerda: la otra vez me mandaron una foto de lo que hacía en el colegio, era una hoja de marihuana. “Cómo confiaba la gente”, dice. Sigue confiando, digo yo.

Hubo un tiempo en que Pino puso distancia con la tinta, no le gustaba la dinámica: lo que se conocía del tatuaje era lo típico, llevar una imagen sacada de Internet y pedirle a un tatuador que la copie.

—Eso era lo mejor en ese momento, alguien que sabía copiar bien era un buen tatuador.
A los veintiséis años, Pino vivía en Buenos Aires y estudiaba la carrera de Artes. Era 2012 y había un boom del tattoo de autor. Pino cuenta que los artistas comenzaban a tatuar sus diseños.

—Eso me encantó, porque allá caché que podía funcionar como arte y descubrí que era la mejor forma de seguir viviendo de mis dibujos.

En el Ecuador esta manera de consumir la tinta reventó hace, por lo menos, cinco años. Las redes sociales, ya totalmente establecidas, jugaron un papel clave, convirtiéndose en el canal donde los tatuadores mostraban sus diseños y los consumidores encontraban lo que estaban buscando añadir a sus cuerpos.

—Las personas se volcaron a consumir arte utilitario —sigue Pino— que puedan llevarse consigo. La gente es más nómada, no es tan sedentaria como antes. No compra camisetas, no decora su casa, es difícil que alguien te pague trescientos dólares por un cuadro, pero sí invierte esa plata en su piel…
Pino dice que la pandemia creó, entre los jóvenes, una conciencia fija de la muerte y de lo efímero: a la final lo único que te pertenece es tu cuerpo. Si hay un terremoto, una casa se destruye; si chocas un carro, chao carro; si tienes pareja, terminas y ya.

Defender el territorio del cuerpo

Maite Solís. Fotografía: Charic Miguel Cerda Freire.

En otro cuarto de la casa vieja de San Marcos está Maite Solís, nos sentamos alrededor de una mesa. Me dice que ha llegado de hacer compras, que vive cerca del estudio de tatuajes. Cuando la escucho hablar descubro su acento. Maite es de Guayaquil.

Su cuerpo está cubierto por un abrigo largo y negro. Es alta, tiene el cabello corto, puedo mirar la piel tatuada de su cara, su cuello y sus manos. Bad Bunny no ha dejado de sonar, en la calle, dentro, fuera, por todas partes. San Marcos ama al cantante puertorriqueño, no los culpo.

Por el estudio viaja una luz limpia y clara. A veces el viento nos obliga a encoger los brazos, pero se va pronto y nuestros cuerpos vuelven a la normalidad.

—En Guayaquil, en Garzocentro, ahí todo el mundo iba a tatuarse de peladito, era en la calle, en unas carpas. Toda la gente en la calle tatuándose, era horrible. Yo tenía quince años, estaba esperando que lleguen mis amigos y, por suerte, nunca llegaron.

Esa fue la primera vez que Maite intentó marcarse la piel. Ahora tiene veinticinco años y más de 36 tatuajes en su cuerpo.

—Tengo todo lleno, la espalda, los brazos, las piernas, el estómago, el pecho.

Maite dice que antes a los “viejos” no les gustaban los tattoos porque eran feos: —Había menos aceptación, los tatuajes eran full feos, eran copias, imágenes bajadas de Internet. Estaban relacionados con las pandillas, la cárcel y personas malandras.

Ahora los tatuadores son artistas que dibujan, pintan, hacen esculturas y también sus dibujos en la piel.
Maite tatúa desde los veinte, sin máquina, empezó al estilo handpoke, con una aguja y tinta. En 2020, plena pandemia, los primeros días de abril, Maite tatuó el brazo de Luis, su padre. A él no le gustaban (tiempo pasado) los tatuajes, pero descubrió que tatuar era una profesión como cualquiera.

