La mujer, por entonces de 67 años de edad, camina con su nieta por la calle. Curiosamente, la nieta es la que está retando a su abuela. Aunque sin violencia alguna, discuten sin dar tregua. Una señora mira estupefacta la escena. Se acerca. Observa a la niña y le dice: “¿Por qué le hablas así a tu abuela? ¿No sabes quién es ella? ¿Tienes idea de todo lo que ha hecho?”. La niña, con mirada fija y aire fulminante, le responde: “Claro que sé. Ella es mi abuela. Sé todo lo que ha hecho, pero eso no garantiza que me entienda siempre”. Esta pequeña escena es contada entre risas por Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, quien tan solo quiere explicar que la fama o el reconocimiento no alteran en nada su vida. “Como todos, soy una persona de carne y hueso. Hay personas que se creen dioses: eso no existe”.
Alexiévich se encontraba planchando cuando le comunicaron que había ganado el Premio Nobel. Lo importante es que, tras recibirlo, continúa realizando sus labores: todo sigue igual. Está consciente de que la banalidad de los galardones y las retribuciones económicas ayudan, pero esto para nada cambia su horizonte: “Me interesa contar la historia, pero la historia del hombre pequeño. Para nada me interesa la historia oficial, esa que puede aparecer en los medios de comunicación”. Es así como ha construido un trabajo calificado como ‘novela coral’, que le permite estructurar una ‘obra polifónica’ donde los silenciados por lo menos tienen voz, ya que el voto les es esquivo, pues tener voz y voto va más allá del sufragio, ese acto que muchas veces puede ser la puerta del naufragio.
Serenidad y algo de picardía hay en la mirada verde aceituna de Alexiévich. De estatura pequeña, solo cuando lanza sus reflexiones se entiende por qué el Kremlin o el presidente bielorruso Aleksandr Lukashenko, con todo el poder que encierran, pueden sentirse incómodos frente a esta mujer. Si bien habla con pausa, el contenido de sus palabras le dan un aire de juglar: ella transmite lo que el pueblo le ha dicho, ella cuenta los testimonios que no aparecen en la historia oficial, ella es la cronista de las batallas épicas donde los perdedores son los grandes protagonistas. Viste unos pantalones concho de vino, una blusa púrpura —color del vestido que llevaba cuando recibió el Nobel— y una chaqueta caqui. Todas prendas sencillas. Se sienta en una de las dos sillas que se encuentran en el centro del escenario del auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco de Bogotá. Frente a ella está la periodista Marta Ruiz. “Lo importante no es reportar los hechos de la visión oficial; se trata de buscar el testimonio de los que siempre pierden”, insiste la escritora con una mirada fija a su colega colombiana. “Mi anhelo es retratar el alma de los perdedores en mis textos”, enfatiza en su exposición Alexiévich, mientras el público escucha tras los audífonos la traducción simultánea. Las butacas están repletas. Hay gente de pie y algunos se sientan en las gradas. Muchos comparten los audífonos, pues el espacio —que alberga a 350 personas— ha quedado corto frente a la intervención de la Nobel en uno de los varios eventos en torno a la Feria Internacional del Libro en Bogotá (Filbo). Su paso por Colombia significó la primera visita de Alexiévich a Latinoamérica.
Posguerra en medio de la guerra
Cesó la Segunda Guerra Mundial. Iósif Stalin acrecentaba su fama por entonces de gran líder mundial capaz de vencer a la Alemania nazi. Él era también uno de los principales artífices en abrir el ‘telón de acero’ y montar aquella obra de marcada tensión titulada Guerra Fría: el mundo se dividía entre Occidente y Oriente. 1948, tres años han pasado del conflicto bélico, pero las discrepancias no terminan. Yugoslavia decide distanciarse de la Unión Soviética y ya no es un aliado; Stalin es uno de los promotores en la conformación del Estado de Israel, pero dará un paso atrás y hará después público su rechazo. En medio de esa atmósfera, nace Svetlana Alexiévich (31 de mayo de 1948) en Ucrania, pero su nacionalidad es bielorrusa y tiene como lengua el ruso.
Su padre fue un militar soviético de origen bielorruso. Él se marchó junto con sus dos hermanos a la guerra. Fue el único sobreviviente. Su madre es de origen ucraniano y optó por la docencia. Tras su retiro del Ejército, ambos se dedicarán a la enseñanza en Bielorrusia. Su abuelo materno también murió en combate. Su abuela paterna falleció a causa de tifus en un batallón de partisanos. Los soldados alemanes nazis quemaron a once de sus familiares.
“Es difícil entender al hombre, su pensar. Mi padre fue un fiel creyente del sistema soviético hasta el día de su muerte. Es más, su último pedido fue que lo enterraran con el carné del Partido Comunista”, recuerda la escritora, mientras un hondo suspiro aparece y su mirada se pierde en el suelo.
