Diners 462 – noviembre 2020.
Por Santiago Rosero
Este año celebramos el primer siglo de Chabuca Granda. Así, en plural, porque sabemos que no somos los únicos invitados a la fiesta. Que suene muy alto “La flor de la canela” y que su historia vuelva a repetirse, pues esa es la mejor de sus canciones.

Dicen los peruanos, muchos peruanos, los suficientes para que parezca cierto, que “La flor de la canela” es otro himno nacional, un consentido estandarte patrio, el Machu Picchu de la música criolla. Y a una canción no le puede quedar grande semejante consideración cuando al llegar a sus entrañas se descubren las entrañas de su autora.
Su autora, Chabuca Granda, que ya había sido algunas Chabucas hasta entonces, fue la que estaba hecha para ser, la definitiva, luego de publicada “La flor de la canela”. Escribió esa canción a los saltos, construyendo un patchwork con estampas y personajes del entorno que frecuentaba; dejando los huecos necesarios hasta lograr, con el obsesivo cuidado por el lenguaje que le han reconocido en toda esfera, las imágenes y los adjetivos adecuados.
Eran los inicios de 1949 y, cuando trabajaba como promotora de unos productos de belleza en la conocida Botica Francesa de Lima, recibió la visita de su gran amiga Victoria Angulo Castillo de Loyola, perteneciente a una familia negra de abolengo. Chabuca Granda tenía fascinación por lo que representaban esas antiguas familias peruanas: negras, blancas, indígenas, mestizas; en esas familias se concentraba parte de la historia centenaria de su país. Al evocarlas en tertulias y entrevistas las señalaba como sinónimos de educación, tradición y respeto. Bien sabido era y bien orgullosa estaba ella de haber nacido el 3 de septiembre de 1920, a cuatro mil metros de altitud, en el centro sur del país, departamento de Apurímac, en medio de un asentamiento minero del que su padre era el ingeniero jefe. Le fascinó entonces Victoria Angulo la tarde que la visitó: detalles sencillos de su físico, el donaire que expelía su figura. Al ver que ya llevaba canas y que en su rostro moreno se pintaba un rubor, pensó en los versos “jazmines en el pelo y rosas en la cara”, y cuando al despedirse Victoria Angulo, que vivía en el barrio Rímac, adonde se llegaba cruzando el viejo Puente de Palo, le dijo que se iba a su casa caminando, la imaginó espléndida y con eso escribió lo demás:
Airosa caminaba la flor de la canela
Derramaba lisura y a su paso dejaba
Aroma de mixtura que en el pecho llevaba
Del puente a la alameda
Menudo pie la lleva
Por la vereda que se estremece
Al ritmo de su cadera
Algo faltaba en la estrofa de arranque. Había espacios vacíos tras los primeros versos porque nada le entusiasmaba lo suficiente, hasta que en un almuerzo ofrecido en el Club de Leones de Lima hacia finales de 1949, en el que se le otorgó un premio por el éxito de su cuarta canción publicada, “Tun tun, abre la puerta”, tomó la palabra Raúl Porras Barrenechea, un reconocido historiador local, y ofreció un discurso sobre la necesidad de salvaguardar íconos de la identidad limeña. El discurso llevaba por título “Piedad para el puente, el río y la alameda”. A Chabuca Granda le impactó el contenido y la sonoridad de esa frase, y la tomó para completar su arranque:
Déjame que te cuente, limeño
Déjame que te diga la gloria
Del ensueño que evoca la memoria
Del viejo puente, del río y la alameda
El tercer y definitivo pilar apareció una noche de fiesta. Era el 7 de enero de 1950, cumpleaños del cantante José Moreno Alarcón. Chabuca acudió junto a Óscar Avilés, conocido como la primera guitarra del Perú y uno de los célebres músicos que la acompañó durante su carrera. Era sabido que los cantantes del distrito La Victoria, al sur de Lima, cantaban con un tono elevado, impetuoso, y esa noche algunos de ellos cantaban de esa forma algo que la estimuló. “Esta es la parte que le falta a mi vals”, le dijo Chabuca a Óscar y luego él lo contó en repetidas ocasiones. “Chabuca se levantó de su asiento y fue hasta el balcón, se asomó a la plaza Dos de Mayo y, cantando, quitando, poniendo, fue armando la parte que le faltaba”.
Déjame que te cuente, limeño ¡ay!