—A todo el mundo se lo muestra. Él quería que tenga un significado, le gustan los animales, yo escogí un pulpo porque me gustaba cómo se le veía en el brazo, le busqué un significado, se lo dije y se creyó.
Maite se toca el rostro, me muestra la araña que tiene tatuada y dice:

—Tenía ganas de tener algo rayado en la cara para recordarme que nunca tengo que trabajar en algo que no me guste o donde no me vayan a aceptar por cómo me veo.

—¿Crees qué modificamos nuestro cuerpo buscando algo, un cambio de identidad? —le pregunto.

—No sé, la muerte está full cerca y más bien puedes aprovechar y hacer lo que quieres, no lo piensas tanto. Antes todo era más tradicional, querías una casa, tu familia, y ahora eres más tú, está más presente el yo, es más individual. Antes invitabas a la gente a tu casa, ahora la invitas a tu cuerpo.

Señalar para decorar. Ser cool

Majo Bonilla. Fotografía: Charic Miguel Cerda Freire.

Cuando hablaba con Maite, llegó Majo Bonilla: minifalda, top negro, un tul que complementa su look. Tiene uñas de gel pintadas de blanco con estrellitas. Su primer tatuaje también fue un regalo de cumpleaños.

Majo cumplió diecisiete años en enero de 2016, no era mayor de edad todavía, pero dice que estuvo esperando ese momento toda su vida. No buscó el diseño en Internet ni se tatuó a escondidas; al contrario, sus padres la acompañaron a un estudio profesional. La última vez que contó tenía 32 dibujos en el cuerpo, se tapó cuatro, perdió la cuenta.

—Me crie toda la vida con una aceptación al arte en cualquier forma. Desde chiquita siempre pensaba: me voy a tatuar cuando crezca.

Le muestro mi atrapasueños, Majo se burla, dice que es muy chistosa mi generación y obvio también las anteriores, dice que a ellos —los jóvenes— les parece muy loco lo esotérico: los atrapasueños, las estrellitas, los tribales.

Está convencida de que, desde hace ya varios años, se rompió una línea entre dañar y decorar el cuerpo. Esta chica no habla solo de la estética del tatuaje. Majo habla de los espacios y una especie de profesionalización en el oficio.

—Antes los estudios para tatuarse eran oscuros, lúgubres, con energías violentas, música pesada, gente fumando y bebiendo. Escuché a mucha gente decir que no se tatuó porque le dio miedo el lugar.
Majo no piensa en el significado de un tatuaje antes de ponérselo encima, se raya cosas sobre la piel porque le parecen bonitas, porque dan muestras de una estética particular y encajan en la forma de su cuerpo.

—Te tatúas para mostrar —me dice convencida.

A Majo no le preocupa qué va a pasar cuando sea abuela. Ella sabe que será la abuela más cool del mundo. No le gusta pensar en el futuro, está suficientemente ocupada con el presente.

Los tatuajes son parte de tu crew

Hay tatuajes metafóricos, cuyo trazo guarda un significado secreto o aparente, y los hay superfluos, muestras de libertad y voluntad individual. Son un lenguaje y están sujetos a la mutación de todas las lenguas. Algunos deciden llevarse como amuletos, otros como representaciones del amor. Y otros serán, irremediablemente, las marcas de un tiempo que se quedó con nosotros, para bien y para mal.

—¿Un tatuaje puede hacer compañía? —le pregunto a Pino.
—¿Cómo?
—Así, como suena… digo, si te acompaña. Yo a veces me descubro hablando con uno de mis tatuajes, delirando.
—(Pino se queda pensado. Detiene la máquina, mira fijo a la pared): Sí, claro, va a estar siempre. De ley te acompaña. Los tatuajes existen, son parte de tu crew.

Tantas veces escuché decir que cuando naces nada traes y cuando mueres no te llevas nada. Mentiras. Un tatuaje es lo único que compras y te llevas hasta la tumba.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo