También esto pasará

Por Federico Bianchini
Fotografías: Shutterstock
Edición 457 – junio 2020.

Desde Argentina, donde la pandemia aún no explota, nos llega un texto que revela el miedo y la esperanza. Para algunos de nosotros, los que estamos acostumbrados a trabajar en casa escribiendo o haciendo cualquier otra cosa, la vida no ha cambiado demasiado. Pero basta con decir eso en voz alta para darnos cuenta de que sí, la vida ha cambiado, y mucho. 

En los últimos días he visto y oído diversas y similares menciones del encierro. “Mi vida normal no se diferencia demasiado de este enclaustramiento”, dice por mail una escritora. “Hago lo mismo, porque en general estaba escribiendo acá en el living: ocasionalmente iba al gimnasio”, cuenta por mensaje de audio un periodista con varios libros publicados. “Nuestra vida no cambia mucho porque solemos estar bastante en nuestras casas”, responde en una entrevista en la televisión el autor de dos novelas. Es cierto que, más allá de la pandemia, trabajar en la computadora sigue siendo estar mirando una pantalla, mover los dedos sobre el teclado. Y que cuando uno se sumerge en una historia o una planilla de cálculo se olvida de la pandemia, el contagio feroz, el número de enfermos y hasta de los muertos. Pero no es lo mismo. Aunque de lejos lo parezca, no es lo mismo. A pesar de estar sentado en el mismo sitio, con la misma mala postura. La ropa, la manera de tipear, la computadora y la mesa en la que apoyo esa computadora pueden ser iguales; yo no soy el mismo. Ninguno de nosotros lo es.

En Los siete locos, de Roberto Arlt, en un capítulo deslumbrante titulado “El humillado”, Remo Erdosain habla frente a su esposa, que lo acaba de dejar, y frente al hombre que la acompaña. Con la frente apoyada en una pared, derrotado, Erdosain relata que su feroz degradación empezó cuando él era chico con las amenazas de su padre. Cada vez que cometía una falta, el hombre le decía: “Mañana te pegaré”. “Siempre era así, mañana… ¿Se dan cuenta?, mañana… Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a media noche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba de barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí”.

En esa inquietud vivimos. Cuando nos asomamos al balcón o a alguna ventana y sentimos las calles vacías, o cuando en el noticiero vemos el avance de las obras en Tecnópolis y nos detenemos a pensar en los que ocuparán esas 2 500 camas de la ciudad sanitaria: esperamos. Ansiosos sabiendo lo que pasó en China, Italia, Estados Unidos y España: esperamos. Con la esperanza de que los miles de científicos que en todo el mundo están dejando de dormir por obtener una vacuna lo logren: esperamos. Con la conciencia de que solo en momentos como este se le presta verdadera atención a la investigación en ciencia. Esperamos y tememos cuando nos detenemos a pensar. Y quizá sea el miedo a esa incertidumbre lo que nos hace buscar similitudes con los que éramos hace dos o tres meses. Un miedo latente, germinal, que tratamos de disimular a fuerza de videollamadas, memes, chistes y recetas de la abuela. Nos engañamos: sigo haciendo lo mismo, mi vida normal, tanto no cambió. Y repetimos las cosas que haremos “cuando todo esto pase” y decimos: “todo esto pasará”, aunque no nos detenemos a pensar en lo que habrá cambiado cuando todo esto haya sucedido. Cuando escribo “lo que habrá cambiado” pienso: ¿Con cuántos muertos? ¿Con cuáles muertos? Aunque me cuesta, es eso lo que quiero decir: ¿Cuáles muertos?

Me inquieta, me desvela. Cuáles.

*

El virus no muere, es invisible y se propaga como tinta china en agua: un monstruo aterrador.

En Argentina, a diecinueve días de cuarentena, con sesenta muertos, el miedo está en el aire aunque todavía se mantiene lejos de nuestros cuerpos. Aún no vimos la furia de la pandemia, aunque estamos alertas. Seguimos las noticias, limpiamos la casa, lavamos platos, cocinamos, comemos y como nunca antes nos sumergimos en las redes sociales: comentamos los ensayos sobre posibles remedios que podrían mitigar los efectos de la enfermedad. Miramos videos de gente que salta y se acuesta en el piso y repetimos posturas que nos hacen transpirar, nos bañamos y ya estamos listos para subir fotos otra vez, recomendar libros (aunque casi no leemos: ¿quién podría en estas circunstancias concentrarse y leer?), reseñar series y hacer sucesivas y multitudinarias videollamadas. Trabajamos mucho más de lo normal para no pensar, para simular que todo sigue igual y la ciudad es la misma, y que no hay más grillos y más polillas y mariposas. Como si escuchar los argumentos y contraargumentos de la pelea de una pareja en el edificio de enfrente no se debiera a este silencio profundo, sino que fuera algo que podría suceder cualquier día, en una u otra estación del año.

Hasta que salimos a comprar y, entonces sí, la incertidumbre. Quizá, la angustia. Evitando el ascensor y las manijas, a la gente que camina en sentido contrario, a los que pasean el perro en pijama y ojotas para que no parezca que ya llevan dos o tres vueltas a la manzana; a la señora que en el supermercado se nos acerca demasiado en la góndola de los lácteos, al hombre que tose (en el pliegue del codo pero tose), a la cajera que nos pide por favor que respetemos la distancia y vuelve a ponerse alcohol en gel sobre los guantes y nos da, para firmar el ticket de la tarjeta, una lapicera que cuántos otros habrán tocado antes. Pero podemos volver a nuestro refugio, porque somos de esos que tienen refugio, y aunque ya no vamos a la plaza a ver los patos con nuestros hijos, ni nos aburrimos en tiempos muertos en la oficina, ni salimos a correr, ni leemos en bares, ni abrazamos a nuestros padres por temor a estar contagiados y pasarles esta peste invisible, nos sentamos frente a la computadora y tipeamos: nos sumergimos en las letras o los números y escuchamos música, y pensamos aliviados que a fin de cuentas nuestra vida no cambió tanto y que, por suerte y seguramente, también esto pasará.

Buenos Aires vacía por la cuarentena obligatoria.
Desde el sur de Asia hasta África y América Latina, la pandemia confronta a los países en desarrollo con una emergencia de salud pública combinada con una crisis económica, y cada una agrava los efectos de la otra
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