Deja que te diga, moreno, mi pensamiento
A ver si así despiertas del sueño
Del sueño que entretiene, moreno
Tus sentimientos
Moreno era José Moreno Alarcón, el homenajeado, a quien en ese instante y con esas líneas, Chabuca ofrecía una dedicatoria. Esa misma madrugada, la cantante escribió en su diario que daba por concluida la canción que en adelante le significaría el mayor hito de su carrera y una muestra de esa forma “tan chabuquesca”, como decían sus colegas, de hacerlo todo: captar el espíritu de su entorno para componer música popular; alimentarse de lo sencillo cotidiano y romper con la norma de la época de cantarle al amor casi por obligación. “La música hasta entonces decía cosas como ‘ven que necesito verte desesperadamente’, pero yo descubrí que las mujeres podían cantar acerca de un caballo, de un farol, de un puente”, le dijo al periodista Joaquín Soler Serrano en su famoso programa de entrevistas A fondo, de Televisión Española. Y el cantar, también muy a su manera, “con voz de perro”, como decía de sí misma. “Me puse a contar cantadita sobre todos y todo aquello que llamó mi atención. Y esa fue mi buena suerte: la juglaría”, escribió en un artículo de prensa en 1980.
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Curiosamente, Chabuca Granda no fue la primera en grabar esa canción. Fue el grupo Los Morochucos, en 1953, con una versión poco lucida que tuvo una acogida pobre. Un año después el grupo Los Chamas le aplicó al tema arreglos más populares que le generaron un gran éxito, y a partir de entonces “La flor de la canela” inició su conquista, primero continental y luego española. Innumerables cantantes de diversos géneros la han interpretado desde entonces, entre los que destacan María Dolores Pradera, Tania Libertad, Pedro Vargas, Julio Iglesias, Plácido Domingo, Juan Diego Flórez, Caetano Veloso. En 2016 y 2019 se editaron los discos tributo A Chabuca y A Chabuca II, en los que participó una gran selección de cantantes iberoamericanos. En el primer disco Rubén Blades interpretó “La flor de la canela”.

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Por si el haber nacido en un poblado humilde le significaba algún peso, los padres de Chabuca Granda, bautizada María Isabel Granda y Larco, se trasladaron a vivir en Lima cuando la niña tenía tres años. Luego volvieron a Apurímac y se reinstalaron definitivamente en la capital cuando Chabuca tenía once años. Contrariamente a lo que sus padres temían, el haber crecido en esa zona aurífera le permitió conectarse con la ruralidad que tanto apreció el resto de la vida. “Jamás agradeceré lo suficiente el haber nacido ahí, porque tengo otra dimensión de mi país”, le dijo también a Soler Serrano.
Su país sería en adelante el gran tema de sus canciones: como dirían en adelante la crítica, el público, los colegas de la industria, “sonaban a Perú”. Pero para que Chabuca fuera esa cantante debió pasar un tiempo. Comenzó a cantar a los doce años en el coro del colegio Sagrados Corazones Belén, y lo que hizo a los diecisiete, al integrar un dúo amateur con Pilar Mujica Álvarez-Calderón, fue interpretar música mexicana, que es lo que sonaba y se apreciaba en la época. Luego vino una experiencia de dos años con el trío que formó junto a las hermanas Martha y Rosario Gibson, y enseguida un largo período de turbulencias. Con veintidós años se casó con el militar brasileño Enrique Fuller y tuvo tres hijos. Durante los diez años que duró el matrimonio, la relación con la música sufrió un deterioro debido a la falta de apoyo del marido. Tras divorciarse, se instaló con sus tres hijos a vivir en casa de sus padres, y entonces arrancó su etapa seria como compositora.
Empezaba Chabuca a ser una persona nueva, pero de viejos hábitos. Cuando de niña vivía en el campamento minero tenía una niñera que se ocupaba de ella durante el día y otra que la cuidaba durante la noche. Lo usual era que con la segunda se amaneciera jugando y que ambas terminaran dormidas sobre las esteras que cubrían el piso de la casa y se despertaran a las dos de la tarde. “Es una costumbre que no se me ha quitado”, dirá en varias ocasiones para afirmarse como ave nocturna. “La noche es el momento del silencio y del trabajo”. En su recámara, en casa de sus padres, tomaba la guitarra que aprendió a rasgar de manera autodidacta y así fue delineando unas cuantas melodías; se ayudaba también silbando, porque lo de silbar venía de la familia. Durante su niñez, amigos y familiares de sus padres se reunían en tertulias de aire burgués y silbaban la música clásica que sonaba de fondo. Con más de treinta años y tres hijos era todavía una consentida de sus padres, se amanecía trabajando, dormía hasta pasado el mediodía y era su madre quien se encargaba de que nadie la perturbara.