Con un tono de remordimiento, comparte que se siente mal el haber recriminado a sus padres por sus creencias políticas, aunque reconoce que está agradecida pues ellos la motivaron a la lectura. “Ahora comprendo que la familia es lo primero, de lado queda la ideología”, menciona en medio de su reflexión acerca de lo cíclico de la vida, pues ella reclamaba a sus padres el cómo podían dejarse convencer y endiosar a personajes como Stalin o Leonid Brézhnev. “Bueno, ahora lo que me preocupa es que mi nieta me recrimine por qué permitimos que gente como Putin (Wladimir) o Lukashenko nos gobiernen”. Le preocupa también que la guerra sea también cíclica y que el espiral bélico siga envolviendo al ser humano.
Exorcizando miedos
“¿Hay algo más pavoroso que el hombre?”, pregunta una mujer a Alexiévich en su libro Voces de Chernóbil (Debate, 2015, pág. 105). “Por eso aquí no tengo miedo. No puedo tener miedo a la tierra, al agua. A quien temo es al hombre”, se responde la misma mujer quien huye de su país Tayikistán, que se encuentra en guerra, y prefiere el cobijo mortal de la radiación a la violencia bélica. La escritora y esta refugiada tienen mucho en común: ambas son hijas de la guerra, ese es el único ambiente en el que se han desenvuelto desde que nacieron. “Es repetitivo, pero es la verdad: la guerra es horrible, es terrible. La guerra es el sinónimo de la sangre. Millones mueren, y quienes sobreviven se transforman en víctimas del miedo”.
El miedo está latente. El miedo es una unidad de medida que rebasa al roentgen que tanto alteró a la humanidad tras el desastre nuclear soviético. La radiación del miedo está presente en cualquier rincón de la Tierra. En algún momento todos han sentido miedo (¿en algún momento todos se sentirían realmente libres, en paz o felices?).
Gloria Salamanca sobrevivió al cáncer de seno, a la esquizofrenia y a la guerra interna que vive su país, Colombia. Su hijo no sobrevivió. Mira de frente a Alexiévich y cuenta su historia: su hijo desapareció el 08 de octubre de 2006 en manos de las FARC. Ella quería lanzarse al río Patía, donde su hijo habría sido lanzado tras recibir un tiro. La Nobel —que parecería que ha escuchado y vivido todo— se cubre la boca. Está intranquila. No logra entender. Pregunta a través de su traductora: “¿Qué es eso de los desaparecidos? ¿Por qué desaparecen a las personas?”. Salamanca, sin vacilar, responde: “Por miedo. Es el miedo que quieren infundir los victimarios en el pueblo”. Alexiévich ya no se cubre la boca. Tras la respuesta se tapa los ojos.
Por su parte, Paula Gaviria Betancur, directora de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas de Colombia, le detalla que alrededor de ocho millones de personas han sido víctimas de violación, secuestro, reclutamiento, entre otros crímenes. Los ojos verdes aceituna de Alexiévich se apagan. Los labios dibujan una mueca de perplejidad. Ofrece disculpas por pedir a las seis personas que se entrevistan con ella el recordar momentos tan dolorosos.
Este encuentro fue uno de los compromisos que realizó la Nobel en su paso por la Filbo, donde canceló once compromisos por la agenda apretada que sostuvo, donde no concedió entrevistas y evitó sesiones de fotos. Eso sí el escuchar la historia de esas personas resultaba algo impostergable. Esas son las voces que ella escucha y que le permiten redactar y hacer de las palabras un eco. Se podría asegurar que Alexiévich podía cancelar hasta su encuentro con el presidente Juan Manuel Santos, pero la tarde que compartió con las víctimas colombianas jamás podía cancelarse.
Voces
Leonid Brézhnev toma las riendas de la Unión Soviética. Es 1964. Svetlana Alexiévich tiene en ese momento dieciséis años. Será testigo de la expansión militar soviética, pero también de su estancamiento económico. Adriana Roa es una joven colombiana de dieciséis años de edad. Un listón blanco recoge de manera firme su cabello. Sus anteojos no esconden la picardía de sus ojos negros. Su uniforme azul de la Institución Educativa Distrital Venecia no se desacomoda mientras toma asiento en una de las butacas del auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco. Junto a sus compañeros, escucha con atención a la Nobel. “Me encantó descubrir a una mujer sencilla. Me gusta su idea de que todos tenemos una historia, lo que quiere decir que todos tetemos una voz, algo que contar, algo que puede ser escrito”, dice la joven una vez que escuchó a Alexiévich por una hora y diez minutos. Adriana, por su parte, es ahora testigo del proceso de paz que busca el Gobierno de Santos con la guerrilla de las FARC y del ELN. “En Colombia se vive una guerra. El objetivo es la paz, pero alcanzarla implica un proceso muy amplio y complejo. Va mucho más allá de una firma. Va más allá de que se lo haga este o en cinco años. Me parece ideal el mensaje que nos deja Svetlana: ‘No hay que matar a las personas, sino a las ideas… Y que una paz mal negociada es mejor que una guerra’”.
María Claudia López, secretaria de Cultura de Bogotá, comparte el criterio de Adriana en cuanto al mensaje de Alexiévich. “Tener figuras de este calibre, una Nobel, que ha estado escribiendo sobre la guerra, es provechoso porque te brinda una visión sobre el que las personas aprendan a cerrar sus conflictos y sus problemas de forma pacífica, a través del diálogo. Es primordial que se entienda que la forma de superar las diferencias no se da aniquilando al otro”, señala López, quien resalta que: “Me parece interesante lo que dice Svetlana sobre la lectura, a la cual considera como la base de la cultura. Me gusta la idea de que la paz también se puede conseguir desde el arte y la literatura”. Justamente, durante la visita de Alexiévich a la Filbo, López figuraba como una impulsadora de la campaña Leer es volar, donde se busca que el índice de lectura suba a 3,2 libros por año en Colombia. “Basta recordar las palabras de la Nobel: ‘Con la lectura no hay dictaduras’”, concluye la secretaria de Cultura.
Literatura
“Nacer en un pueblo pequeñito me permitió tener una mirada justa. Sabía la vida que llevaba la gente real. Conocía su lenguaje. He sido testigo de las batallas que perdimos. Me interesa escuchar. Lo que me cuentan siempre está cargado de amor y tensión, porque nuestras vidas están llenas de historias donde hay alegrías y tragedias. Solo trato de hacer una literatura honesta”, manifiesta Alexiévich.
Esa honestidad de mirada justa es la que valora el periodista y catedrático portugués Paulo Moura, quien cubrió la Filbo y fue uno de los pocos que pudo conversar cara a cara con la escritora bielorrusa, aunque sea por pocos minutos. Él fue quien realizó el prefacio de Voces de Chernóbil al portugués. Moura, corresponsal de guerra en Iraq, Kuwait, Argelia, Chechenia, Afganistán, Kosovo, Egipto, Libia y Ucrania, pese a su experiencia, asegura que la obra de Alexiévich deslumbra y es un material del que se puede seguir aprendiendo: “Es un trabajo original, donde ella no aparece y permite que hable una serie de voces. Generalmente, en un reportaje el periodista tiene más minutos o más líneas que el entrevistado. Ella rompe con el protagonismo del periodista. Su fortaleza es saber escuchar, lo cual es un ejercicio muy difícil. Además, ella genera mucha confianza con quienes habla. Saber crear una atmósfera para que la gente te explique su vida de forma auténtica es otro reto que ella supera. Ella logra todo esto porque es honesta, esa honestidad hace de su literatura algo importante”.
Sobre sus libros, Alexiévich reafirma que la columna vertebral de su obra es el retratar “la cotidianidad del alma humana”. Con Los muchachos de zinc, que se suscita entre 1979 y 1989 durante la participación de las tropas soviéticas en Afganistán, la escritora asegura que es una muestra del error que se comete al querer imponer una idea, a lo que se suma “la brutalidad de la guerra”, de la que dan fe los sobrevivientes que hasta ahora combaten contra sus secuelas. Con La guerra no tiene rostro de mujer muestra el papel de las mujeres que formaron parte de las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial. “Estoy segura de que a la mujer le cuesta aprender a matar. El hombre, el macho, el fuerte hombre soviético, puede medir su fuerza por la violencia y el temor que imparte. Pero resulta interesante escuchar a las mujeres que vivieron en guerra, y que sus historias fueron excluidas. Ellas rememoran de otra manera las cosas: son conscientes de la violencia, la angustia y todo lo malo que implica la guerra”. De Voces de Chernóbil dice que se trata de la “historia de una guerra más compleja”, un hecho que el hombre todavía “no logra descifrar” y donde se demuestra que el “átomo de uso militar y el de uso pacífico son hermanos para destruirlo todo”. “Mi madre quedó ciega. Mi hermana murió producto de Chernóbil. Pero lo que más me entristece es que el hombre no haya aprendido que no puede sentirse superior a la naturaleza. Su arrogancia es infinita”. Una arrogancia que puede observarse en el ‘homo sovieticus’. Si bien en su El fin del “Homo sovieticus” da voces a los damnificados y humillados tras el régimen de la URRS, Alexiévich se sorprende de que no se aprenda la lección. “Por ejemplo, podemos ver a Putin, pero él no solo engloba a su persona: él es el reflejo de un pueblo. El problema, en sí, no es el poder, el problema se da cuando el pueblo lo escucha”.