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A Chabuca Granda se le reconocen tres períodos creativos. El primero estuvo consagrado a los valses criollos, cuyas letras se llenaron de vivencias y personajes pintorescos de la Lima de principios del siglo XX. De ahí son, además de “La flor de la canela”, “Fina estampa”, dedicada a su padre, por quien profesaba un amor inmenso, o “José Antonio”, inspirada en el criador de caballos de paso José Antonio de Lavalle y García. Ambas son muestras elocuentes de su universo inspirador. De su padre destacaba la elegancia de la Lima señorial, tal como veía a su amiga de “La flor de la canela”, lo veía a él engalanando con su andar las calles de la ciudad. Por otro lado, los caballos que criaba José Antonio de Lavalle eran caballos de paso peruanos, y al dedicarle a él una canción, ella llamaba a preservar una especie insigne.
Chabuca ya tenía un nombre en la escena musical, pero todavía no se le escuchaba la voz. Su voz, por cierto, habría de variar hacia finales de los años cincuenta tras una operación a la que ella, fumadora contumaz, tuvo que someterse debido a una afectación en la laringe. Todavía no se le escuchaba porque fueron diversos conjuntos los que popularizaron sus primeras canciones, y apenas en 1960, con cuarenta años, arrancó su vida en los escenarios. Siete años más tarde apareció Dialogando, su primer disco como cantante, que tuvo la dirección del guitarrista Óscar Avilés.
Entrados los años sesenta de la Revolución cubana, Chabuca Granda se identificó con la canción social y, aunque se definía como conservadora y nacionalista, dedicó canciones a jóvenes revolucionarios de su país con títulos como “No lloraba, sonreía” o “El fusil del poeta es una rosa”. Su música se volvió más compleja y arriesgada al introducir sonidos de jazz y bossa nova en la estructura tradicional del vals criollo. Ya para entonces destacaba por su escritura sólida y su capacidad para fabricar cápsulas vistosas de la realidad cercana, pero nunca se consideró una poeta. Decía, eso sí, ser una buena letrista. “Si bien no tenía un rango vocal amplio, Chabuca Granda hizo historia con su forma de escribir, que fue lo que le dio vida a todos sus temas (dijo Joaquín Mariátegui, fundador de la conocida banda Bareto). Los elementos que utilizaba en su escritura obligaban a que la música se interpretara desde otro lugar. A través de su canto, de su composición y de sus letras, Chabuca abrió nuevas puertas”.
En el tercer período se adentró de lleno en la música afroperuana y exploró ritmos como la marinera, el festejo, la zamacueca y el landó. Aunque ya tenían una presencia considerable, en esta última exploración el cajón peruano y el zapateo cobraron una envergadura mayor, y su sonido general se enriqueció notablemente gracias a la participación de los Santa Cruz y los Vásquez, reconocidas familias custodias del legado afroperuano. A la mujer que debutó en los escenarios a los cuarenta años se la percibiría como el astro alrededor del cual orbitaron las más talentosas estrellas de cada época.
El escenario, que en su momento le brindó un determinante renacer, también le mostró el inicio del ocaso. El 16 de agosto de 1980, en un concierto frente a quince mil personas en Bogotá, sufrió un primer infarto. Dos años más tarde vino el segundo, y no mucho después el tercero. La sometieron a una operación de corazón abierto en Fort Lauderdale, Estados Unidos, pero complicaciones de la cirugía le provocaron la muerte el 8 de marzo de 1983. Tenía apenas 62 años.
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Con el conocido histrionismo que desplegaba al hablar, más expresivo que el que soltaba con el canto, un día dijo que le horrorizaban las ideas de infinito y eternidad, pero que, tras un combate consigo misma, pudo perderle el miedo a lo inconmensurable. Tanto mejor que lo haya logrado en vida y con conciencia, pues de todas formas no hay manera de que a la autora de más de cuatrocientas canciones no se la recuerde por siempre.